Pasan las Navidades —las semanas de más consumo de una sociedad ya de por sí consumista— y en las jugueterías y departamentos de los grandes almacenes se alinean las cajas de juguetes como soldados en formación que, detrás de sus ventanas de plástico, esperan pacientemente la orden para marchar. Pocos lugares simbolizan mejor la alienación del capitalismo tardío que los grandes centros comerciales, espacios separados del espacio público —en algunos casos incluso se diseñan para ser un simulacro del mismo, con sus propias calles y plazas— en los que se presentan todo tipo de objetos producto del trabajo en un entorno escénico, que acentúa las cualidades inmateriales —reales o supuestas, amplificadas o inducidas por la publicidad— de los mismos, a disposición del cliente que pueda permitírselos: la apoteosis del fetichismo de la mercancía.

“La cualidad fetichista que adquiere la mercancía afecta a la misma sociedad productora de mercancías, no ciertamente como ella es en sí, sino tal como continuamente se imagina a sí misma y cree comprenderse cuando se abstrae del hecho de que precisamente produce mercancías”, escribe Walter Benjamin en su Libro de los pasajes (Akal, 2005). “La imagen que de este modo produce de ella misma, y la que suele intitular como su cultura, corresponde al concepto de fantasmagoría —continúa—, Wiesengrund la define ‘como un bien de consumo en el que nada debe recordar cómo llegó a ser: se la hace mágica en la medida en que el trabajo acumulado en ella aparece en el mismo instante como sobrenatural y sagrado, dado que ya no se lo puede reconocer como trabajo’”.

Una de las ventajas de analizar una película —y el fenómeno social que la acompaña— a toro pasado es la de poder hacerlo sin la presión social del momento. Barbie (Greta Gerwig, 2023) es un claro ejemplo. Su histórica recaudación en taquilla —es la película que más ha recaudado en 2023 y en toda la historia de Warner Bros— y buenas críticas no son habituales, como tampoco lo fue su repercusión en el debate en redes sociales en lo que, de entrada, no parecía ser más que la última iteración en el ciclo cultural de explotación de la propiedad intelectual (IP) —la adaptación cinematográfica de un juguete, nada menos—.

Las buenas críticas y amplia repercusión social no deberían sorprendernos demasiado: Warner destinó 150 millones de dólares a su promoción, cinco millones más que los 145 destinados a su producción para una estrategia comercial que, en palabras de la propia compañía en un comunicado de prensa, busca crear “puntos de contacto multigeneracionales” de manera que “puedas interactuar con la marca sin importar en qué edad te encuentres”. Es, desde luego, muy difícil pensar que una empresa multinacional destinará 145 millones de la primera película de su división cinematográfica, Mattel Films, a un producto de riesgo.

Es una cantidad más que suficiente como para contratar desde un impecable diseño de producción a un elenco de actores reconocidos —desde Margot Robbie y Ryan Gosling hasta Helen Mirren y Will Ferrell— y un celebrado compositor para su banda sonora como Mark Ronson —aunque menos conocido para el gran público, ha sido el productor de Amy Winehouse o Lady Gaga, entre otros—, todo ello bajo la dirección creativa de una cineasta solvente como Greta Gerwig. El resultado, por supuesto, es un eficaz producto de entretenimiento ligero de casi dos horas, con dosis clínicamente medidas de comedia y números musicales. A un espectador crítico, no obstante, el visionado de Barbie debería causarle cierta desazón.

No se trata de la trivialidad del material de origen ni del product placement —Chevrolet, Corvette, TAG Heuer o Chanel son algunas de las marcas que desfilan por la película—, sino de algo más inquietante, a saber: que Hollywood ha dado con una fórmula capaz de anular y hasta seducir a los espectadores escépticos, a partes iguales un “feminismo” acorde al neoliberalismo progresista que acuñó Nancy Fraser y una posironía que se avanza a la crítica y, al menos en un primer momento, la desarma. Como quiera que Barbie ya contiene en sí, como una matrioshka, las críticas más conocidas a la muñeca y su impacto sociocultural —desde sus imposibles medidas físicas originales hasta las estrategias agresivas de comercialización—, y además las expone con sentido del humor, sus críticos no pueden ser más que marxistas ceñudos o conservadores reaccionarios.

