A principio de los ochenta, cuando las guerrillas pasaron de su fase larvada en lugares remotos de la geografía y de las audacias del M-19 a la expansión hacia zonas más integradas del país, ocurrió una colusión de fuerzas que marcó la historia de las siguientes décadas. Los revolucionarios se encontraron con que había otra clase social, distinta a la élite tradicional, que disponía de los suficientes medios económicos para influir sobre la vida política y social.

(También le puede interesar: Con eso no se juega)

La primera mirada seguro fue de curiosidad, pero enseguida vino la de desprecio. A los revolucionarios les pareció que los narcotraficantes eran ante todo lumpen, ese adjetivo que denota a los elementos corrompidos del proletariado, una suerte de subclase. En este caso lumpemburguesía porque con su nueva riqueza aspiraban a posiciones muy por encima de los criminales, degenerados y vagos del lumpemproletariado. Muchos testimonios sobre la época dejan esa impresión. El desprecio se fundaba no solo en los excesos que hacían los narcotraficantes de los estilos consumistas del capitalismo. Era también que corrompían la revolución: eran reaccionarios, iban en contra de la construcción de una conciencia de clase.

El desprecio facilitó la idea legítima de expropiar a los narcotraficantes para financiar la revolución. Ocurrió el secuestro de la hermana de los Ochoa, del papá de los Castaño, entre muchos otros. Más macabro, por sus sangrientas consecuencias, fue el robo de varias toneladas de cocaína al ‘Mexicano’ por las Farc. Se vino la guerra. Los narcos, que comenzaron a armar ejércitos paramilitares, no podían ser más contrarrevolucionarios.

Ojalá el nuevo Comisionado entienda que el contenido de las negociaciones no es el de las viejas ideas revolucionarias de
la Guerra Fría.

Desde entonces se irían a sentir los efectos de esa construcción de las categorías revolucionario y contrarrevolucionario. Ocurre hoy con el proceso de Paz Total. Con los revolucionarios se puede negociar porque tienen un ideal político, así apelen a prácticas criminales. El objetivo no es el enriquecimiento personal sino la toma del poder nacional y la transformación social. Con los contrarrevolucionarios no se negocia. Se someten a la justicia. No tienen ideales políticos, son funcionales al mantenimiento de privilegios de sectores de élite. Su interés llega solo al poder regional y al enriquecimiento a través del crimen.

Esta categorización arranca de unos supuestos que impiden comprender lo que políticamente está en juego en las negociaciones con los actuales grupos armados. Se asumen las revoluciones necesariamente como rutas positivas para las sociedades; en consecuencia, son legítimas sus aspiraciones. Basta asomarse a Cuba o Venezuela para cambiar de opinión. Además, se asumen las revoluciones en sus versiones maximalistas: un cambio sustantivo de quien ostenta el poder y de régimen político. Se olvida que la mayoría de las veces las revoluciones se quedan a medias y que pese a ello ocurren procesos significativos de redistribución del poder político, al igual que transformaciones sociales.

Eso pasó en Colombia. La desmovilización de las Farc fue el final del último proyecto real de ejército revolucionario. No hubo revolución, así quieran en gracia de reivindicar la negociación con el Eln concederle ese estatus. Sin embargo, ocurrieron en el nivel regional transformaciones casi que revolucionarias (omitiendo, por supuesto, cualquier concepción idealista del término). De la mano de la guerra y el narcotráfico llegaron los mercados globales a muchas regiones de Colombia, muchos jóvenes pobres o simplemente irrelevantes en circunstancias ordinarias adquirieron poder político real a través de las armas, organizaron el gobierno y las economías de estas regiones.

Y más allá de la legitimidad que tengan en las comunidades, ese es el contenido que demandan las actuales negociaciones. No el de viejas ideas revolucionarias.

GUSTAVO DUNCAN

(Lea todas las columnas de Gustavo Duncan en EL TIEMPO, aquí)

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06.12.2023

A principio de los ochenta, cuando las guerrillas pasaron de su fase larvada en lugares remotos de la geografía y de las audacias del M-19 a la expansión hacia zonas más integradas del país, ocurrió una colusión de fuerzas que marcó la historia de las siguientes décadas. Los revolucionarios se encontraron con que había otra clase social, distinta a la élite tradicional, que disponía de los suficientes medios económicos para influir sobre la vida política y social.

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La primera mirada seguro fue de curiosidad, pero enseguida vino la de desprecio. A los revolucionarios les pareció que los narcotraficantes eran ante todo lumpen, ese adjetivo que denota a los elementos corrompidos del proletariado, una suerte de subclase. En este caso lumpemburguesía porque con su nueva riqueza aspiraban a posiciones muy por encima de los criminales, degenerados y vagos del lumpemproletariado. Muchos testimonios sobre la época dejan esa impresión. El desprecio se........

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