Yolanda Díaz demoró durante un año el nacimiento de Sumar. En ese tiempo viajó y escuchó, creó grupos de trabajo programáticos con nombres prestigiosos, pero cuando al fin asistimos al parto, nació un ratón. Y el tan traído acto fundacional en Magariños careció de sorpresa, de épica, de poesía, de mensajes renovados, de emoción. Estaban los que se esperaba que estuviesen, ni uno más, y dijeron lo que se esperaba que dijesen, ni una palabra distinta. En comparación con otros actos de aquel pasado pletórico de la izquierda donde el horizonte parecía abrirse en su infinitud, este dio la impresión de moverse entre la desgana y la irrelevancia y no creo que haya pasado a la memoria sentimental de nadie. Más bien se presentó como un trámite cansino, un mitin insulso y falto de imaginación que, desde luego, no cumplió las expectativas que había generado. Hay quien culpa de ello a los que no acudieron. De ser así, esto equivale a decir que eran las ausencias las únicas que podrían haber convertido aquel acto gris en el deseado estallido de esperanza colectiva que no fue.

El mismo tono anodino tuvo la campaña electoral del 23J. Y para cualquiera tendría que ser evidente que careció del pulso necesario para contrarrestar la polarización entre los dos partidos mayoritarios. ¿Provocó Sumar algún tipo de reenganche sentimental entre los desencantados? ¿Agitó las aguas? ¿Fue capaz de introducir algún mensaje en el debate público? ¿Conmovió alguna conciencia? No lo pareció. Más bien fue una campaña desangelada e insípida, que transmitía cansancio y falta de ideas. Y si continuamos, esta insipidez lleva aderezando todas y cada una de las apariciones públicas de Sumar hasta hoy. ¿Es culpa también de los otros ausentes?

Más bien, lo que parece es que la existencia de Podemos ha funcionado en el último año como conveniente coartada para que nadie le advierta al Emperador que va desnudo. Pues es hora de decirlo: en todo ese tiempo, la izquierda ha estado completamente huérfana de referentes, y se ha llegado hasta al punto en el que la única voz que provoca algún tipo de emoción ha sido la de Pedro Sánchez, que ya tiene cuajo la cosa. El presidente ha sido el único que ha sido capaz de ofrecer a la ciudadanía progresista una cierta idea, un horizonte esperanzador, una bandera de lucha. Fuera de él: el desierto. ¿Causa leer esto tristeza? Debería causar sonrojo.

Sin embargo, la responsabilidad de la mediocridad rampante en el mensaje del ecosistema de izquierdas no se puede circunscribir solo a los representantes políticos en liza sino que debe ampliarse también a sus apoyos mediáticos. Y es que, no parece que la presumible intelligentsia del país se esté precisamente cubriendo de gloria. Más bien todo lo contrario y hasta duele ver a personas que ayer admirábamos por su sagacidad, enfangadas en una cruzada de insultos, insidias y yatelodijismo veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Y esto no es una hipérbole, sino una constatación realista de un volumen de violencia verbal tan desmesurado que sepulta cualquier otra aportación notable que estas personas pudieran hacer sobre otros temas, si es que hacen alguna, que a mí se me escapa.

Al contrario, lo que se muestra con nitidez es que el enfrentamiento entre podemitas y sumaritas sirve a ambas milicias para hacer pasar por “pensamiento” o “compromiso” lo que no es más que una algarabía de chistecillos e insultos soeces repetidos machaconamente en infinitas variantes hasta la saciedad. Chascarrillos que alimentan esa insaciable maquinaria de la red X que necesita de este combustible pringoso para producir en su nicho cerrado unos segundos de efímero protagonismo.

Los enemigos se fabrican deliberada y artificiosamente: basta con que cualquier individuo anónimo escriba una insensatez, para que algún prestigioso opinador influyente del bando contrario corra raudo a exhibirla y afearla proporcionando así al maleducado sus dos segundos de fama. Mientras, con impostada indignación, clama: “¡Veis!,¡veis!, ¡así son todos!”. El mismo fenómeno de exageración hiperbólica se produce cuando se magnifican las opiniones vertidas en podcasts u otros medios muy minoritarios.

