El niño deslizó su bote en la corriente del río. Las aguas de la madrugada se movían con inobjetable parsimonia, pese a que el niño desconocía ambas palabras.

Era la primera vez que debía adentrarse en las aguas sin su padre, recién sepultado en la víspera de la Navidad. Mientras se dejaba arrastrar por la corriente, le llegaba el rumor de la música, los porros de Pedro Laza, la gente en el velorio, el cuchicheo de las viejas, el olor penetrante del tabaco, del café. Tampoco podía deshacerse del olor a flores rojas, que es el mismo perfume de la tristeza, según dicen las comadres en el caserío.

Cuando el bote estuvo a una considerable distancia de la orilla, antes de que las estribaciones de la sierra se recortaran en el sol del horizonte, el niño lanzó por primera vez su atarraya. Lo hizo como su padre le había enseñado, siguiendo sus indicaciones y sus movimientos. Quería un enorme pez en su mesa de tablas percudidas, quizá una corvina, para que su madre la rellenara con verduras de la huerta.

Pero una y otra vez las redes salieron vacías. Se paró en la punta del bote, pensando en su padre, con sus doce largos años a cuestas, con el peso insoportable de las lágrimas que nadie vería correr esa Navidad. Ejecutó los movimientos como si fuera una danza, un ritual ancestral de supervivencia. Así fue clareando el día, con la inquebrantable persistencia del pescador.

En el último intento, casi a media mañana, antes de emprender el regreso, el niño sacó del fondo del río una vieja copa de plata con un labrado en alto relieve. La limpió de algas, de una gruesa pátina de verdín y la contempló maravillado. Fue entonces cuando el niño escuchó una voz ubicua que brotaba del Grial, o al menos eso es lo que dicen los viejos palabreros del viejo puerto.

En este punto la narración cambia de tono. Unos dicen que el niño volvió a arrojar la atarraya y que entonces la red salió repleta de peces, sí, de un plateado temblor aleteante. Otros van más allá y dicen que continuó lanzando su atarraya hasta que el bote se hundió por el peso de los enormes peces saltarines.

Mamá, en cambio, que siempre ha tenido sus pies bien puestos en la tierra, cuenta una historia distinta, una historia triste, más bien, sin un atisbo de maravilla.

Dice sin muchas vueltas que a su hijo se lo llevó la corriente, el caudal del río, que a mi hermano la Navidad se lo tragó, que cuando una semana después los pescadores de Isla Verde hallaron su bote a la deriva estaba vacío, no hallaron rastros de mi hermano, solo encontraron la atarraya de papá y una vieja copa de plata que el sacristán del párroco se llevó para proteger de los ladrones…

QOSHE - A la deriva en Navidad | Columna de Orlando Araújo - Orlando Araújo Fontalvo
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A la deriva en Navidad | Columna de Orlando Araújo

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22.12.2023

El niño deslizó su bote en la corriente del río. Las aguas de la madrugada se movían con inobjetable parsimonia, pese a que el niño desconocía ambas palabras.

Era la primera vez que debía adentrarse en las aguas sin su padre, recién sepultado en la víspera de la Navidad. Mientras se dejaba arrastrar por la corriente, le llegaba el rumor de la música, los porros de Pedro Laza, la gente en el velorio, el cuchicheo de las viejas, el olor penetrante del tabaco, del café. Tampoco podía deshacerse del olor a flores rojas, que es el mismo perfume de la tristeza, según dicen las comadres en el caserío.

Cuando el bote estuvo a una considerable distancia de la........

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