Me sorprende el entusiasmo de la gente, la vehemencia con la que toma partido y defiende sus puntos de vista. Hay un dicho que afirma que las personas inteligentes dudan mientras que los idiotas están completamente seguros, y la verdad es que yo vacilo montones; no porque sea sabio, sino porque estoy lleno de inseguridades de fábrica. Por eso, y porque he dicho ya tantas estupideces que no quiero quedar más en ridículo.

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Me pasa con el aborto. Estoy convencido de que la mujer tiene derecho a hacer con su cuerpo lo que quiera y que ni el Estado ni la Iglesia ni ningún otro ser (especialmente si es hombre) debería meterse en el asunto, pero por otro lado creo que truncar la vida de un feto no es un asunto menor. ¿Soy un pusilánime por eso? ¿No son compatibles ambas cosas y en vez de hacer una regla general como quien tira una red al mar se podrían analizar contextos antes de empezar a escupir “verdades irrefutables”?

También está el conflicto entre Israel y Palestina, un tema que no tolera puntos medios: según lo que pienses eres antisemita o genocida y como tal serás tratado. Todos los días salen supuestos expertos aludiendo al asunto, y cuando consulto a alguno a ver si por fin entiendo, no solo quedo más perdido que antes, sino que me pregunto cómo son capaces de aclarar en un video de tres minutos una guerra que lleva miles de años y que a veces ni sus mismos protagonistas saben explicar.

Parece que el mundo nos obligara a no quedarnos indiferentes ante nada. ¿Qué pasa entonces con los que no queremos joder ni que nos jodan? ¿Qué sería de Pessoa si dijera hoy: “A la vida no le pedí otra cosa sino que pasara por mí sin que yo la sintiese”? Lo tendrían encendido y le restregarían esa frase que ha hecho carrera que asegura que si guardas silencio has tomado el lado del opresor. No estaría mal que muchos de los opinadores compulsivos volvieran a la bella y vieja costumbre de no decir nada sobre ciertos temas, en especial si no saben mucho de ellos.

Es que es difícil de tolerar tanta sapiencia, tanta facilidad para identificar lo que hay que hacer y decir en el momento correcto.

Están los que se lamentan porque se perdieron las viejas costumbres, como si el mundo antes fuera un paraíso carente de atropellos, y los que lloran porque la gente consume reguetón y Betty la fea en vez de Debussy y Kusturica. Van por la misma línea de los que sacan pecho porque a Petro lo apoya Roger Waters y a Duque lo defendía Marbelle. Cuestiones musicales a un lado, ¿en qué momento decidimos con tanta seguridad que el británico era superior a la colombiana?

Es que es difícil de tolerar tanta sapiencia, tanta facilidad para identificar lo que hay que hacer y decir en el momento correcto. Y para hablar un rato del lenguaje, quedé de una pieza hace poco cuando alguien dijo que era cuidador de su mascota. O sea, ya no son dueños porque, claro, su bondad les impide poseer la vida de un animal y más bien su misión es ser sus protectores. De verdad, no puedo con tanta magnanimidad.

Y entre unos y otros se tiran durísimo, tildándose de nazis, por ejemplo. Hitler hizo todo lo posible para convertirse en la medida universal de la maldad como para que ahora se señale a cualquiera de seguidor suyo. Su locura costó cincuenta millones de vidas, enormes daños materiales e irreparables secuelas sicológicas, y sin embargo ahora se le dice nazi al que suelte una idea cualquiera salida de tono. ¿No se necesitaría algo más contundente para empezar a repartir carnets del partido nacionalsocialista alemán?

Hoy el mundo es amplio e incluyente. Los que antes vivían de rodillas y morían en silencio se han hecho fuertes, y si quieren ayudar al tiempo que se siguen empoderando, podrían entender que aquellos que han sido dueños de la historia se sienten minoría y se victimizan porque ven peligrar sus privilegios, y que por ellos están dispuestos a agarrarse de cualquier rama con tal de que la corriente no los arrastre.

ADOLFO ZABLEH DURÁN

(Lea todas las columnas de Adolfo Zableh Durán en EL TIEMPO, aquí)

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Los magnánimos

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16.12.2023

Me sorprende el entusiasmo de la gente, la vehemencia con la que toma partido y defiende sus puntos de vista. Hay un dicho que afirma que las personas inteligentes dudan mientras que los idiotas están completamente seguros, y la verdad es que yo vacilo montones; no porque sea sabio, sino porque estoy lleno de inseguridades de fábrica. Por eso, y porque he dicho ya tantas estupideces que no quiero quedar más en ridículo.

(También le puede interesar: El mes más largo)

Me pasa con el aborto. Estoy convencido de que la mujer tiene derecho a hacer con su cuerpo lo que quiera y que ni el Estado ni la Iglesia ni ningún otro ser (especialmente si es hombre) debería meterse en el asunto, pero por otro lado creo que truncar la vida de un feto no es un asunto menor. ¿Soy un pusilánime por eso? ¿No son compatibles ambas cosas y en vez de hacer una regla general como quien tira una red al mar se podrían analizar contextos antes de empezar a escupir “verdades irrefutables”?

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