La pregunta es obligada: ¿por qué alguien iba a tomarse tantas molestias para difundir desde su propia tribuna los odiosos mensajes de sus enemigos?

Resulta obvio que la demonización del adversario tiene premio en forma de aumento de la propia estima y de esa popularidad banal que dan los likes y retuiteos. No es de extrañar, pues, que muchos de los que han obtenido esa notoriedad como combatientes tengan poderosos incentivos personales y económicos para azuzar una y otra vez este enfrentamiento que a tantos conviene.

En todo este bochornoso intercambio de miserias en el que se degradan los contendientes de ambos bandos algo debe resaltarse. Y es esa contumaz insistencia de los opinadores sumaritas en acusar a la actual dirección de Podemos de ser “una empresa familiar”, dicho esto con infinidad de variantes, a su juicio muy ingeniosas. No sé hasta qué punto son conscientes de que están reproduciendo, punto por punto, los marcos de pensamiento de la derecha, según los cuales es legítimo que los conservadores obtengan jugosos salarios por su actividad política mientras que sueldos mucho más frugales son motivo de descrédito para políticos de izquierdas.

Pero, además de hacerle el caldo gordo a la derecha, es un insulto a las personas que aún se sienten militantes de Podemos y que mañana puedan decidir, con el refrendo quizá de cientos de miles de votos, que la actual dirección continúe ostentando su representación. ¿Son esos votantes, apoderados, militantes, gilipollas perdidos? Cuesta comprender cómo periodistas que defienden su derecho a trabajar y obtener su salario en este o aquel medio sin ser señalados por ello, sean los primeros en abanderar la tesis de que los igualmente legítimos salarios que otros obtienen por su trabajo son solo prueba de su avaricia.

El caso particular de Irene Montero merece comentario aparte. Esta persona ha sufrido en estos años agresiones diarias de salvaje inhumanidad. De unas proporciones tales que me confieso absolutamente incapaz de imaginar siquiera los sufrimientos que tiene que haber padecido. Pensar que el salario era su única motivación para soportar ese infierno y que no han sido sus convicciones —acertadas o no— las que la han sostenido y animan a seguir a mí me parece una pura ruindad.

Pero aún cuesta mucho más trabajo entender por qué se sigue utilizando como metáfora despectiva el lugar de residencia de una familia, (“GALAPAGAR S.L.”, “la secta de Galapagar”), divulgándolo una y otra vez como símbolo de ostentación y ánimo de lucro, exactamente, palabra por palabra, como hizo la ultraderecha en aquella repulsiva cacería. De toda esta cochambre discursiva esta es la que me resulta más odiosa y lo es más si recordamos el acoso insoportable que ese hogar con niños pequeños tuvo que sufrir durante años. Solo por pudor, por una mínima decencia, cualquier persona debería renunciar a utilizar esa mención y no sumar su voz al corifeo fascista. Pero, para vergüenza de todos, fascistas y nominados progresistas comparten púlpito en esta liturgia.

Como el lector sin duda ha adivinado, el comienzo de este artículo alude al célebre texto de Antonin Artaud sobre Van Gogh. En él, Artaud afirmaba que Van Gogh no murió víctima de la desesperación o el delirio sino “cuando la conciencia unánime de la sociedad, para vengarse y castigarlo por haberse alejado de ella, lo suicidó”.

Mi sensación es que también Podemos ha sido suicidado por una sociedad que lo acusa de haberse alejado de ella. Si en sus primeros tiempos, su gran valor fue comprender las demandas ciudadanas hoy parece que es el partido quien se dirige a la ciudadanía buscando comprensión. Pero lo cierto es que, más allá del tóxico ecosistema de la red X y del exiguo hábitat donde estas polémicas se tratan, lo que la ciudadanía percibe es una sensación de fracaso colectivo que embarra por igual a tirios y troyanos, culpables o inocentes.

Ya en el siglo XVII Francis Bacon se burlaba de las inacabables y vociferantes discusiones escolásticas advirtiendo que eran blanco del desprecio popular, “que tiende a desinteresarse de la verdad cuando ve controversias y altercados, y a pensar que si los disputantes no se encuentran nunca es porque están todos extraviados”. Tales palabras siguen igual de vigentes hoy y en mi caso particular, como gallego, en siete años soy incapaz de encontrar un solo acto que me proporcione un ápice de orgullo por el trabajo bien hecho y, al contrario, todo lo relativo al espacio de la izquierda no nacionalista solo me trae una penosa sensación de bochorno y vergüenza ajena. Sospecho que en el resto de territorios y para muchas otras personas las cosas no serán diferentes y no me cabe duda de que las próximas elecciones van a exhibir claramente el grado de desafección ciudadana con todas estas siglas.

