Hace quince años, durante el festival de historia que se celebra en la ciudad francesa de Blois, hubo una especie de levantamiento gremial, un acto sedicioso al final de la última jornada del evento en el que todos los invitados firmaron un manifiesto, una proclama que hoy se conoce como ‘el llamado de Blois’ y que aboga por suprimir los intentos gubernamentales de imponer, desde arriba, por decreto, la verdad histórica.

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Claro: muchos de esos intentos gubernamentales tienen que ver con acciones jurídicas y políticas que aspiran a reparar y a resarcir a las víctimas históricas de un horror concreto que se asocia, de alguna manera, con el pasado de ese Estado y esa sociedad que aceptan su culpa y su responsabilidad en un episodio atroz que no debió ocurrir jamás, como en el caso del Holocausto, el genocidio armenio o el tráfico de esclavos entre el siglo XVI y XVIII.

La intención de esas acciones jurídicas y políticas suele ser noble y virtuosa y empieza por la obligación de recordar y reconocer, todos los días, como un acto de contrición y de vergüenza, el hecho de que ese horror que las inspira ocurrió y es insoslayable e imborrable. Por eso se hacen leyes que penalizan de forma muy severa, incluso con la cárcel, la banalización del pasado, la relativización de sus alcances, la negación de sus motivos más profundos.

El problema es que ese espíritu inquisitorial está engendrando el monstruo peligrosísimo de quienes se le oponen con violencia y se vuelven héroes sin más mérito que ese.

Eso quiere decir que hay países del mundo, como Francia o Alemania, por ejemplo, en los que determinadas opiniones políticas o históricas están prohibidas por la ley y son castigadas no solo de manera simbólica. Quien las profesa y sostiene en público se atiene a las consecuencias, porque el deber moral del Estado, en ese caso, es defender una idea de la verdad y la memoria que no admite ultrajes ni matices ni juegos ni chistes que no lo son.

Fue contra eso contra lo que se levantaron los historiadores de Blois en el 2008, con el argumento de que cualquier cosa debería poder decirse –cualquiera, incluso la más estúpida o infame– sin que ello implique un castigo por parte del gobierno, una punición legal y oficial que llegue hasta los calabozos. Hay otras formas, por lo general más eficaces, de extirpar la idiotez y la perversidad.

No es una discusión fácil, por supuesto que no, porque al final ninguna lo es y quien crea que sí y que los problemas humanos se pueden pensar o resolver con fórmulas binarias y absolutas no ha entendido nada y nunca lo hará: la historia también enseña eso, la complejidad de todo lo que ocurre, la condición inasible y contradictoria, llena de matices, de las vidas que pueblan el mundo y el rastro que van dejando para bien y para mal.

Pero insisto: no es nada fácil calibrar las buenas intenciones de las leyes que aspiran a fijar la verdad histórica por decreto y el peligro que yace en ellas de establecer un régimen represivo y policivo del pensamiento y de la libertad, de la creatividad, de la curiosidad y de la duda, porque además muchas de esas políticas expiatorias de un pasado atroz, como todo pasado, se han deslizado en muchos casos hacia la censura del arte y la ficción.

Ahí ya no son tanto los gobiernos los que reprimen sino las sociedades mismas, muchas veces, repito, con la premisa justiciera de no dejar que se extingan la culpa y la consciencia colectivas ante un horror que debe ser recordado para ser reparado y para que nunca más vuelva a ocurrir. El problema es que ese espíritu inquisitorial está engendrando el monstruo peligrosísimo de quienes se le oponen con violencia y se vuelven héroes sin más mérito que ese.

Y además la inquisición se está devolviendo: los verdugos de ayer son las víctimas de hoy y no se pueden quejar. Eso también se dijo en Blois, pero nada más inútil que las profecías de un historiador.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍNwww.juanestebanconstain.com

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Blois otra vez

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18.01.2024

Hace quince años, durante el festival de historia que se celebra en la ciudad francesa de Blois, hubo una especie de levantamiento gremial, un acto sedicioso al final de la última jornada del evento en el que todos los invitados firmaron un manifiesto, una proclama que hoy se conoce como ‘el llamado de Blois’ y que aboga por suprimir los intentos gubernamentales de imponer, desde arriba, por decreto, la verdad histórica.

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Claro: muchos de esos intentos gubernamentales tienen que ver con acciones jurídicas y políticas que aspiran a reparar y a resarcir a las víctimas históricas de un horror concreto que se asocia, de alguna manera, con el pasado de ese Estado y esa sociedad que aceptan su culpa y su responsabilidad en un episodio atroz que no debió ocurrir jamás, como en el caso del Holocausto, el genocidio armenio o el tráfico de esclavos entre el siglo XVI y XVIII.

La intención de esas acciones jurídicas y políticas suele ser noble y virtuosa y empieza........

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