Siempre he pensado, y aún más desde que tengo los años de la sabiduría, que tomarse un café con amigas, con amigos, tiene algo mágico. Cuando llegué a Colombia y no existían aún todos estos cafés, panaderías-cafés o cafés restaurantes, no se tomaba un café, se tomaba un tinto: un brebaje en general bastante regular, de color marrón y sin mucho sabor.

(También le puede interesar: Un reencuentro)

De hecho, sé que también existe una historia de los viejos cafés de Bogotá, en el centro, donde se reunían políticos, periodistas y escritores. Eso sí, lugares casi exclusivamente masculinos.

Algo más tarde, y seguro también con el nacimiento de la cultura del café, el olor y el sabor de un buen café, aparecieron en varios sitios de la ciudad, y quizás muy particularmente en Chapinero y en el norte, muchos cafés reconocidos. Y ya no se toma un tinto sino un expreso doble, un americano o también ese cappuccino con un corazón en el centro que a menudo se acompaña de un rico croissant, ojalá sencillo porque les aseguro que un croissant de jamón y queso les va a dañar el sabor de su café...

Y vuelvo a lo que quería expresar: la magia de tomarse un café con una amiga, amigas o amigos. No sé, es como si el café tuviera un cierto poder de serenidad, de hacernos volver por un rato a la vida lenta, a la conversa amena y al sentido del encuentro.

En mi caso, probablemente me remite a viejos recuerdos de mis años 60 en París, en ese París de los debates que aman tanto los franceses, ese París de los filósofos y sociólogos de esta década, ese París, medalla de oro en números de cafés o brasseries con sus enormes barras que ofrecen casi siempre una canasta llena de croissants recién horneados y otra de huevos duros –eso sí, no sé por qué huevos duros... ¡quizás para el afanado que no tuvo tiempo de desayunar!

No sé, es como si el café tuviera un cierto poder de serenidad, de hacernos volver por un rato a la vida lenta, a la conversa amena y al sentido del encuentro.

Y probablemente esto sea lo que, hace más de 15 años, me animó a organizar lo que se llama Café con mujeres, ese encuentro de los jueves cada quince días en uno de los cafés de Chapinero, donde debatimos, primero, mi columna quincenal de EL TIEMPO y enseguida uno de los temas del feminismo contemporáneo. Unas 20 mujeres y también algunos hombres, con el único requerimiento de consumir mínimamente un café.

Sin embargo, últimamente me han propuesto hacer esta reunión en un sitio como una librería, un teatro u otro espacio a veces más cómodo que un café. Pero no. Insisto en que sea un café. Es que para las mujeres de mi generación, el café fue sinónimo, incluso antes de su sabor, de libertad, de independencia, de desobediencia, del “afuera” tan significativo para las mujeres, quienes fuimos asignadas durante siglos a los espacios del adentro, de lo doméstico.

Es en un célebre café de París donde Simone de Beauvoir, esta mujer por excelencia del afuera, acompañada por Jean-Paul Sartre y otros filósofos, poetas y artistas, entre nubes de humos de cigarrillos y vino tinto se inventaron el existencialismo. Y antes de ellos, en ese Café de Flore, se reunieron André Breton, Louis Aragon y Paul Eluard.

Insistiré en reunirme en un café. Hasta ahora y en los últimos 15 años, conocimos unos doce cafés que nos acogieron siempre muy bien y generosamente. Los dos últimos, fueron el Brot de la 70, que cerró durante la pandemia y que acaba de volver a abrir en el barrio, y Le Pain Quotidien de la 5.ª con 70. Buenos cafés, buenos panes y croissants pero, ante todo, buenos ambientes para seguir tejiendo palabras que huelen a buen café y que buscan serenar la vida de las mujeres.

FLORENCE THOMAS
*Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad

(Lea todas las columnas de Florence Thomas en EL TIEMPO, aquí)

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Tomarse un café

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13.12.2023

Siempre he pensado, y aún más desde que tengo los años de la sabiduría, que tomarse un café con amigas, con amigos, tiene algo mágico. Cuando llegué a Colombia y no existían aún todos estos cafés, panaderías-cafés o cafés restaurantes, no se tomaba un café, se tomaba un tinto: un brebaje en general bastante regular, de color marrón y sin mucho sabor.

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De hecho, sé que también existe una historia de los viejos cafés de Bogotá, en el centro, donde se reunían políticos, periodistas y escritores. Eso sí, lugares casi exclusivamente masculinos.

Algo más tarde, y seguro también con el nacimiento de la cultura del café, el olor y el sabor de un buen café, aparecieron en varios sitios de la ciudad, y quizás muy particularmente en Chapinero y en el norte, muchos cafés reconocidos. Y ya no se toma un tinto sino un expreso doble, un americano o también ese cappuccino con un corazón en el........

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