Una semana y media después de las elecciones, la impresión que me producen la gran mayoría de los análisis post-electorales, ya sean conservadores o progresistas, es la de compartir una idéntica mirada estereotipada de la realidad. Y aunque se expresan en enfoques engañosamente antagónicos, ambas visiones se complementan para configurar un retrato único, como si fuesen el anverso y reverso de una misma Galicia a través de su espejo.

Así, los enfoques conservadores muestran un retrato virtuoso del Partido Popular como si él mismo fuese la encarnación o muestra a escala de la sociedad gallega, capaz de vincularse de algún modo con todos y cada uno de sus estratos. Según este enfoque interesado, el Partido Popular tiene una ubicuidad casi divina; es omnipresente, omnipotente y omnívoro.

En sentido contrario, las posiciones progresistas no niegan la mayor: esto es, la hegemonía indiscutible del PP. Pero la atribuyen a sus malas artes: al clientelismo, a la coacción, al férreo control caciquil del medio rural o la manipulación de los medios de comunicación. Y cuanto más conocedor se muestra el analista de nuestra dinámica territorial, más ejemplos de estas prácticas fraudulentas puede esgrimir para respaldar su análisis.

De hecho, no le falta razón. Porque, ya sean los bochornosos tratamientos informativos por parte de la TVG o las distintas prebendas y regalías que la Xunta vierte en distintos colectivos, los casos en los que el Partido Popular exhibe con impudicia la instrumentalización de lo público son tan abundantes como estridentes.

Y si a esto le sumamos los tradicionales y chuscos espectáculos de carrexo de votos monjiles, lo que la crítica progresista traslada es la imagen del PP como una fuerza igualmente imbatible. Pero son sus abusos, y no sus virtudes, quienes sustentan su carácter hegemónico.

Sin embargo, por muy ciertos que sean los hechos que se denuncian y por muy bienintencionados que sean estos análisis, pienso que son aún más errados que la beatífica visión conservadora. Y, no solo eso, sino que involuntariamente contribuyen a afianzarla.

Analicemos algunos casos. Dos días antes de las elecciones, los médicos gallegos recibieron un SMS en el que se les anunciaban pagos atrasados y la subida de algunos complementos. Más allá del repudio que esta y otras prácticas similares despiertan, ¿alguien piensa que esto tuvo alguna relevancia en el resultado electoral? ¿Es que sospechamos que los médicos, que padecen un infierno laboral diario, se postraron alborozados ante el conselleiro de Sanidade? ¿Vemos a estas personas como unos tipejos sin dignidad que se malvenden por unos eurillos? Pensar que tales marrullerías surten efecto equivale a denigrar la reputación de los profesionales sanitarios. Más bien sospecho que, en todo caso, ese burdo email solo pudo producir desagrado.

De un modo similar, resulta innegable la falsificación grosera de la realidad que tratan de imponer los informativos de la TVG. Pero, ¿a quién se dirigen? Según los datos, el espectador tipo de la TVG tiene 62 años y, como mucho, estudios primarios. Con respecto al Telexornal más visto, su audiencia media es de 105.000 espectadores diarios. O, lo que es lo mismo, menos del 5% del censo electoral. Sin restarle su importancia, ¿explican estos números la presunta hegemonía del PP gallego? Más bien, parecen una coartada para no encarar razones más profundas.

¿Qué ocurre entonces en Vigo y su área industrial donde el BNG fue la primera fuerza? ¿Que no hay médicos? ¿Que la gente no ve la tele? ¿Que no hay monjas?

A mi juicio esta visión superficial catastrofista no explica nada, pero sí contribuye a sostener el estereotipo del gallego conservador y a retratarnos como un desventurado e indefenso rebaño al que unos rufianes pastorean. Como unos alelados tontorrones que creemos a pies juntillas las sandeces que se vierten desde las televisiones o, peor aún, como abyectos lacayos, felices de arrastrarnos y lamer los pies de quienes nos arrojan despreciativamente sus limosnas.

Y, del mismo modo, contribuye a dibujar la realidad como irreversible, al PP como una fuerza invencible y a Galicia como el lugar donde nunca pasa nada. O, siendo más precisos: donde nunca podrá pasar nada.

