En el colegio habíamos naturalizado el miedo. Y parecía que la educación fuese acostumbrarse a vivir bajo el ojo vigilante y omnipresente de un Gran Hermano amenazador y violento. Pero cambiamos de década y los 80 iniciaron nuestra adolescencia. Entonces llegamos al Instituto y sentimos, casi de un modo físico, el golpe violento de la libertad. Como si en las aulas hubiésemos estado años respirando un aire enrarecido y de repente un soplo oxigenado y fresco ensanchase nuestros pulmones.

Escuchábamos Radio 3, veíamos La Bola de Cristal, recibíamos el Boletín de Discoplay y asistíamos a aquel estallido creativo como emocionados espectadores distantes. Recuerdo aquellos años con parecido sesgo al de los demás nostálgicos de mi generación: como si cada día trajese la promesa de un nuevo asombro.

Pero si algo estaba pasando, desde luego era lejos de allí. Aquel pequeño pueblo de interior, conservador y algo chismoso, había sido un amable espacio de juegos para nuestras correrías infantiles: las cabañas en árboles o coches abandonados, las jaurías de niños explorando distancias kilométricas en bicicleta para robar fruta o los partidos de fútbol en la calle.

Pero ahora el mismo lugar, inane, culturalmente yermo, se percibía agotado y como un freno a una libertad diferente que demandaba de otros estímulos para expandirse. A los niños les basta el espacio físico para ser libres pero, más mayores, necesitábamos espacios sociales. Nos sentíamos libres para otras cosas pero, ¿Qué se podía hacer allí?

Como en esas películas de David Lynch en las que una comunidad misteriosa y excitante habita en el subsuelo de una sociedad tradicional, no tardamos en descubrir que existía ese sitio distinto. Había una generación anterior a la nuestra que había conseguido crear un tejido civilizatorio y contestatario izando la bandera de la cultura. Una generación que había permanecido oculta a nuestros ojos infantiles bajo el estigma de ser peligrosos conspiradores contra el orden social. Acercarse a sus territorios estaba radicalmente prohibido, y cuando osamos atravesar el portalón que nos introducía en el viejo casino que albergaba su Asociación Cultural, nos pareció estar siendo observados por mil ojos censuradores y, de algún modo, cruzar un puente que nos separaba definitivamente de la infancia.

Aquellas personas eran mayoritariamente militantes del BNG pero también había sindicalistas de raza, comunistas de grupúsculos hoy olvidados o librepensadores vinculados a la izquierda. Todos ellos nos acogieron en sus círculos, en sus actividades, en sus charlas de barra en los viejos bares de madera donde se cambiaba el mundo. Fueron pacientes con nuestras impertinencias, con nuestra arrogancia juvenil y nos transmitieron sus distintas visiones del mundo de un modo sencillo, generoso y amable.

Aquella Asociación programó infinitas mesas redondas, cineclubs, conferencias, vistas al patrimonio histórico y paisajístico, exposiciones y debates en los que a veces se anticiparon a cuestiones que hoy aún son candentes. En su escuela de ajedrez aprendí a jugar, se atrevió con el primer concierto de rock de aquel pueblo, publicó fanzines y programó lunáticos carnavales. Pero, al margen de la actividad reglada, en aquel ecosistema libertario también pudimos ver de un modo natural otras prácticas distintas a la heterosexualidad, que entonces se imponía con una violencia muchísimo más coactiva que hoy. También en aquellos bares conversamos por primera vez con personas que se declaraban feministas o ecologistas y escuchamos argumentos que eran radicalmente distintos a lo que irreflexivamente habíamos asumido por verdaderos. Entre todos, pese a la abierta hostilidad que recibían de la sociedad respetable, expandieron nuestros horizontes, enriquecieron nuestras vidas y, sobre todo, nos mostraron alternativas, otros modos vitales posibles.

Pero esto no nos sucedió únicamente a nosotros. Con los años descubrí que de modos similares el fenómeno se daba en pueblos y villas pequeñas de toda Galicia. Yen Betanzos, Cangas, Noia, Cee... había otros como yo abriendo su mundo en idénticos espacios de aprendizaje y creatividad.

