Se acaba de cerrar en Cali el que era para mí no solo el mejor restaurante italiano de la ciudad sino uno de los mejores del mundo, aunque mi opinión no es equilibrada ni objetiva porque llegar allí fue en mi caso, durante años, desde niño, como llegar a mi propia casa, y sus dueños y habituales eran como parte de mi propia familia, así que la noticia del cierre de Balocco, que es de lo que quiero hablar, constituye una verdadera catástrofe personal.

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Todavía recuerdo a su dueña, doña Lucía, cerrando las cuentas al filo de la noche en una viejísima caja registradora que estuvo allí hasta el final, heredada por sus dos hijos, Livio y Remo, los gemelos, que se hicieron cargo del restaurante cuando ella se fue hace ya muchos años. El espíritu de Balocco, sin embargo, fue siempre el mismo: un restaurante italiano de verdad, sin pretensiones ni delirios.

Desde el punto de vista culinario eso era lo que más me gustaba: sus mesas elementales con mantel a cuadros, su jugo de piña servido en vasos de mermelada, tradición colombiana por excelencia que se perdió, y lo más importante: su pasta hecha a mano, los mejores ravioli a la boloñesa que uno pudiera comerse en este país, acompañados por una cerveza y luego por un tiramisú que solo se conseguía allí, en ningún lado más.

Livio y Remo –Balocco era tan italiano que para evocar su historia solo sirve la mitología– nacieron el mismo día pero en realidad parecen el agua y el aceite, el sol y la luna. El uno es festivo y dicharachero, el otro es tímido y silencioso; pero ambos lograron honrar hasta el final el legado de sus padres, y manejaban el restaurante con maestría y calidez, yendo de mesa en mesa a ejercer, cada uno, su papel que era tan importante allí como la calidad de la comida.

Las ciudades que amamos son sobre todo un paisaje espiritual: unas calles que nos sabemos de memoria; una gente cuya presencia estará allí para siempre, aunque ya no esté.

Entiendo que estén cansados y que quieran cerrar después de una trayectoria admirable, pero no puedo dejar de señalar la orfandad en la que quedamos sus comensales de toda la vida. Vuelvo a decirlo: en mi caso el cierre de Balocco es una tragedia personal, pues mi ritual al llegar a Cali, sin falta, era irme para allá y sentarme en la entrada con don Gino, una institución del lugar, un italiano adorable pero más colombiano que el tejo, y pedir los ravioli de siempre.

Parecerá un capricho absurdo que esté haciendo esta columna, la primera del año, sobre un restaurante que cierra; parecerá una concesión excesiva a la nostalgia y la cursilería, lo cual significa que ya me estoy haciendo viejo (“¿más?”, me preguntó un día una de mis hijas). Y es cierto, no lo niego. Pero hay algo quizás más profundo, porque las ciudades que amamos no son solo su nombre.

Las ciudades que amamos son sobre todo un paisaje espiritual: unas calles que nos sabemos de memoria; una gente cuya presencia estará allí para siempre, aunque ya no esté; unos lugares que constituyen el mapa de nuestros afectos y nuestros recuerdos, que al final son lo mismo, Ortega y Gasset siempre decía que ‘recordar’ es volver a pensar en algo con el corazón. En el fondo eso es el mundo para cada quien: su idea del mundo, su vida allí.

Y hay algo más, porque eso que se llama la ‘globalización’ no ha sido sino la réplica en todas partes de un mismo modelo de la humanidad: los mismos cafés, los mismos almacenes, los mismos restaurantes. La gente viaja miles de kilómetros para ver lo que ya tiene, de sobra, en su propia ciudad; todo es la misma farsa y la misma pose, el mismo infierno consumista y sin carácter que brota por igual en Nueva York o en Nueva Deli.

Balocco era todo lo contrario, acaso el último vestigio de esa Cali idílica, desenfrenada y surreal que hoy solo queda en la memoria. Dije que ir allí era mi ritual, y lo seguirá siendo: la felicidad también es el recuerdo de la felicidad.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍNwww.juanestebanconstain.com

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A puerta cerrada

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04.01.2024

Se acaba de cerrar en Cali el que era para mí no solo el mejor restaurante italiano de la ciudad sino uno de los mejores del mundo, aunque mi opinión no es equilibrada ni objetiva porque llegar allí fue en mi caso, durante años, desde niño, como llegar a mi propia casa, y sus dueños y habituales eran como parte de mi propia familia, así que la noticia del cierre de Balocco, que es de lo que quiero hablar, constituye una verdadera catástrofe personal.

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Todavía recuerdo a su dueña, doña Lucía, cerrando las cuentas al filo de la noche en una viejísima caja registradora que estuvo allí hasta el final, heredada por sus dos hijos, Livio y Remo, los gemelos, que se hicieron cargo del restaurante cuando ella se fue hace ya muchos años. El espíritu de Balocco, sin embargo, fue siempre el mismo: un restaurante italiano de verdad, sin pretensiones ni delirios.

Desde el punto de vista culinario eso era lo que más me gustaba: sus mesas elementales con mantel a cuadros,........

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