Pero lo cierto es que este proceso electoral y su resultado ha sido radicalmente novedoso y supone una cesura que resquebraja la imagen anterior. Desde antaño, los partidos de izquierda, han comparecido a las distintas elecciones con una única idea principal: echar el PP. Y luego, cada uno desgranaba sus distintos programas casi como si esto constituyese un asunto secundario. Por el contrario, el PP fraguista supo construir una idea de país basada en un galleguismo banal y sentimental que se expresaba en las infraestructuras, el folclore y una cierta reivindicación tramposa de lo rural. El drama de la izquierda es que a este magma difuso no fue capaz de oponerle una alternativa creíble.

Sin embargo, estas elecciones han supuesto un cambio drástico en ese desigual reparto de papeles. Y es que, por primera vez, ha habido una fuerza de izquierdas, el BNG, que ha sabido plasmar y transmitir otra idea de Galicia. Una idea en la que los gallegos aparecemos retratados como lo que somos: diversos, creativos, esperanzados, alegres, hospitalarios y muy sensibilizados con nuestro entorno y nuestra cultura. Y no como esa triste grey a la que los pastores sacan a apacentar.

En el extremo contrario, lo que hemos visto es que el PP ha renunciado ya completamente a definir su idea de país. “Si hablamos de Galicia nos estrellamos”, decían sus asesores, para volcarse únicamente en temáticas nacionales. No es de extrañar así que, en el mundo al revés, fuese el PP quien hizo de oposición al BNG. Y, a falta de otra idea, simplemente se dedicó a mancillar la cosmovisión que proponía el nacionalismo. De repente, los del PP pasaron a ser “os do non”.

Lo que vimos en campaña fue el fiel reflejo de esta dicotomía. Por un lado, un BNG que aparecía por todas partes, acompañando a los sectores más pujantes de Galicia y, por otro, un PP atrincherado en sus artificiosos macroactos de polideportivos. El mundo había cambiado. Y si en el pasado eran “los del Bloque” los que estaban recluidos en su pequeño mundo y era el PP quien colonizaba la vida social, ahora son estos quienes se muestran arrinconados, en un nicho sociológico cada vez más estrecho, ineptos para relacionarse con la sociedad a la que gobiernan.

No hay más que ver sus cifras. En las ciudades, en los territorios más dinámicos, industrializados y con una vida sociocultural más diversa y fecunda, sus resultados están casi a la par —y a veces por debajo— de los del BNG. Y lo mismo ocurre cuando analizamos sus apoyos por franjas de edad o por estudios donde el PP obtiene sus grandes apoyos entre los mayores sin estudios y estos descienden ominosamente entre la población ocupada más formada. De hecho, la encuesta del CIS exhibía un apabullante 40% de votantes con estudios superiores que anunciaban su voto al BNG, fuerza que volvía a ser notablemente mayoritaria entre quienes poseían estudios de secundaria. El porcentaje aún aumentaba más cuando se les preguntaba qué partido trataba temas de su interés. De un modo similar, en términos de edad, el BNG supera ampliamente al PP entre los menores de 50 años y el PP solo es muy mayoritario entre los mayores de 75.

Más allá de los números de los resultados, parejos a otras ocasiones, estas elecciones han mostrado el espejismo de la fortaleza del PP. Puede parecer una temeridad decir esto con sus imponentes cifras pero, al cabo, lo que los separa de perder el poder son apenas dos o tres puntos porcentuales. Y no hace falta ningún vuelco social radical, sino apenas un leve movimiento de unos miles de votos para que esto se produzca. Es decir, viven al borde del abismo, sin poder permitirse un solo error, parasitando los desaciertos ajenos y con una masa social en declive. Puede que el mapa electoral aparezca teñido del azul de sus colores pero es un azul cada vez más pálido y volátil.

Siendo ecuánimes, también han mostrado el espejismo del BNG, partido al que, de algún modo, la sociedad gallega le ha puesto deberes para el próximo examen. En primerísimo lugar, tratar de extender estos nuevos liderazgos, que son percibidos como acogedores, en la política local. Resulta difícil pensar que se pueda gobernar la Xunta dentro de 4 años si antes no se mejora sustancialmente la representación en las corporaciones municipales. Se asume la explicación del caciquismo y la coacción como única causa de las mayorías del PP en pueblos y villas. Pero esta idea solo lleva al victimismo y a la complacencia en la derrota.

Por el contrario, quizá haya que asumir que en muchos de esos lugares donde el PP gobierna, lo hace justamente merced al trabajo profesional de alcaldes que llevan muchos años de experiencia y desarrollan sus funciones con eficacia. Esa gestión es la que el BNG debe mejorar. Y, para eso, quizá debería abrirse orgánicamente a esa masa de cientos de miles de personas que, aunque le hayan dado su confianza, no se han vuelto nacionalistas por arte de birlibirloque. Pero sí los perciben como la fuerza que mejor puede hoy representar sus intereses.

