Sánchez se dirigía al Parlamento la mañana que tuvo noticia de la apertura de diligencias judiciales contra su mujer, iniciándose así el penúltimo capítulo de una despiadada y sucia campaña de acoso. Sabía que otras y otros antes que él habían sido hostigados y difamados por medio de esa perversa asociación entre prensa corrupta y decisiones judiciales arbitrarias. Sabía que otras familias habían sido igualmente acosadas. Así que, sin duda, había valorado esa posibilidad. Pero la juzgó imposible. Esa mañana, sentado en su vehículo, releyendo la noticia, verificándola una vez más, quizá hablando con su esposa por teléfono, seguía sin poder darle crédito.

Lo entiendo. Nuestra mente se niega a aceptar la injusticia flagrante. En psicología esto se conoce como la falacia del mundo justo y es un sesgo cognitivo que nos incita a pensar que existe algún tipo de equilibrio moral en el mundo: que el bien termina por recibir un premio y el mal una sanción, que el inocente no pena un castigo inmerecido.

Sánchez se revuelve en su asiento. Está absolutamente convencido del comportamiento intachable de su esposa. Y cuanto más la quiere y admira, cuanto mayor es la seguridad que tiene en su integridad, más dolor e incomprensión le producen los ataques que sufre.

Esto va pensando mientras se dirige a la Moncloa, a lo más parecido que puede llamar hogar. Ha comparecido en el Congreso y se ha sometido una vez más a la insoportable cascada de bajezas, insidias y absurdeces que la derecha española ha convertido en su roñoso quehacer parlamentario. Está en mi sueldo, piensa. Pero no en el de ella. A ella no.

No contesta el teléfono, se aísla en esa rabia impotente ante lo incomprensible, se siente pequeño y responsable pero, al tiempo, el amor hacia su mujer se engrandece aún más. Lo desborda. Y, de algún modo, ese amor que se inflama con la injusticia, lo eleva sobre lo mundano y lo coloca en el espacio de las grandes decisiones morales.

Llega a casa, se encierra y se pone a escribir. Mientras lo hace, ni siquiera sabe si lo terminará publicando o no. Apenas le ha dado tiempo a comer un bocado. El acto de escribir esa carta, impetuoso, pasional, le proporciona un sentimiento de desahogo, de que “está haciendo algo”. ¿Cuántas veces no lo hemos visto en nosotros mismos o en personas cercanas? Ante acontecimientos que escapan a nuestro control nos enfrentamos a ellos con esfuerzos simbólicos que, quizá, son objetivamente inútiles pero que nos dan esa necesaria sensación de no quedarnos inermes, de no ser unos peleles movidos a su antojo por un fatum despótico. Y, así, aun con ese enfrentamiento ilusorio, nos conferimos una cierta dignidad como seres humanos que tratan de regir su destino.

Horas después de su publicación, legiones de analistas intentan desentrañar los motivos ocultos, la estrategia que subyace a la carta. Siempre hay cálculo en Sánchez, piensan. No da puntada sin hilo, aducen. Y elucubran sobre lo que el astuto Presidente planificó, sin duda, en ese brevísimo lapso que transcurrió entre su intervención parlamentaria y la revelación de su anuncio. Sin embargo, sospecho que en esta ocasión hay más de vanidad que de verdad en estos análisis y que ni el propio Sánchez en esas horas había calculado nada ni tenía otra cosa en mente más allá de hacer algo digno que frenase la indignidad, algo puro que contuviese la impudicia, algo hermoso y decente que se opusiese a la hedionda indecencia.

¿Cómo no verse reflejado en él? Yo también tomo decisiones impulsivas en ocasiones. Pero eso no las vuelve necesariamente estúpidas ni malas. Lo irreflexivo no tiene por qué ser irrazonable. Por el contrario, diría que ciertas acciones necesitan de esa irreflexión para aspirar a la pureza, como si naciesen de la desnuda conciencia sin estar sometidas a ningún dictado.