En el Instituto, tuve la enorme suerte de recibir clases de literatura de Paco Rodríguez, el que luego sería parlamentario del BNG en Madrid. Todo el mundo tiene un profesor de referencia, el mío fue él. Nos enseñó a analizar un texto, a penetrar en sus significados no evidentes, a atender a su contexto social y psicológico. Desdeñaba el estudio de la literatura como una cansina memorización de hitos y se volcaba en los textos. De repente, en aquel tiempo de descubrimiento se operaron nuevas maravillas: los libros se convirtieron en otra cosa, adquirieron una magnitud extraordinaria como si hubiesen crecido en todas sus dimensiones rompiendo las costuras de la estrechez academicista en la que antes los habíamos estudiado. Igualmente los autores, que hasta entonces eran poco más que nombres y fechas, adquirieron corporeidad y se nos presentaron en su imperfecta e inasible humanidad.

Paco nos enseñó a leer. Nos enseñó también a reinterpretar la realidad y a poner bajo sospecha lo que se nos presentaba como natural o incontrovertible. También nos enseñó a apreciar nuestra cultura, que hasta entonces juzgábamos bajo gruesas capas de menosprecio jocoso. A partir de él, aquellos autores, Rosalía, Celso Emilio, Castelao...se elevaron distancias cósmicas en nuestra valoración. Y comprendimos que nos habían usurpado su importancia.

También luego descubrí que en otros Institutos, en otros pueblos, había otros Pacos enseñando historia, galego, biología, filosofía..., igualmente vocacionales, didácticos, rebeldes, cultos, inteligentes, comprometidos con sus alumnos. Y hay casi como una ley de hierro en los recuerdos nostálgicos de los que componemos mi generación: si tuviste la suerte de tener un profesor “del Bloque” fue del que más aprendiste.

Con Paco Rodríguez, muy a su pesar, se nos mostró claramente la violencia invisible que ejercía el nacionalismo español sobre los periféricos. Entonces, se estilaba que en el día de la Constitución algún ponente fuese a los institutos a cantar sus alabanzas. En una de estas charlas, Paco y el conferenciante debatieron crudamente y esa misma tarde se presentaron dos coches de la Guardia Civil en el Instituto para indagar si se había hecho apología del terrorismo, algo que de ningún modo había ocurrido. Nosotros, que hacíamos burla y tratábamos de fantasías conspiranoicas las denuncias de acoso y espionaje policial que decía sufrir la militancia nacionalista empezamos a preguntarnos: “¿pero qué ocurre aquí?”.

En el 23F muchos huyeron a Portugal. Cuando regresaron tras fracasar el golpe, a la sociedad bienpensante no le escandalizó que el nombre de estas personas figurase en las listas de asesinables que circularon después, sino que con indisimulado desprecio los acusaban de cobardes. Corrían como conejos en el 23F, decían entre risitas, como si los machos hubiesen sido los golpistas.

Como no pudieron matarlos, intentaron encarcelarlos. Y así, tras un proceso judicial plagado de arbitrariedades, Paco Rodríguez, el autor de la tesis canónica sobre Rosalía de Castro, ingresó en la prisión de A Lama bajo la falsa acusación de haber quemado una bandera. Aunque luego el Tribunal Constitucional anularía la sentencia, la persecución ideológica contra estos intelectuales se nos hizo absolutamente evidente. Pensábamos entonces: ¿Quiénes son aquí los cobardes?

En mi Instituto editábamos una revista. Por aquel entonces yo estaba embobado con Los hermanos Karamazov y El Anticristo, así que escribí una crítica contra el cristianismo. Aunque hoy los nostálgicos recuerdan aquellos años como un paraíso de libertad, al día siguiente se suspendieron las clases para celebrar un claustro extraordinario. Los profesores de religión y filosofía pedían mi cabeza y mi expulsión. Hasta el párroco del pueblo abandonó su iglesia para patrullar los pasillos del centro con su sotana negra y mirada torva. Los alumnos me “agradecían” la hora libre y me daban palmaditas en la espalda consolándome como si fuese al matadero. Entonces, fueron los profesores “del Bloque” los que sacaron la cara por mí -que ni era galegofalante ni simpatizante-, los que defendieron a cara de perro mi libertad de expresión y los que me salvaron de una expulsión cantada.

