Recorría cada mañana unas cuantas calles del barrio de Palermo con destino al colegio de mi hijo, en aquel Buenos Aires reluciente de comienzos de siglo. Reluciente, a pesar de la crisis que ya se insinuaba y que pronto desembocó en el famoso “corralito” que puso en jaque la economía argentina. A pesar de la felicidad que me embargaba por la posibilidad de vivir la cultura de ese país que tanto quiero, me causaba cierta inquietud sentir que algo extrañaba de mi tierra y no lograba identificarlo. No eran las personas de mi entorno ni las recetas de mi cotidianidad. No era lo obvio, no era lo previsible. Era una presencia que añoraba, sin saber a ciencia cierta de qué se trataba.

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Ahora recuerdo la tranquilidad que me dio saber que el motivo de aquella inquietud era la ausencia de las montañas al pie de las cuales había crecido y cuya presencia –como una postal viva que cambia a lo largo del día tantas veces como cambia la luz– había tratado de tener siempre a la vista. Lo descubrí en una de esas caminatas matutinas, mientras miraba los edificios centenarios de una avenida que se iba encogiendo a medida que se acercaba al Río de la Plata.

Ha sido una de esas costumbres que se convierten en rito asomarme a la ventana y descubrir si esa mañana, cualquier mañana, andan los cerros ligeramente ocultos tras el velo de la neblina o se dibujan sobre ellos los primeros rayos del amanecer. Y buscarlos cuando cae la tarde para emocionarme con el reflejo del sol mientras se pone del otro lado, y los tiñe de un rojo que juega con los ladrillos que caracterizan la arquitectura bogotana.

Si algo me emociona cada vez que regreso a Bogotá, no importa si me he ausentado tres días o unos cuantos meses, son los cerros orientales. Inspiradores, no han sido pocas las jornadas en las que me he sentado a escribir ante ellos, con su solemne presencia del otro lado de la ventana. Retadores, he trepado a varios de ellos desde los años juveniles y allí he sembrado recuerdos maravillosos. Imponentes, los busco desde diversos ángulos mientras recorro la ciudad a lo largo de las ciclovías dominicales.
Verlos arder ha sido doloroso. Y ahora que hemos implorado por ella, pienso que tal vez deberíamos hacernos más amigos de esa lluvia de la que a veces renegamos. Esa lluvia que protege los cerros y que acentúa la magia de sus verdes.

FERNANDO QUIROZ

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Imponentes e inspiradores

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30.01.2024

Recorría cada mañana unas cuantas calles del barrio de Palermo con destino al colegio de mi hijo, en aquel Buenos Aires reluciente de comienzos de siglo. Reluciente, a pesar de la crisis que ya se insinuaba y que pronto desembocó en el famoso “corralito” que puso en jaque la economía argentina. A pesar de la felicidad que me embargaba por la posibilidad de vivir la cultura de ese país que tanto quiero, me causaba cierta inquietud sentir que algo extrañaba de mi tierra y no lograba identificarlo. No eran las personas de mi entorno ni las recetas de mi cotidianidad. No era lo obvio, no era lo previsible. Era una presencia........

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