Tengo la certeza de que la única pregunta que atormentaba a Sánchez esa tarde era: “¿Es justo que mi mujer sufra por mi causa?”. No es una cuestión fácil. Y menos aún con las responsabilidades que pesan sobre sus hombros, tan enormes y diversas que enmarañan la resolución de cualquier dilema. Sánchez, abrumado, piensa que solo puede responder a esto haciendo un profundo juicio moral. Pero para ello, necesita primero darse a sí mismo la condición primera de la moralidad, que es la autonomía en la decisión.

Siguiendo la arquitectura kantiana, para que una acción sea moral debe adoptarse en libertad absoluta. Pero, ojo, esa libertad debe entenderse en términos kantianos. Esto es: somos libres si, y solo si, decidimos -pudiendo no hacerlo- seguir y obedecer las leyes que nosotros mismos nos hemos dado. Somos libres cuando acatamos las reglas de lo que hemos considerado bueno. En el caso contrario, cuando nuestras acciones van contra la propia moralidad, no podemos hablar de libertad sino de un actuar cautivo del instinto, las pasiones o nuestra naturaleza pre-racional.

Poniendo como ejemplo a la adalid de la libertad, Díaz Ayuso: su permanente y ostentoso desprecio por hasta los consensos más universales de lo que es o no es bueno (es malo mentir, es malo defraudar, es malo no cuidar a los desamparados...), la coloca en la amoralidad pura y, paradójicamente por ello, se convierte en un ser esclavo de sus impulsos más bajos. Así, al ejercer Ayuso de ese modo su simulacro de libertad, carece de ella, y sus decisiones tendrían parecido valor moral a cuando una gaviota elije defecar en un coche o una roca. No consideraríamos que practica su libertad; simplemente está cagando.

Por el contrario, el gesto de Pedro Sánchez, al suspender durante cuatro exiguos días aquellas obligaciones que lo maniatan, abre de par en par el espacio a la moralidad. De un modo simbólico se despoja de la piel de Presidente para que pueda el ser humano tomar su decisión en conciencia, libremente. ¿Y por qué es necesario que esta reflexión la anuncie en público? Porque, de no hacerlo, no seríamos capaces de comprender su itinerario moral al asistir solo al resultado de su resolución que, además, en el caso de que fuese continuar, no supondría cambio y sería invisible para nosotros. Por el contrario, haciendo público su dilema, se coloca a sí mismo en la obligación de elegir en esa libertad que el anuncio le otorga. En su carta dice que no le tiene apego al cargo; pero lo que está diciendo es que se siente libre de obrar en conciencia, elevándose sobre todas las servidumbres y responsabilidades que ese cargo supone.

Sánchez, así, al exponer públicamente su libertad de acción como condición previa -e imprescindible- para la decisión moral, se reviste de dignidad como ser humano. Y, aunque parezca contradictorio, es el hecho de “dejar de ser” Presidente, aunque sea en potencia, lo que le devuelve a sus ojos su condición de hombre libre y lo engrandece.

Pero el espacio del debate moral que abre esa carta no atañe únicamente a su caso personal, porque también expone con nítida claridad los comportamientos sociales que considera inhumanos. Los que practica esa derecha que ha llevado su concepto de “libertad” a la libertad de no tener conciencia, de no asumir ni los preceptos morales más básicos, que quedan huérfanos. Esa derecha esclavizada y barbarizada por el enloquecido deseo de poder y que piensa que todo le está permitido. ¿Y no lo vemos a nuestro alrededor también? Los whatsapps con los que bombardean a nuestros mayores son una fuente de rabia e irritación y consiguen que hasta empiecen a perder aquellas virtudes conservadoras que daban sentido a su vida: la educación, el pudor, el decoro... Hoy podemos imaginar insultando por la calle o compartiendo memes procaces a quienes ayer eran dulces ancianitas. Personas sinceramente preocupadas, y que, envenenadas de odio y llamadas a la movilización total acuden como excitada turba vocinglera, perdiendo en el proceso sus valores. ¿Cuándo fueron así? ¿Cuándo empezaron a aceptar lo inaceptable? ¿Cuándo perdieron su libertad de decidir moralmente para convertirse en esclavos de la ira y el miedo?

