En el siglo pasado, uno de los temores más arraigados de los humanistas y los progresistas, los socialistas y los estructuralistas, fue el de la lenta y progresiva cooptación del Estado por parte de los principios y valores –y los intereses– del sector privado. Ese parecía ser el proyecto perverso del neoliberalismo, su triunfo irrevocable: que la cosa pública empezara a pensarse y gestionarse con criterios empresariales y corporativos.

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Detrás de ese temor había una postura filosófica e ideológica, claro, una reivindicación de las obligaciones del Estado y su lugar y su presencia en una sociedad cada vez más injusta y desigual. Del otro lado, desde la otra orilla, la fórmula parecía ser muy fácil y exitosa, casi desafiante y festiva: la premisa esencial en el funcionamiento de las empresas privadas es la de la eficiencia y la rentabilidad y los gobiernos pueden rendir mucho más con esa misma lógica.

Era un debate apasionante, sin duda, un pulso intelectual en el que muchos de los más grandes ideólogos y teóricos del mundo contemporáneo partieron sus mejores lanzas. Ese parecía ser el gran dilema del futuro que estaba por venir: o el engranaje paquidérmico y aplastante del Estado con sus laberintos y su burocracia y sus rituales kafkianos, o el triunfo del modelo empresarial que iba a llegar a las oficinas públicas para hacerlas mejores, más amables.

Al final lo que ocurre es que nada funciona porque en eso consiste el subdesarrollo, por no decir que en eso consiste Colombia, ahora agravado por el alud de requisitos y prerrequisitos.

Lo increíble, y lo que nadie se imaginó nunca, yo creo, es que terminara pasando todo lo contrario, y es que la lógica y la mentalidad del sector público, en su versión más retorcida y perversa, se fueran adueñando de entidades privadas que funcionan no solo como el Estado sino incluso mucho peor, porque además el Estado en eso sí ha progresado bastante y cada vez se imponen más en él recursos e instrumentos para la eficiencia y la celeridad.

En cambio hay empresas privadas que operan como si fueran una dependencia estatal de hace treinta o cuarenta años; como si fueran el Idema, Foncolpuertos, el Inderena. Y todo dentro de la tradición, la maldición colombiana de la seriedad como un propósito sagrado y de fachada: la seriedad como un logro formal y vacío, la seriedad como un discurso y una obsesión que se expresa solo en los requisitos, los trámites, la estupidez.

Alguna vez lo dije aquí, me acuerdo muy bien, y hoy lo repito sin remordimientos: no hay nada peor, pero nada, que el simulacro de la seriedad en el subdesarrollo. Y eso les ha ido pasando a una gran cantidad de empresas privadas, desde universidades de renombre hasta agencias de publicidad, que para acreditar su rigor y su importancia se llenaron de tal cantidad de exigencias burocráticas que parecen el Ministerio de Obras Públicas.

Ya no son solo los bancos y las empresas de seguros con sus mil claves y sus doscientos formularios, no. Ahora también son las editoriales y las empresas de eventos que solicitan que uno llene el formato V4132 y después se inscriba en la “planilla única de proveedores” número A32246. Después de lo cual, entre las 04:20 y las 04:21 de la mañana, hay que “radicar” la documentación en el siguiente correo electrónico: elsellitoylahuellita@yolecolaboro.com

Todo tiene que parecer muy sofisticado y muy trascendental, todo debe estar sistematizado y en ‘la nube’. Y al final lo que ocurre es que nada funciona porque en eso consiste el subdesarrollo, por no decir que en eso consiste Colombia, ahora agravado por el alud de requisitos y prerrequisitos que lo alimentan y multiplican aunque parezca lo contrario: los formatos y los formaticos, el correo y el correíto.
¿Nadie dice en esas empresas (casi todas) que eso es una farsa y además un lastre para su buen funcionamiento y su rentabilidad? No lo sé. Pero eso sí: van a escalar el tema.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍNwww.juanestebanconstain.com

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¿El Estado soy yo?

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07.12.2023

En el siglo pasado, uno de los temores más arraigados de los humanistas y los progresistas, los socialistas y los estructuralistas, fue el de la lenta y progresiva cooptación del Estado por parte de los principios y valores –y los intereses– del sector privado. Ese parecía ser el proyecto perverso del neoliberalismo, su triunfo irrevocable: que la cosa pública empezara a pensarse y gestionarse con criterios empresariales y corporativos.

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Detrás de ese temor había una postura filosófica e ideológica, claro, una reivindicación de las obligaciones del Estado y su lugar y su presencia en una sociedad cada vez más injusta y desigual. Del otro lado, desde la otra orilla, la fórmula parecía ser muy fácil y exitosa, casi desafiante y festiva: la premisa esencial en el funcionamiento de las empresas privadas es la de la eficiencia y la rentabilidad y los gobiernos pueden rendir mucho más con esa misma lógica.

Era un debate apasionante, sin duda, un pulso........

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