Como ironizaba Caspar Salmon, en internet hemos llegado a ver encendidas defensas de la película, recordándonos que Gerwig tiene influencias de Max Ophüls y Jacques Tati, “como si eso confiriese una mayor legitimidad a una película que usa la IP para hacer dinero para una empresa juguetera que vende muñecas vacuas e hipersexualizadas”. La táctica ha surtido su efecto: Barbie ha dejado de ser un término con connotaciones negativas para la izquierda y hasta las figuras más destacadas de la nueva izquierda han peregrinado a las salas de cine vestidas del inevitable color rosa. Mattel ya prepara trece películas sobre sus productos. “La idea parece ser: mirad, los malos han ganado, así que todos deberíamos aceptarlo; puesto que todos estamos hipersexualizados, lo mejor es que lo hagamos de una manera más igualitaria; puesto que las grandes corporaciones lo dominan todo ahora, lo mejor es que pongamos una pizca de nous artístico a la presentación de su producto.”

Como ha observado agudamente Emma Flint, el “mensaje” de la película lo es menos si se hace una segunda lectura más atenta: “Al final, las Barbies se adhieren a los mismos estándares. En vez de convertirse en una matriarquía, que busca encontrar el poder en su interior, en oposición a ejercerlo sobre los demás, las Barbies terminan manteniendo un poder absoluto sobre los Kens. Nadie está liberado del golpe de Ken: simplemente recibe una fabulosa capa de pintura rosa. Se ha formado un consenso crítico sobre la base de que es correcto diluir a los Kens a una parodia de sí mismos porque no están sufriendo más que la misma humillación que han soportado las mujeres. Sin embargo, el que las Barbies actúen como hombres del mundo real en última instancia no hace sino continuar el largo legado de influencia masculina en vez de sofocarlo”.

Los dardos que se arrojan en Barbie contra los ejecutivos de Mattel aciertan a dar en espaldas muy anchas y riñones forrados (si es que habían sido lanzados en serio): su estrategia de expansión se ha traducido en un aumento del 9% de las ventas (un 27% en su línea de muñecas) solamente entre julio y septiembre. No es un mal resultado teniendo en cuenta que las ventas de la muñeca epónima habían registrado una caída en 2016 y otra en 2017, al punto que la BBC llegó a titular que Barbie había pasado de moda. “Como los ejecutivos de Mattel ahora sienten que necesitan hablar el lenguaje del feminismo para vender más efectivamente a las mujeres, lo hacen enérgicamente”, señala correctamente Natasha Walter.

La película, por cierto, pasa de puntillas sobre los orígenes de la propia muñeca, una adaptación de Bild Lilli —basada en una tira cómica para adultos que Reinhard Beuthien publicaba en el tabloide alemán del mismo nombre— que la cofundadora de Mattel, Ruth Handler, adquirió en Hamburgo y que llegó a tener su propia adaptación cinematográfica, Lilli – ein Mädchen aus der Grosstadt (Hermann Leitner, 1958), con la actriz danesa Ann Smyrner en el papel protagonista. Mattel compró sus derechos en 1964 y cesó la producción. De manera no muy diferente, Mattel ha hecho suya la canción “Barbie Girl” de Aqua —en una versión de Nickij Minaj y Ice Spice que suena durante los créditos finales de la película— después de haber demandado judicialmente al grupo años antes por violación de los derechos de autor (la demanda fue desestimada en el 2002).

Un marxista heterodoxo como Pier Paolo Pasolini intentó prevenir contra esta tendencia con una reflexión que ha retornado en estos últimos años como un mensaje en una botella arrojado al mar: “El capitalismo es hoy el protagonista de una gran revolución interna: se está convirtiendo, revolucionariamente, en neocapitalismo. La revolución neocapitalista se presenta taimadamente como opositora, en compañía de las fuerzas del mundo que van hacia la izquierda. En cierto modo, él mismo va hacia la izquierda. Y yendo (a su modo) hacia la izquierda tiende a englobar todo lo que marcha hacia la izquierda”. Con menos pathos y más sorna, John Carpenter ha despachado la película con un fino sentido del humor: “Puedo hacer un resumen de lo que entendí de Barbie. Ella dice que no tiene vagina, pero al final asegura que va a acudir a un ginecólogo. Eso es la película para mí. Creo que hay un asunto sobre el patriarcado por ahí, pero me lo perdí”.

