Nací y viví mis primeros treinta años en el sur de Chile, donde llovía casi todo el tiempo, y hacía frío. La vida transcurría en el interior de los hogares, en los cafés y en las múltiples cantinas donde se bebía vino por litros. En la primavera salía un tímido sol y el cielo se llenaba de estrellas. Con diferencia en el tiempo, estudié en el mismo colegio del poeta Pablo Neruda, que, en su libro 20 poemas de amor y una canción desesperada, retrató lo que era nuestra vida llena de nostalgia, esperando todo el año la llegada del sol y del amor verdadero.

Mi llegada a Barranquilla fue un cambio radical: el sol alumbraba todos los días, y del frío intenso de Chile pasé al calor abrasador del trópico colombiano. Pero el cambio mayor fue la vida cotidiana de la gente; mientras en Chile las relaciones son muy intelectuales, aquí todo era sentimientos y emociones.

Los griegos nos enseñaron que la fiesta era muy importante porque era una ruptura en nuestra miserable vida cotidiana. Mi primera impresión de la ciudad fue que aquí parecía que lo cotidiano era la fiesta; mientras en Chile la relación más cercana era con los libros, aquí lo era con la música y el baile. Nunca olvidaré mi primer viaje desde el aeropuerto, en un amplio vehículo, donde el taxista tenía la música a todo volumen; cuando llegamos a la carrera 46, en la terraza de una casa había un hombre solo, en pantaloneta, con una cerveza en la mano, bailando ensimismado la música que salía de un tremendo equipo de sonido. Pensé: “A este man en mi país lo habrían llevado al hospital psiquiátrico”.

Con el tiempo fui valorando la cultura del Caribe; me di cuenta que esta forma de vida es más resistente a los embates de la globalización, donde todo se homogeniza y donde los seres humanos somos solo un dato que se mueve por sistemas. La cultura caribe, con sus creencias y prácticas, da una identidad que te penetra de manera persistente y que te hace sentir que esta vida vale vivirla.

Es en estos días de carnaval cuando se autoafirma la identidad caribe, plena de música, de arte y de brillantes disfraces, manteniendo vivas ancestrales tradiciones, donde niños y ancianos, blancos y negros, ricos y pobres expresan su orgullo de ser caribes, dueños de una cultura milenaria que enriquece nuestras vidas.

Seguramente todos ustedes tendrán historias que contar sobre la locura del carnaval. El empresario Joseph Dacarett me contaba que le tocó recibir un sábado de carnaval a unos clientes internacionales. Era la época de gloria de Pablo Escobar; los señores llegaron asustados y cuando vieron a algunos disfrazados de guerrilleros, su temor fue mayor. Estando en el auto empezaron a lanzarles maicena y dentro de su miedo le preguntaron a Joseph qué era esa sustancia, y él, para mamarles gallo les dijo: “Esto es pura cocaína, hermanos”. Con esta anécdota deseo que disfruten los días carnavaleros que vienen.

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Modo carnaval | Columna de José Amar Amar

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05.02.2024

Nací y viví mis primeros treinta años en el sur de Chile, donde llovía casi todo el tiempo, y hacía frío. La vida transcurría en el interior de los hogares, en los cafés y en las múltiples cantinas donde se bebía vino por litros. En la primavera salía un tímido sol y el cielo se llenaba de estrellas. Con diferencia en el tiempo, estudié en el mismo colegio del poeta Pablo Neruda, que, en su libro 20 poemas de amor y una canción desesperada, retrató lo que era nuestra vida llena de nostalgia, esperando todo el año la llegada del sol y del amor verdadero.

Mi llegada a Barranquilla fue un cambio radical: el sol alumbraba todos los días, y del frío intenso de Chile pasé al calor abrasador del trópico........

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