En estos lentos y perezosos días iniciales de 2024 he releído El hombre que amaba a los perros, la novela del escritor cubano Leonardo Padura, cuyas dolorosas páginas giran en torno a León Trotski, el líder ruso perseguido y finalmente asesinado por instrucciones de José Stalin.

Especialmente me ha conmovido en el capítulo 18 el momento en que el pintor Diego Rivera, quien albergó a Trotski en México, le comunica que su amado hijo Liova, de 32 años, ha muerto en París en un postoperatorio de apendicitis que se complica a causa de un envenenamiento ordenado desde el Kremlin.

Y me he puesto a meditar cómo muchos jóvenes pudimos ser seguidores del feroz dictador soviético, a la vez que odiadores intransigentes de Trotski. Esa pugnacidad absurda me ocasionó la expulsión del colegio donde cursaba el bachillerato. Yo era entonces un intransigente líder estudiantil y una mañana la emprendimos contra un cartel de un grupo afín al trotskismo. Una apresurada asamblea de profesores nos canceló la matrícula a los protagonistas de la zambra. Mi madre recibió la noticia con lágrimas y mucha rabia.

En esa época insensata, otra forma de expresión de la repugnancia de los stalinistas a Trotski era bautizar a los perros con su nombre. Por la novela de Padura hoy sabemos que, curiosamente, el líder revolucionario ruso amaba a estos animales.

Solo con los años fui aceptando que Trotski fue un líder excepcional, un gran escritor y orador. Fue una víctima, al igual que su familia, del horror persecutorio de Stalin, lo mismo que otros destacados dirigentes bolcheviques que resultaron cruelmente eliminados. Pensaría que tal vez lo único que salvaría a Stalin del juicio de la historia es su rol determinante en la atajada y derrota de Adolfo Hitler. Pero frente a Trotski, Stalin fue un incurable enfermo del poder despótico.

Esos años alucinados también fueron gestando la vacuna protectora contra todas las letales variantes del fanatismo, que sigue siendo parte de las atroces realidades políticas del mundo. Colombia no ha sido la excepción con sus violencias cíclicas y sus interminables funerales productos del odio. Afortunadamente, paradigmas del humanismo como Gandhi y Mandela nos ayudaron a comprender que hay mejores caminos para construir sociedades civilizadas.

“Nunca pensé que un hijo mío me saliera chusmero”, dijo mi madre derrumbada por aquel desagradable episodio escolar. Así llamaban a los bandoleros de La Violencia bipartidista. Póstumamente ella merece excusas celestiales, aunque sea con tardía melancolía, por la contrariedad que le causé. Y todo por creer maniqueamente que Stalin era el bueno y Trotski el malo.

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Recuerdos de una época insensata | Columna de Horacio Brieva

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17.01.2024

En estos lentos y perezosos días iniciales de 2024 he releído El hombre que amaba a los perros, la novela del escritor cubano Leonardo Padura, cuyas dolorosas páginas giran en torno a León Trotski, el líder ruso perseguido y finalmente asesinado por instrucciones de José Stalin.

Especialmente me ha conmovido en el capítulo 18 el momento en que el pintor Diego Rivera, quien albergó a Trotski en México, le comunica que su amado hijo Liova, de 32 años, ha muerto en París en un postoperatorio de apendicitis que se complica a causa de un envenenamiento ordenado desde el Kremlin.

Y me he puesto a meditar cómo muchos jóvenes pudimos ser seguidores........

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