Ignoro lo que decidirá el ser humano Sánchez y me parece presuntuosa cualquier elucubración. Entre otras cosas, porque desconocemos algo muy importante: el daño que se le ha causado a Begoña Gómez. Y cuál es su grado de sufrimiento. Porque si hay algo evidente es que se le ha causado daño. Y sufre. De lo contrario, Sánchez no habría dado este paso. Ante esto, uno debe callar y respetar.

Pero sí puedo imaginar lo que yo trataría de hacer en su lugar. Recordaría otros casos pasados, como el acoso despiadado que padeció Irene Montero y su familia, cuya inhumanidad supone una deshonra para la sociedad que lo toleró. Diría entonces: no van a detenerse, pero hasta aquí. Y cavaría una trinchera moral contra los bárbaros. Comparecería con mi compañera de vida, haría una defensa del derecho de las mujeres a desarrollar una carrera profesional sin que se las crucifique, una defensa de las familias, del amor, del derecho a una convivencia pacífica, de lo que nos hace humanos, de cosas antaño sencillas y evidentes que ahora parecen de otro planeta: del respeto al discrepante, de los buenos modales, del pudor, del desprecio a la mentira, de algunos valores añejos que nadie reclama como suyos. Compareceríamos juntos, unidos y ambos diríamos: “No nos vais a doblegar”.

QOSHE - La libertad de Sánchez, el último kantiano - Jorge Armesto
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La libertad de Sánchez, el último kantiano

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27.04.2024

Sánchez se dirigía al Parlamento la mañana que tuvo noticia de la apertura de diligencias judiciales contra su mujer, iniciándose así el penúltimo capítulo de una despiadada y sucia campaña de acoso. Sabía que otras y otros antes que él habían sido hostigados y difamados por medio de esa perversa asociación entre prensa corrupta y decisiones judiciales arbitrarias. Sabía que otras familias habían sido igualmente acosadas. Así que, sin duda, había valorado esa posibilidad. Pero la juzgó imposible. Esa mañana, sentado en su vehículo, releyendo la noticia, verificándola una vez más, quizá hablando con su esposa por teléfono, seguía sin poder darle crédito.

Lo entiendo. Nuestra mente se niega a aceptar la injusticia flagrante. En psicología esto se conoce como la falacia del mundo justo y es un sesgo cognitivo que nos incita a pensar que existe algún tipo de equilibrio moral en el mundo: que el bien termina por recibir un premio y el mal una sanción, que el inocente no pena un castigo inmerecido.

Sánchez se revuelve en su asiento. Está absolutamente convencido del comportamiento intachable de su esposa. Y cuanto más la quiere y admira, cuanto mayor es la seguridad que tiene en su integridad, más dolor e incomprensión le producen los ataques que sufre.

Esto va pensando mientras se dirige a la Moncloa, a lo más parecido que puede llamar hogar. Ha comparecido en el Congreso y se ha sometido una vez más a la insoportable cascada de bajezas, insidias y absurdeces que la derecha española ha convertido en su roñoso quehacer parlamentario. Está en mi sueldo, piensa. Pero no en el de ella. A ella no.

No contesta el teléfono, se aísla en esa rabia impotente ante lo incomprensible, se siente pequeño y responsable pero, al tiempo, el amor hacia su mujer se engrandece aún más. Lo desborda. Y, de algún modo, ese amor que se inflama con la injusticia, lo eleva sobre lo mundano y lo coloca en el espacio de las grandes decisiones morales.

Llega a casa, se encierra y se pone a escribir. Mientras lo hace, ni siquiera sabe si lo terminará publicando o no. Apenas le ha dado tiempo a comer un bocado. El acto de escribir esa carta, impetuoso, pasional, le proporciona un sentimiento de desahogo, de que “está haciendo algo”. ¿Cuántas veces no lo hemos visto en nosotros mismos o en personas........

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