Por: Eduardo Claure

El poder y la función de la ociosidad no ha sido todavía adecuadamente apreciados. Mi abuela materna, nos tenía atiborrados de dichos, refranes y sentencias, y entre ellas, aquello de “La ociosidad es la madre de todos los vicios”, bueno, bien por ella, que sí sabía decir las cosas o, daba adecuado uso al chicote. Moralistas y doctos de todos los tiempos le han vituperado, e innumerables proverbios, expositores de sus males, se han convertido en convicciones populares; por ejemplo: “La ociosidad engendra el aburrimiento”. “La ociosidad, no el trabajo, es la maldición del hombre”. “La ociosidad es el principio del pecado”. “La ociosidad destruye el cuerpo, como el orín destruye el hierro”. “La ociosidad hace que se pudra el mundo”. “La ociosidad es el pan de Satanás”. He aquí sólo algunos de los dichos tradicionales, aceptados sin crítica por la mayoría.
Para contrarrestarlos y contrarrestar la exagerada creencia en su verdad, es necesario decir algo en loor de la ociosidad, en testimonio de su gran fuerza moral y su gran función. Decimos enfáticamente que, más que muchos deberes y mandamientos positivos, es capaz de perfeccionar el alma del hombre, de mantener despierta su conciencia, de hacer confesar sus pecados, de mejorar su conducta.
La ociosa hora crepuscular de pasajeras, revoloteantes fantasías, de vacilantes agitaciones y meditaciones, de caprichoso, inseguro vagar en el espacio del mundo, sin designio ni intento -esa hora en que el alma abandona su ocupación normal, se sacude el polvo de sus actividades intencionadas, sale sola y libre a holgazanear con pie suelto, sin deberes, indulgente consigo misma- es a menudo mucho más valiosa que las horas de labor. Es en sí una labor, sin esfuerzo, de purificación de sí mismo. Con frecuencia, también, conduce al hombre, en los senderos mismos del vagar ocioso, a maravillosas penetraciones, le permite descubrir riquezas que nunca buscó -recompensa- de la distracción. Es especialmente apta para barrer esas capas anímicas del hábito que son un obstáculo para el conocimiento de sí mismo y la aprehensión de las propias racionalizaciones. Despeja el camino a dudas y recelos -padres de toda verdad-, e interrogaciones y críticas de lo que se acepta por axioma; hace que uno se acuerde de sí mismo -en el sentido de la anamnesis platónica- y le devuelve algo de su propia pérdida. Además, todos nuestros trajines -aun los del estudio, observación y adquisición de informes valiosos, de los esfuerzos inteligentemente dirigidos de la investigación erudita y la experimentación científica- son deficientes en fertilidad cuando van ligados a una subsiguiente hora de ociosidad, de vacaciones respecto a ellos y sus propiedades y usos -una hora de caprichoso descanso-, de apartamiento e indiferencia espirituales.
El alma necesita reposo, largos espacios de asuetos, de festividad. Con harta frecuencia, las conquistas espirituales se deben más a las horas de asueto que a los días de labor y obra.
Cierto que la ociosidad engendra el aburrimiento. Pero, por otra parte, muchos actos son hijos de la ociosidad, como dijo Georg Buechner: “Estudian por aburrimiento, oran por aburrimiento, se enamoran por aburrimiento, y finalmente se mueren de aburrimiento”. Por tanto, el asueto constituye una prueba de la gravedad o fuerza espiritual del hombre. Habla en contra de un hombre el que no pueda estar ocioso por un tiempo algo largo y que el ocio le fuerce a emprender asuntos y actos, dignos o indignos, para escapar del puro aburrimiento. Habla en favor de un hombre el que pueda sufrir un largo periodo de ocio sin aburrirse y no tenga que emprender la fuga en ruidosa humareda y excitantes juegos. En verdad, el talento de estar ocioso, según la expresión de Nietzsche, es un talento poseído por almas exquisitas.
La ociosidad es especialmente valiosa cuando es lo que Schopenhauer llama “un Sabbat para el agobiador trabajo de la Voluntad”, cuando conduce a un estado de pura contemplación, de pensamiento sin la espina de una intensión a priori y sin ningún propósito espiritual o material. El pensamiento forma parte de los cimientos integrantes de la moralidad, no sólo porque tiene el poder de dominar deseos y pasiones sin ninguna tendencia franca a confesar o purificar; el pensamiento posee en su propia naturaleza la cualidad del bautismo y la confesión. Tiene la capacidad de redimir el alma de “intereses mezquinos” y de desposarla con el Ser en su plenitud. Citemos una bella definición de Alexander Bain: “Pensar es hacer una pausa en el hablar y el obrar”. Esta pausa es ociosidad fructífera. Faltando la ociosidad, el pensamiento humano es indigno de su nombre; está contaminado por una mezcla de elementos extraños a su carácter; no goza de la propia renovación y el estímulo que proceden de la contemplación desinteresada. El que está siempre ansiosamente fijado en sus intereses, sean estos de carácter practico o teórico, el que está siempre atareado en su asignada labor y no tiene tiempo para ociosos pensamientos -pensamientos que no entren en el foco de sus intereses- gradual y seguidamente, degenerará en espíritu. Todos los bienes mentales que adquirió para sí y para otros no bastarán para protegerle; todos sus créditos en el libro de cuentas morales no le salvarán de ser juzgado por su pecado de excesiva tarea que desalojó su alma del mundo de la pura contemplación. Tiempo hace lo advirtieron los cabalistas; enseñaban: “Al Mundo del Obrar, que no tenga Apareamiento Espiritual en todo el año, se le llama Noche”. De ahí que fuesen tan pródigos en su elogio del reposo sabático, considerado por la tradición hebrea como una muestra o anticipado gusto del Cielo, gozado en esta vida.
Es lamentable que la pedagogía contemporánea no haya todavía reconocido debidamente los beneficios educativos resultantes del tiempo dado a la ociosidad, como no ha reconocido debidamente los peligros resultantes de la perseverancia, embotadora del alma, en tareas inútiles. En otro caso, habría establecido entre sus reglas -no meramente para los jóvenes, sino también, y más destacadamente, para los adultos- este mandamiento: Deja sitio en tu alma para el asueto y la ociosidad. O, resultarás parecido al vice….diría mi abuela querida.