Cuarenta años después, he visto mi experiencia reproducirse en incontables ocasiones. Y por toda la geografía galega, cuando los vecinos se sienten víctimas de un abuso, llaman a “los del Bloque” -aunque no los voten-. Y cuando un trabajador tiene un problema grave en su puesto de trabajo acude a pedir socorro a los sindicalistas de la CIG, el sindicato nacionalista. Como otra ley de hierro que conoce hasta el último de los trabajadores gallegos, solo en la CIG puedes confiar para defender tus derechos.

Con el tiempo, el BNG fue penetrando en las corporaciones municipales obteniendo una representación -salvo rutilantes excepciones- al principio minoritaria. Sin embargo, su presencia estaba muy lejos de ser simbólica o inane. El concejal del BNG en mi pueblo era carpintero. Esto despertó el clasismo burlón de las fuerzas vivas: ¿qué puede saber un carpintero de gestión? Pero no tuvo que transcurrir mucho tiempo para que incluso circunspectos funcionarios reconociesen que aquel carpintero era “el único que se leía los expedientes”. El “del Bloque” en mi pueblo y en todos los otros pueblos, revisaba cada gasto, cada papel y ejercía de incansable mosca cojonera y estricto guardián de la legalidad. La vigilancia permanente de aquel concejal solitario, que se repetía en cada rincón de Galicia donde obtenían representación, tenía un efecto disuasorio sobre las arbitrariedades o ilegalidades rampantes acostumbradas en las mayorías absolutas del PP. Y, cuando menos, las hacía visibles. Pero no solo eso, en el muchas veces grosero ecosistema de la política local conservadora, “el del Bloque” solía ejercer de contrapunto profesional, capacitado, serio, frente al hacer político conservador, habitualmente populachero y zafio.

Cuando hoy vemos la imagen de natural cercanía y competencia que transmite su candidata, Ana Pontón, y la contraponemos a los chabacanos spots publicitarios de Rueda, conduciendo un autobús y llenándolo de músicos de orquesta a los que solo les faltan los cubatas, los dos arquetipos reproducen a la perfección lo que el PP y el BNG llevan representando décadas en Galicia.

Huelga decir que probablemente ni todos los profesores del BNG eran maravillosos, ni todos sus militantes dinamizadores culturales, ni todos los concejales trabajadores infatigables, ni todos los sindicalistas nobles adalides. Pero lo importante es que ese es el arquetipo que se ha trasladado a la sociedad gallega y que ha calado hasta tal punto que ni siquiera sus adversarios son capaces de cuestionarlo.

El biólogo Sean B. Carroll ha demostrado que existen un cierto tipo de especies que son fundamentales para la salud y la biodiversidad de un ecosistema. Son aquellas a las que llama “reguladores clave” y que ejercen un impacto desproporcionadamente grande sobre su entorno. No tienen por qué ser muy numerosas pero su influencia es fundamental en la dinámica general de todo el hábitat y su presencia desata efectos positivos en cascada.

Creo que el BNG es uno de estos “reguladores clave” y sospecho que la sociedad gallega sería muy, muy distinta, de no haber mediado su influencia irradiadora. Los resultados electorales, adulterados por una ley electoral ventajista, no son capaces de transmitir el verdadero carácter de Galicia, un territorio más dinámico, creativo y comprometido de lo que las mayorías absolutas del PP podrían sugerir. Y tengo la impresión de que la interacción socio-histórica del BNG con la sociedad gallega explica en gran parte ese dinamismo y que, de no haber existido, la conciencia medioambiental sería muy otra, la sensibilidad feminista o LGTBI sería muy otra, la conciencia de justicia social sería muy otra, las condiciones sociolaborales serían muy otras, el reconocimiento de nuestra cultura y patrimonio -no digamos de la lengua- sería muy otro y la riqueza creativa y artística sería muy otra.

Por supuesto, no trato de decir que todo aquello que es virtuoso y digno de legítimo orgullo en nuestra sociedad lleve su firma. Ni de lejos. Pero sí que su esfuerzo ha contribuido a generar un sustrato fecundo donde otros y otras, distintos y muchas veces discrepantes, podemos desarrollarnos y expresarnos mejor, vivir mejor. Y, sobre todo, soñar mejor.