El fenómeno social de este verano con Barbie no puede hacer más que recordar a Perky Pat. Los lectores de Philip K. Dick saben a qué me refiero. Para crearla, el escritor de ciencia ficción estadounidense se inspiró al ver a sus hijas jugar con muñecas Barbie. La primera de las historias en la que aparece Perky Pat se le ocurrió a Dick “en un relámpago, cuando vi a mis hijas jugar con muñecas Barbie: obviamente, estas muñecas anatómicamente superdesarrolladas no estaban pensadas para ser usadas por niños, o, más exactamente, no deberían haberlo estado”, explicó años después. “Barbie y Ken consistían en dos adultos en miniatura: la idea es que la compra de un sinfín de nueva ropa para estas muñecas era algo necesario si Barbie y Ken tenían que vivir de acuerdo con el tren de vida al que estaban acostumbrados —seguía—, llegué a tener visiones de Barbie entrando en mi dormitorio por la noche y diciendo: ‘necesito un abrigo de visón’, o, incluso peor, ‘hey, machote… ¿quieres venirte a Las Vegas en mi Jaguar XKE?’ Tenía miedo de que mi mujer me encontrase con Barbie y que me pegase un tiro”.

La muñeca Perky Pat aparece por primera vez en un relato breve de Dick, Los días de Perky Pat (1963). En este cuento, los supervivientes de una guerra nuclear —llamados “carambolos” (flunkers) porque han sobrevivido al conflicto “por una carambola”— en Estados Unidos, condenados a vivir en pozos subterráneos en los que se refugian de la radiación y los peligrosos animales mutados que habitan la superficie, se entretienen jugando a la muñeca Perky Pat, intentando recrear con elaborados escenarios lo que era la vida hiperconsumista antes de la catástrofe. Los carambolos reciben de unos extraterrestres que nunca entran en contacto con ellos periódicos envíos de ayuda que dejan caer sobre el planeta desde sus naves, pero como están totalmente infantilizados, más allá de los alimentos de consumo inmediato no saben qué hacer con ellos: Norman Schein, uno de los personajes del relato, utiliza unos componentes electrónicos enviados para montar un ordenador para fabricar una unidad de eliminación de basuras para la cocina de Perky Pat, completamente ajeno a su uso real.

Dos años después, Dick recuperó a Perky Pat para Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1965). En este libro, uno de los más celebrados de su autor, la humanidad ha comenzado a colonizar los planetas y satélites del sistema solar con la esperanza de ofrecer un nuevo hogar a los habitantes de un planeta Tierra con temperaturas cada vez más insoportablemente altas debido al calentamiento global. La vida en las colonias es también dura, en entornos casi siempre áridos y hostiles, sin luz solar y con pocas diversiones, por lo que muy pocos participan voluntariamente en el programa de colonización espacial de la ONU. “Aquí aprenderá a vivir al día”, confiesa uno de los habitantes de un refugio marciano al protagonista de la novela, “nunca piense en el futuro, nunca piense más allá de la hora de cenar o de ir a acostarse: intervalos, tareas y placeres muy regulares, distracciones”. Una de las distracciones de los colonos es el consumo de una sustancia psicoactiva —en este futuro, como en otros del autor, el mundo ha dado el brazo a torcer en “la guerra contra las drogas” y la élite ha optado por instrumentalizarla en beneficio propio para mantener a sus congéneres funcionales—, el Can-Di, que, consumida frente a las muñecas Perky Pat —con sus múltiples y variados accesorios—, permite a los colonos evadirse y vivir las vidas de fantasía de las muñecas durante las horas que dura su efecto. Ambas están distribuidas por la misma empresa, Equipos P.P. Así describe el autor (en traducción de Marcelo Lombetta) el despertar de una traslación de Perky Pat:

“… Se estremeció y vio, de nuevo, el compartimento con el camastro de metal, el lavabo, la mesa, el calentador… y, dispersas en el suelo, inertes y vacías, las carcasas de Tod y Helen Morris, de Fran y Norm Schein y de Mary, su mujer; tenían los ojos abiertos y la mirada vacía; apartó la mirada, asqueado.