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Elogio a la ociosidad

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22.02.2024

Por: Eduardo Claure

El poder y la función de la ociosidad no ha sido todavía adecuadamente apreciados. Mi abuela materna, nos tenía atiborrados de dichos, refranes y sentencias, y entre ellas, aquello de “La ociosidad es la madre de todos los vicios”, bueno, bien por ella, que sí sabía decir las cosas o, daba adecuado uso al chicote. Moralistas y doctos de todos los tiempos le han vituperado, e innumerables proverbios, expositores de sus males, se han convertido en convicciones populares; por ejemplo: “La ociosidad engendra el aburrimiento”. “La ociosidad, no el trabajo, es la maldición del hombre”. “La ociosidad es el principio del pecado”. “La ociosidad destruye el cuerpo, como el orín destruye el hierro”. “La ociosidad hace que se pudra el mundo”. “La ociosidad es el pan de Satanás”. He aquí sólo algunos de los dichos tradicionales, aceptados sin crítica por la mayoría.
Para contrarrestarlos y contrarrestar la exagerada creencia en su verdad, es necesario decir algo en loor de la ociosidad, en testimonio de su gran fuerza moral y su gran función. Decimos enfáticamente que, más que muchos deberes y mandamientos positivos, es capaz de perfeccionar el alma del hombre, de mantener despierta su conciencia, de hacer confesar sus pecados, de mejorar su conducta.
La ociosa hora crepuscular de pasajeras, revoloteantes fantasías, de vacilantes agitaciones y meditaciones, de caprichoso, inseguro vagar en el espacio del mundo, sin designio ni intento -esa hora en que el alma abandona su ocupación normal, se sacude el polvo de........

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