Carlos Peña

La situación para el Gobierno no puede ser peor.

Si el proyecto constitucional fracasa, seguirá la Constitución de 1980; si triunfa, las bases de la trayectoria reciente que esa Constitución sentó quedarán más firmes que nunca.

Y el Gobierno, en cualquier caso, habrá experimentado un fracaso.

Como se recordará, el Presidente Gabriel Boric accedió al gobierno enarbolando una agenda transformadora cuyo objetivo central era lo que, con énfasis retórico e igual sinceridad, se llamó la muerte del neoliberalismo, del que Chile sería la tumba, es decir, el propósito de acabar con una forma de organizar la vida social en base al mercado; evitar que bienes financiados con rentas generales, como salud o educación, pudieran ser provistos por particulares; desarrollar una política industrial de base estatal y, en fin, lograr que el Estado no se redujera a aquellos ámbitos en que los privados fueran incapaces, que es como se interpretó la subsidiariedad. En eso consistía, se dijo una y mil veces, una agenda transformadora: no solo en paliar o atenuar las injusticias que introducía la diferencia de rentas en la experiencia de las personas, sino en evitar que esas injusticias se produjeran.

Pues bien. Nada de eso será posible, en el futuro mediano, fuere cual fuere el resultado del próximo plebiscito.

Y todo ello es resultado del tonto ánimo redentor que desde el principio inundó a la izquierda generacional a la que el Presidente pertenece. Un tonto ánimo redentor —vale la pena repetirlo—, puesto que la necesidad de redimir no fue un resultado de una previa convicción intelectual, sino que ocurrió al revés: el diagnóstico que se formuló respecto de la sociedad chilena (una masa abusada por una élite cicatera, que asentaba su dominación gracias a la concentración económica, los medios de que disponía, y un sistema educativo diseñado para reproducirla y para lucrar) fue producido por ese previo ánimo redentor y adolescente. Fue un diagnóstico ad hoc, demandado por una sensibilidad vital. Ese diagnóstico errado, y la falsa conciencia que produjo, fue lo que llevó a ver rebeldía revolucionaria donde apenas existía anomia; anhelos de cambio radical donde la ciudadanía más vieja expresaba simples demandas de mejora; timo y estafa en las trayectorias vitales de los que la gente, en cambio, se enorgullecía; arribismo en lo que era anhelo de movilidad y orgullo por alcanzarla.

Todos esos malentendidos condujeron a ver en la revuelta de octubre del 19 una epifanía y en el cambio constitucional la llave maestra de cualquier transformación.

Y el resultado está ahora a la vuelta de la esquina.

La llave maestra será negada por mucho tiempo, puesto que fuere cual fuere el resultado del plebiscito que se avecina, la trayectoria que Chile traía se consolidará en lo fundamental. Puesto que la ciudadanía, luego de cuatro plebiscitos, decidirá que la guíe o la Carta del 80 o el proyecto del Consejo; Jaime Guzmán (para repetir uno de los clichés de estos años) o José Antonio Kast (seguidor suyo).

Esos son los hechos.

Por supuesto, nada de lo anterior hará mella en el entusiasmo de la izquierda generacional que, como suele ocurrir a los creyentes, verá en el fracaso la confirmación de su discurso, el que, en vez de debilitar, fortalecerá sus convicciones. Si gana el En contra —pensarán—, ello no será una consolidación de la Carta de 1980, sino la demostración flagrante de la necesidad de cambiarla; si triunfa el A favor, será la muestra obvia de que la dominación del neoliberalismo era más profunda y extendida de lo que se pensaba, puesto que no estaba instalada solo en las estructuras, sino también en el ánimo y el inconsciente de la ciudadanía; las derrotas a manos de mayorías circunstanciales (esta frase consoladora solía ser de la derecha, pero ahora es también del Gobierno) puede ser un fracaso demorado.

Y así. Palabras, palabras, palabras.

Solo es de esperar que el Presidente no se deje llevar por esa suma de tonterías y comprenda que el fracaso que experimentará —y que está ahí, inevitable, a la vuelta de la esquina— es el fruto de un cierto desvarío intelectual, de la falta del sosiego reflexivo que es indispensable para guiar, en medio de la grisura democrática, al quehacer político, acercando así la realidad a los ideales. Y una vez que caiga en la cuenta de eso, debiera echar a andar lo que desde un comienzo debió ocurrir: emprender las reformas que permitan curar las patologías de la modernización; administrar con eficiencia el Estado; recuperar el prestigio de la educación, promoviendo las virtudes básicas del esfuerzo; producir orden cotidiano especialmente en los barrios donde viven las grandes mayorías; deliberar mejor acerca de los desafíos y el curso que está adoptando la cultura chilena en cuestiones como la diversidad de formas de vida; pensar a nivel educativo cómo aminorar la anomia que se está experimentando; expandir en sus partidarios más fieles la conciencia de que la juventud no es una coartada para justificar la tontería, y, con todo ello, elaborar para el futuro una agenda de izquierda amistosa con la modernidad, una izquierda que persiga la igual distribución de las capacidades sin deteriorar la responsabilidad individual, una agenda de izquierda que atienda los desafíos que son más urgentes e importantes para las nuevas generaciones.

Esa agenda —que esa sí puede transformar el fracaso por ahora inevitable en un éxito— no reverdecerá los recuerdos de los viejos intelectuales que a veces lo halagan, seguros de la impunidad de sus años sin futuro; pero podría abrir para él y la izquierda una agenda de veras posible y mejor.


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El fracaso

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05.11.2023

Carlos Peña

La situación para el Gobierno no puede ser peor.

Si el proyecto constitucional fracasa, seguirá la Constitución de 1980; si triunfa, las bases de la trayectoria reciente que esa Constitución sentó quedarán más firmes que nunca.

Y el Gobierno, en cualquier caso, habrá experimentado un fracaso.

Como se recordará, el Presidente Gabriel Boric accedió al gobierno enarbolando una agenda transformadora cuyo objetivo central era lo que, con énfasis retórico e igual sinceridad, se llamó la muerte del neoliberalismo, del que Chile sería la tumba, es decir, el propósito de acabar con una forma de organizar la vida social en base al mercado; evitar que bienes financiados con rentas generales, como salud o educación, pudieran ser provistos por particulares; desarrollar una política industrial de base estatal y, en fin, lograr que el Estado no se redujera a aquellos ámbitos en que los privados fueran incapaces, que es como se interpretó la subsidiariedad. En eso consistía, se dijo una y mil veces, una agenda transformadora: no solo en paliar o atenuar las injusticias que introducía la diferencia de rentas en la experiencia de las personas, sino en evitar que esas injusticias se produjeran.

Pues bien. Nada de eso será posible, en el futuro mediano, fuere cual fuere el resultado del próximo plebiscito.

Y todo ello es resultado del tonto ánimo redentor que desde el........

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