Igualmente, tampoco estaría de más que el BNG intentase extender esa nueva manera de comunicarse con la sociedad también al Parlamento español. Pues diría que la rentabilidad está ofreciendo su representación tiene mucho margen de mejora en términos de visibilidad.

En la Comunidad de Madrid la derecha lleva treinta años ininterrumpidos gobernando, pero es Galicia el lugar donde nunca pasa nada y, los gallegos, según el tópico, somos conservadores pero no reaccionarios. En 2001 las universidades gallegas fueron la vanguardia nacional en la protesta contra la LOU y sus campus protagonizaron las acciones más multitudinarias, aguerridas e imaginativas contra aquella Ley. En 2004, estalló el Nunca Máis, una de las protestas más transversales, creativas y masivas que se hayan visto, por encima incluso del 15M, del que fue en gran medida su inspiración. Y fueron los gallegos, en 2012, los pioneros en cohesionar el soberanismo con el anticapitalismo.

La novela EI Gatopardo relata el declive de la aristocracia ante el ascenso imparable de la burguesía. De un modo análogo, en Galicia asistimos a los últimos instantes en el poder de una estructura en decadencia, previos al próximo derrumbe de su hegemonía. Y cuando esto ocurra, las propias pulsiones demográficas y socioculturales auguran un cambio duradero si las fuerzas políticas transformadoras no cometen errores de bulto.

En la novela, el protagonista pronuncia esa famosa frase según la cual hay que cambiarlo todo para que todo permanezca como está. Aquí ha ocurrido exactamente lo contrario: que nada ha cambiado para que todo cambie.

QOSHE - ¿Qué ocurrió realmente en Galicia? - Jorge Armesto
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¿Qué ocurrió realmente en Galicia?

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28.02.2024

Una semana y media después de las elecciones, la impresión que me producen la gran mayoría de los análisis post-electorales, ya sean conservadores o progresistas, es la de compartir una idéntica mirada estereotipada de la realidad. Y aunque se expresan en enfoques engañosamente antagónicos, ambas visiones se complementan para configurar un retrato único, como si fuesen el anverso y reverso de una misma Galicia a través de su espejo.

Así, los enfoques conservadores muestran un retrato virtuoso del Partido Popular como si él mismo fuese la encarnación o muestra a escala de la sociedad gallega, capaz de vincularse de algún modo con todos y cada uno de sus estratos. Según este enfoque interesado, el Partido Popular tiene una ubicuidad casi divina; es omnipresente, omnipotente y omnívoro.

En sentido contrario, las posiciones progresistas no niegan la mayor: esto es, la hegemonía indiscutible del PP. Pero la atribuyen a sus malas artes: al clientelismo, a la coacción, al férreo control caciquil del medio rural o la manipulación de los medios de comunicación. Y cuanto más conocedor se muestra el analista de nuestra dinámica territorial, más ejemplos de estas prácticas fraudulentas puede esgrimir para respaldar su análisis.

De hecho, no le falta razón. Porque, ya sean los bochornosos tratamientos informativos por parte de la TVG o las distintas prebendas y regalías que la Xunta vierte en distintos colectivos, los casos en los que el Partido Popular exhibe con impudicia la instrumentalización de lo público son tan abundantes como estridentes.

Y si a esto le sumamos los tradicionales y chuscos espectáculos de carrexo de votos monjiles, lo que la crítica progresista traslada es la imagen del PP como una fuerza igualmente imbatible. Pero son sus abusos, y no sus virtudes, quienes sustentan su carácter hegemónico.

Sin embargo, por muy ciertos que sean los hechos que se denuncian y por muy bienintencionados que sean estos análisis, pienso que son aún más errados que la beatífica visión conservadora. Y, no solo eso, sino que involuntariamente contribuyen a afianzarla.

Analicemos algunos casos. Dos días antes de las elecciones, los médicos gallegos recibieron un SMS en el que se les anunciaban pagos atrasados y la subida de algunos complementos. Más allá del repudio que esta y otras prácticas similares despiertan, ¿alguien piensa que esto tuvo alguna relevancia en el resultado electoral? ¿Es que sospechamos que los médicos, que padecen un infierno laboral diario, se postraron alborozados ante el conselleiro de Sanidade? ¿Vemos a estas personas como unos tipejos sin dignidad que se malvenden por unos eurillos? Pensar que........

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