Aunque ya no lo parezca, en algún momento del pasado, el carnaval fue una suerte de espectáculo sincrético de naturaleza ritual. Una plaza sin escenario ni división en actores y espectadores. Un fenómeno potente y complejo en el que no se contempla ni se representa, sino que se vive, según sus leyes particulares. En otros términos, un mundo al revés, donde se vive una vida carnavalesca, desviada de su curso «normal». Una vida en la que las leyes, prohibiciones y limitaciones que determinan el curso y el orden de la vida normal se cancelan.

El joven García Márquez, en un texto periodístico de 1950 titulado «El derecho a volverse loco», sostiene que, después de vivir todo un año bajo la lupa inquisidora de la cordura, llega el instante en que se nos garantiza, por fin, el supremo derecho a volvernos locos. Y advierte que «quizá no tendría ninguna gracia el carnaval; quizá pasaría inadvertida esta etapa febril, si no fuera porque cada uno de nosotros, en su fondo, siente el diario aletazo de la locura sin poder darle curso a su secreto golpear, a su recóndito llamado. La cordura es un estado simple, adocenado, completamente vulgar, bajo cuyo imperio lo único extravagante que podemos permitirnos, de vez en cuando, es la muy normal e inofensiva eventualidad de vestir colores más o menos encendidos que los del vecino de asiento».

Durante el carnaval se suprimen las jerarquías y las formas de miedo y etiqueta relacionadas con ellas. Se elimina la desigualdad jerárquica social y cualquier otra forma de desigualdad. Se aniquila la distancia entre las personas y se activa toda una serie de importantísimas categorías carnavalescas como el contacto libre y familiar entre la gente, la excentricidad, las disparidades carnavalescas y la profanación. El carnaval es la fiesta popular del tiempo, «que aniquila y renueva todo», con una ritmicidad cíclica que se halla en la base misma del rito doble de la coronación y el destronamiento del rey de burlas. Esta acción carnavalesca resulta de suma importancia y supone, a todas luces, la confirmación del eterno retorno, del fuego carnavalesco que consume y renueva.

Es, desde luego, el fuego de la muerte, pero, a su vez, el de la resurrección. Por ello, Joselito, el símbolo de nuestro Carnaval, muere y renace cada año. Dos aspectos fundamentales completan el trípode sobre el que se sostiene el carnaval: la risa carnavalesca, descendiente de las más antiguas formas de la risa ritual, y la parodia desacralizadora, que no respeta «pinta», ni abolengos ni condición. Esto es lo que tiene el carnaval en su semilla, la misma que persigue incansablemente «el animalito del monte», la que en lugar de ocultar, revela el germen primigenio de la inconformidad, fundamento esencial e imprescindible de aquel viejo, pretencioso y obstinado arte de imitar la realidad a través de recursos tan precarios como los del lenguaje.

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El fuego carnavalesco | Columna de Orlando Araújo

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02.02.2024

Aunque ya no lo parezca, en algún momento del pasado, el carnaval fue una suerte de espectáculo sincrético de naturaleza ritual. Una plaza sin escenario ni división en actores y espectadores. Un fenómeno potente y complejo en el que no se contempla ni se representa, sino que se vive, según sus leyes particulares. En otros términos, un mundo al revés, donde se vive una vida carnavalesca, desviada de su curso «normal». Una vida en la que las leyes, prohibiciones y limitaciones que determinan el curso y el orden de la vida normal se cancelan.

El joven García Márquez, en un texto periodístico de 1950 titulado «El derecho a volverse loco», sostiene que, después de vivir todo un año bajo la lupa inquisidora........

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