Me atrevería a decir que la historia de Podemos viene marcada desde sus inicios por un fatum trágico. De hecho, comparte muchas características con la dramaturgia griega. Como en ella, el coro que anuncia la catástrofe es más numeroso que quienes protagonizan el drama. Y, como en ella, los protagonistas avanzan hacia el desastre arrastrados por un designio inconmovible. Muchas de las decisiones de Podemos, incluso esta última del paso de sus diputados al Grupo Mixto, parecen coherentes, obligadas, necesarias, y todas, también esta, están inmersas en la misma narrativa de camino hacia la destrucción.

Aunque sospecho que este final inevitable no llegará tan pronto como sus enemigos desean. Y cuando llegue, ausente ya el chivo expiatorio, quedarán al descubierto todas las carencias que hoy se enmascaran. En la tragedia griega, aquellos vencedores que se regocijan en la venganza y la hybris también obtienen un merecido y cruel castigo. Se crean así las condiciones de nuevas tragedias que sumarán nuevas páginas al drama eterno. Con el último aliento de Podemos, cuando suelte a los cuervos desde la línea negra de su tajo suicida, comenzará a escribirse el destino funesto de sus suicidadores.

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Podemos o el suicidado de la sociedad

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20.12.2023

Yolanda Díaz demoró durante un año el nacimiento de Sumar. En ese tiempo viajó y escuchó, creó grupos de trabajo programáticos con nombres prestigiosos, pero cuando al fin asistimos al parto, nació un ratón. Y el tan traído acto fundacional en Magariños careció de sorpresa, de épica, de poesía, de mensajes renovados, de emoción. Estaban los que se esperaba que estuviesen, ni uno más, y dijeron lo que se esperaba que dijesen, ni una palabra distinta. En comparación con otros actos de aquel pasado pletórico de la izquierda donde el horizonte parecía abrirse en su infinitud, este dio la impresión de moverse entre la desgana y la irrelevancia y no creo que haya pasado a la memoria sentimental de nadie. Más bien se presentó como un trámite cansino, un mitin insulso y falto de imaginación que, desde luego, no cumplió las expectativas que había generado. Hay quien culpa de ello a los que no acudieron. De ser así, esto equivale a decir que eran las ausencias las únicas que podrían haber convertido aquel acto gris en el deseado estallido de esperanza colectiva que no fue.

El mismo tono anodino tuvo la campaña electoral del 23J. Y para cualquiera tendría que ser evidente que careció del pulso necesario para contrarrestar la polarización entre los dos partidos mayoritarios. ¿Provocó Sumar algún tipo de reenganche sentimental entre los desencantados? ¿Agitó las aguas? ¿Fue capaz de introducir algún mensaje en el debate público? ¿Conmovió alguna conciencia? No lo pareció. Más bien fue una campaña desangelada e insípida, que transmitía cansancio y falta de ideas. Y si continuamos, esta insipidez lleva aderezando todas y cada una de las apariciones públicas de Sumar hasta hoy. ¿Es culpa también de los otros ausentes?

Más bien, lo que parece es que la existencia de Podemos ha funcionado en el último año como conveniente coartada para que nadie le advierta al Emperador que va desnudo. Pues es hora de decirlo: en todo ese tiempo, la izquierda ha estado completamente huérfana de referentes, y se ha llegado hasta al punto en el que la única voz que provoca algún tipo de emoción ha sido la de Pedro Sánchez, que ya tiene cuajo la cosa. El presidente ha sido el único que ha sido capaz de ofrecer a la ciudadanía progresista una cierta idea, un horizonte esperanzador, una bandera de lucha. Fuera de él: el desierto. ¿Causa leer esto tristeza? Debería causar sonrojo.

Sin embargo, la responsabilidad de la mediocridad rampante en el mensaje del ecosistema de izquierdas no se puede circunscribir solo a los representantes........

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