Concentración en el Congreso de los Diputados contra la investidura de Pedro Sánchez. / JOSÉ LUIS ROCA

El clima de tensión y preocupación que se está apoderando de la sociedad española en la última semana a propósito de los acuerdos para la investidura de Pedro Sánchez y la próxima legislatura del Gobierno de coalición del PSOE y Sumar, tiene que ver con un fenómeno creciente en el último tiempo, al que recurrentemente se acude pero con el que rara vez se afina ni atina: la polarización. ¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de polarización? Son muchos los libros y autores que recientemente han publicado obras analizando el tema en general y acercándolo al caso español. Y todos estos autores (Orriols, Miller, Velasco Arias, Torcal…) coinciden en diferenciar dos tipos de polarización política: uno es claramente más dañino para la democracia que el otro.

Por un lado, tenemos la polarización ideológica, dentro de la cual podríamos diferenciar entre la que refleja la percepción de los ciudadanos respecto al posicionamiento de los partidos y la distancia entre ellos (es decir, la polarización ideológica propiamente dicha) y aquella que se da respecto de políticas públicas concretas. Por otro lado, está la polarización afectiva, que es la generada por sentimientos hacia los partidos políticos, sus líderes y sus respectivos votantes. En otras palabras, es la distancia emocional entre el afecto que despiertan quienes simpatizan con nuestras mismas ideas políticas frente al rechazo hacia quienes tienen opiniones distintas.

En cierto modo, la polarización se asemeja al colesterol: tenemos una «buena» y otra «mala». La primera se correspondería con la polarización ideológica. Parece haber cierto consenso en que un determinado grado de alejamiento y de heterogeneidad ideológica es deseable, porque representa la diversidad social y puede tener efectos favorables para la calidad democrática. Como indica Orriols en su libro Democracia de trincheras (Ed. Península): «Cuando impera el consenso, o las diferencias son esencialmente cosméticas o de matiz, las elecciones dejan de ser útiles como una forma de condicionar las políticas públicas». Recordemos que en la aparición y éxito de nuevos partidos hace una década tuvo mucho que ver la carencia de representación programática, es decir, la incapacidad que manifestaban muchos ciudadanos para diferenciar las políticas (principalmente las económicas) aplicadas por el PSOE primero, tras la crisis económica de 2008, y por el PP después, tras su victoria en las elecciones generales de 2011 (algunas pancartas de aquella época lo resumían de una manera menos sutil…). No obstante, una alta polarización ideológica, puede tener consecuencias perniciosas para la democracia igual que un nivel muy alto de «colesterol bueno» también puede suponer un factor de riesgo.

Con todo, el que más nos debe ocupar y, al mismo tiempo, preocupar, es el otro tipo, el «colesterol malo», es decir, la polarización afectiva. Y aquí todos coinciden: el aumento de este tipo de polarización supone un perjuicio para la salud democrática de cualquier país. El profesor Torcal en su libro De votantes a hooligans (Ed. Catarata) concluye que España está cada vez más polarizada, pero no es un país especialmente polarizado. Lo significativo no es que haya aumentado la polarización ideológica. Lo preocupante es que haya aumentado la polarización afectiva. Los efectos de este incremento son, por un lado, el mayor distanciamiento y creciente desconfianza interpersonal debido a la tendencia a relacionarnos únicamente con aquellos que piensan parecido a como pensamos nosotros. Esto conlleva una erosión de la predisposición de los ciudadanos a cooperar: se visualiza al otro no como adversario político, sino como enemigo. El rechazo se centra en la persona, en lo que representa, más que en lo que hace, al tiempo que simplificamos y reducimos su identidad a lo que nos diferencia o no compartimos con ella. El efecto de la polarización afectiva es tan profundo que nos lleva a sospechar de quienes no conocemos, o incluso de nuestros vecinos, y, por tanto, a encerrarnos en pequeñas comunidades de confianza, con efectos potencialmente devastadores para la democracia.

Por otro lado, mayores niveles de polarización afectiva llevan aparejado un creciente grado de desconfianza ciudadana en las instituciones. La distancia emocional que se establece es principalmente de carácter psicológico, y nutre las emociones más problemáticas en política como lo son la rabia, la ira, el miedo, el asco, la tristeza… Este hecho sitúa el debate político en un campo que trasciende lo institucional, es más, lo debilita, aparta y desautoriza. Puede paralizar o bloquear el normal funcionamiento de las instituciones y genera un clima que facilita el mal gobierno.

Escribo estas líneas con anterioridad, pero todo parece indicar que hoy jueves, Pedro Sánchez será investido nuevamente presidente del Gobierno en el Parlamento. La legislatura que ahora empieza se prevé intensa a tenor de las jornadas vividas estas últimas semanas en diferentes ciudades españolas. He señalado que las discrepancias y cierto grado de polarización ideológica es hasta positivo. Manifestar esos desacuerdos públicamente de manera pacífica es saludable y entra dentro del juego democrático. Utilizar argumentos falsos o cuestionar la legitimidad de ciertos procedimientos, sobre todo, por parte de quienes han sido elegidos por los ciudadanos para representarles, es preocupante.

Una de las conclusiones más relevantes a la que llega Torcal en sus investigaciones sobre la polarización afectiva es que la culpa de que esta haya aumentado en los últimos años no es de las redes sociales (el chivo expiatorio de todos nuestros pecados), sino de las élites políticas. Por el bien de todos, habría que exigirles a nuestros líderes y representantes políticos que no cabalguen tigres.

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Polarización. ¿Y tú me lo preguntas?

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16.11.2023

Concentración en el Congreso de los Diputados contra la investidura de Pedro Sánchez. / JOSÉ LUIS ROCA

El clima de tensión y preocupación que se está apoderando de la sociedad española en la última semana a propósito de los acuerdos para la investidura de Pedro Sánchez y la próxima legislatura del Gobierno de coalición del PSOE y Sumar, tiene que ver con un fenómeno creciente en el último tiempo, al que recurrentemente se acude pero con el que rara vez se afina ni atina: la polarización. ¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de polarización? Son muchos los libros y autores que recientemente han publicado obras analizando el tema en general y acercándolo al caso español. Y todos estos autores (Orriols, Miller, Velasco Arias, Torcal…) coinciden en diferenciar dos tipos de polarización política: uno es claramente más dañino para la democracia que el otro.

Por un lado, tenemos la polarización ideológica, dentro de la cual podríamos diferenciar entre la que refleja la percepción de los ciudadanos respecto al posicionamiento de los partidos y la distancia entre ellos (es decir, la polarización ideológica propiamente dicha) y aquella que se da respecto de políticas públicas concretas. Por otro lado, está la polarización afectiva, que es la generada por sentimientos hacia los partidos políticos, sus líderes y sus respectivos votantes. En otras palabras, es la distancia emocional entre el afecto que despiertan........

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