En todos esos años acertaron y se equivocaron, nos cayeron bien y mal, nos han parecido admirables y también insufribles, luminosos intelectuales y sectarios sabelotodo, los votamos y los dejamos de votar, pero siempre han estado ahí acompañando nuestro periplo vital, y nunca hemos dejado de verlos como parte fundamental del paisaje, intrincados en todas aquellas causas que merecían la pena. Mi sensación de que les debemos algo, de que como sociedad tenemos una deuda con todas esas generaciones pasadas y presentes que han contribuido a hacernos más diversos, más críticos, más conscientes y orgullosos de nosotros mismos. Yo, desde luego, la tengo y sé que mi mundo hubiese sido más pobre sin ellos.

QOSHE - ¿Cómo sería Galicia sin el BNG? - Jorge Armesto
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¿Cómo sería Galicia sin el BNG?

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02.02.2024

En el colegio habíamos naturalizado el miedo. Y parecía que la educación fuese acostumbrarse a vivir bajo el ojo vigilante y omnipresente de un Gran Hermano amenazador y violento. Pero cambiamos de década y los 80 iniciaron nuestra adolescencia. Entonces llegamos al Instituto y sentimos, casi de un modo físico, el golpe violento de la libertad. Como si en las aulas hubiésemos estado años respirando un aire enrarecido y de repente un soplo oxigenado y fresco ensanchase nuestros pulmones.

Escuchábamos Radio 3, veíamos La Bola de Cristal, recibíamos el Boletín de Discoplay y asistíamos a aquel estallido creativo como emocionados espectadores distantes. Recuerdo aquellos años con parecido sesgo al de los demás nostálgicos de mi generación: como si cada día trajese la promesa de un nuevo asombro.

Pero si algo estaba pasando, desde luego era lejos de allí. Aquel pequeño pueblo de interior, conservador y algo chismoso, había sido un amable espacio de juegos para nuestras correrías infantiles: las cabañas en árboles o coches abandonados, las jaurías de niños explorando distancias kilométricas en bicicleta para robar fruta o los partidos de fútbol en la calle.

Pero ahora el mismo lugar, inane, culturalmente yermo, se percibía agotado y como un freno a una libertad diferente que demandaba de otros estímulos para expandirse. A los niños les basta el espacio físico para ser libres pero, más mayores, necesitábamos espacios sociales. Nos sentíamos libres para otras cosas pero, ¿Qué se podía hacer allí?

Como en esas películas de David Lynch en las que una comunidad misteriosa y excitante habita en el subsuelo de una sociedad tradicional, no tardamos en descubrir que existía ese sitio distinto. Había una generación anterior a la nuestra que había conseguido crear un tejido civilizatorio y contestatario izando la bandera de la cultura. Una generación que había permanecido oculta a nuestros ojos infantiles bajo el estigma de ser peligrosos conspiradores contra el orden social. Acercarse a sus territorios estaba radicalmente prohibido, y cuando osamos atravesar el portalón que nos introducía en el viejo casino que albergaba su Asociación Cultural, nos pareció estar siendo observados por mil ojos censuradores y, de algún modo, cruzar un puente que nos separaba definitivamente de la infancia.

Aquellas personas eran mayoritariamente militantes del BNG pero también había sindicalistas de raza, comunistas de grupúsculos hoy olvidados o librepensadores vinculados a la izquierda. Todos ellos nos acogieron en sus círculos, en sus actividades, en sus charlas de barra en los viejos bares de madera donde se cambiaba el mundo. Fueron pacientes con nuestras impertinencias, con nuestra arrogancia juvenil y nos transmitieron sus distintas visiones del mundo de un modo sencillo, generoso y amable.

Aquella Asociación programó infinitas mesas redondas, cineclubs, conferencias, vistas al patrimonio histórico y paisajístico, exposiciones y debates en los que a veces se anticiparon a cuestiones que hoy aún son candentes. En su escuela de ajedrez aprendí a jugar, se atrevió con el primer concierto de rock de aquel pueblo, publicó fanzines y programó lunáticos carnavales. Pero, al margen de la actividad reglada, en aquel ecosistema libertario también pudimos ver de un modo natural otras prácticas........

© El Salto


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