En el suelo, entre ellos, yacía el kit de accesorios; miró hacia abajo y vio las muñecas de Walt y Pat colocadas al borde del océano, cerca del Jaguar estacionado. Evidentemente, Perky Pat tenía puesto el casi invisible traje de baño sueco, y cerca de ellos descansaba la diminuta cesta de pic-nic.

Y junto a los accesorios: un papel de envolver marrón que había contenido el Can-Di; entre los cinco lo habían masticado todo, e incluso en aquel momento, mientras miraba de mala gana, vio chorrear de la boca inerte y abúlica de cada uno de ellos un hilo brillante de baba marrón”


No es necesario desarrollar, pues la parábola es clara en ambos casos. Dejemos a los ociosos discutir quién ha ganado la batalla en taquilla este año, si Barbie u Oppenheimer: Philip K. Dick ha ganado a todos ellos.


QOSHE - Creíais haber visto ‘Barbie’ y estabais comenzando a alucinar con Perky Pat - Àngel Ferrero
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Creíais haber visto ‘Barbie’ y estabais comenzando a alucinar con Perky Pat

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29.12.2023

Pasan las Navidades —las semanas de más consumo de una sociedad ya de por sí consumista— y en las jugueterías y departamentos de los grandes almacenes se alinean las cajas de juguetes como soldados en formación que, detrás de sus ventanas de plástico, esperan pacientemente la orden para marchar. Pocos lugares simbolizan mejor la alienación del capitalismo tardío que los grandes centros comerciales, espacios separados del espacio público —en algunos casos incluso se diseñan para ser un simulacro del mismo, con sus propias calles y plazas— en los que se presentan todo tipo de objetos producto del trabajo en un entorno escénico, que acentúa las cualidades inmateriales —reales o supuestas, amplificadas o inducidas por la publicidad— de los mismos, a disposición del cliente que pueda permitírselos: la apoteosis del fetichismo de la mercancía.

“La cualidad fetichista que adquiere la mercancía afecta a la misma sociedad productora de mercancías, no ciertamente como ella es en sí, sino tal como continuamente se imagina a sí misma y cree comprenderse cuando se abstrae del hecho de que precisamente produce mercancías”, escribe Walter Benjamin en su Libro de los pasajes (Akal, 2005). “La imagen que de este modo produce de ella misma, y la que suele intitular como su cultura, corresponde al concepto de fantasmagoría —continúa—, Wiesengrund la define ‘como un bien de consumo en el que nada debe recordar cómo llegó a ser: se la hace mágica en la medida en que el trabajo acumulado en ella aparece en el mismo instante como sobrenatural y sagrado, dado que ya no se lo puede reconocer como trabajo’”.

Una de las ventajas de analizar una película —y el fenómeno social que la acompaña— a toro pasado es la de poder hacerlo sin la presión social del momento. Barbie (Greta Gerwig, 2023) es un claro ejemplo. Su histórica recaudación en taquilla —es la película que más ha recaudado en 2023 y en toda la historia de Warner Bros— y buenas críticas no son habituales, como tampoco lo fue su repercusión en el debate en redes sociales en lo que, de entrada, no parecía ser más que la última iteración en el ciclo cultural de explotación de la propiedad intelectual (IP) —la adaptación cinematográfica de un juguete, nada menos—.

Las buenas críticas y amplia repercusión social no deberían sorprendernos demasiado: Warner destinó 150 millones de dólares a su promoción, cinco millones más que los 145 destinados a su producción para una estrategia comercial que, en palabras de la propia compañía en un comunicado de prensa, busca crear “puntos de contacto multigeneracionales” de manera que “puedas interactuar con la marca sin importar en qué edad te encuentres”. Es, desde luego, muy difícil pensar que una empresa multinacional destinará 145 millones de la primera película de su división cinematográfica, Mattel Films, a un producto de riesgo.

Es una cantidad más que suficiente como para contratar desde un impecable diseño de producción a un elenco de actores reconocidos —desde Margot Robbie y Ryan Gosling hasta Helen Mirren y Will Ferrell— y un celebrado compositor para su banda sonora como Mark Ronson —aunque menos conocido para el gran público, ha sido el productor de Amy Winehouse o Lady Gaga, entre otros—, todo ello bajo la dirección creativa de una cineasta solvente como Greta Gerwig. El resultado, por supuesto, es un eficaz producto de entretenimiento ligero de casi dos horas, con dosis clínicamente medidas de comedia........

© El Salto


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