Hace unos días, cuando el año pasado estaba aún por terminar, y no podemos descuidarnos con este que apenas empieza porque ya va por el mismo camino: se levanta uno un 11 de enero como si nada y al otro día ya es de nuevo Navidad, el despeñadero cada vez más vertiginoso del tiempo que se ha hecho más rápido y voraz, o no sé si es que en eso consiste la vejez, que cada vez nos hacemos más viejos más rápido.

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Una de las características por excelencia de la niñez, y perdón la digresión pero es 11 de enero, mañana que sea lo que Dios quiera, es la ausencia casi total del sentido y la consciencia del tiempo. Ser niño consiste (o consistía, no sé si eso ya cambió también) en vivir dentro de un presente absoluto y para siempre, removido solo por ciertos hitos rituales y festivos que ocurren cada año, pero como si entre ellos mediara la eternidad.

En fin: hace unos días, al terminar el año, me crucé con una noticia intrascendente que no me importa y que habría querido no abrir ni leer porque me amargó el rato, qué envidia siento por quienes han logrado mantenerse al margen de las redes sociales y conservar el privilegio, un verdadero tesoro, de no saber ciertas cosas, de no enterarse, de ignorar muchos nombres y sucesos que merecen ser ignorados. Yo no puedo, por eso envidio tanto a los que sí.

La noticia que vi fue la de las declaraciones de Damon Albarn, el cantante del grupo inglés Blur, en las que decía que los Rolling Stones son una vergüenza porque llevan ya demasiado tiempo siendo lo que son y cada vez son peores. Es su opinión, claro, además la opinión de un tipo sin duda talentoso; pero me dieron tanta furia su arrogancia y su mezquindad, su cretinez y sus palabras innecesarias, que pensé que era eso, un pelotudo, como dicen en Argentina.

Me fascina ese insulto lleno de matices y posibilidades que, en muchos casos, no tiene rival ni sucedáneo, nada lo puede remplazar, por eso es una lástima que no se haya universalizado, valga decirlo así, en todo el ámbito de la lengua española, aunque solo a los argentinos les suena con esa gracia y ese peso, ese tono lapidario que define a la perfección a quien “tiene pocas luces o que obra como si las tuviera”, la definición es de la Real Academia Española.

Me dieron tanta furia su arrogancia y su mezquindad, su cretinez y sus palabras innecesarias, que pensé que era eso, un pelotudo, como dicen en Argentina.

Los italianos tienen un insulto así que también existe en español pero que no se usa jamás en nuestra lengua, no en ese sentido, no de esa manera, y es una pena, porque nada exprime y resume como él, en determinados momentos, la percepción y la certeza de la idiotez de alguien, y más que la idiotez a secas, la idiotez ejercida con desenfado y con método, con tenacidad, con generosidad hacia el prójimo. Es cuando los italianos gritan, ya exhaustos: “¡Deficiente!”.

También en español existe la palabra ‘santimonia’, tan rara que el corrector del computador aquí me la está subrayando en rojo, pero la acabo de ver en el Drae y es dos cosas a la vez: una planta y un sustantivo que sirve para nombrar la santidad. En inglés fue un insulto acuñado por William Shakespeare y quiere decir mojigato, morrongo, un poseso de su superioridad moral: un santimonio, qué bien sonaría en nuestra lengua decirlo así.

Aunque a la hora de injuriar nada supera el ‘habla de germanía’ del Siglo de Oro español, la jerga de los truhanes en la que se podía decir como si nada: cagalindes (cobarde), belitre (mezquino), quitahipos (un feo), robaperas (un don nadie), zampalimosnas (el que sabletea a los amigos y les pide plata), abaquista (el tacaño que no les presta a los amigos), alarbe (ignorante), palanquín (un ganapán, un vividor).
Ya lo decía Robert Graves en un magnífico libro sobre el tema: nada revela la salud de una civilización como sus insultos.

O como dice un amigo costeño: “Qué libro ni qué mondá”.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍNwww.juanestebanconstain.com

(Lea todas las columnas de Juan Esteban Constaín en EL TIEMPO, aquí)

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Buenos insultos

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11.01.2024

Hace unos días, cuando el año pasado estaba aún por terminar, y no podemos descuidarnos con este que apenas empieza porque ya va por el mismo camino: se levanta uno un 11 de enero como si nada y al otro día ya es de nuevo Navidad, el despeñadero cada vez más vertiginoso del tiempo que se ha hecho más rápido y voraz, o no sé si es que en eso consiste la vejez, que cada vez nos hacemos más viejos más rápido.

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Una de las características por excelencia de la niñez, y perdón la digresión pero es 11 de enero, mañana que sea lo que Dios quiera, es la ausencia casi total del sentido y la consciencia del tiempo. Ser niño consiste (o consistía, no sé si eso ya cambió también) en vivir dentro de un presente absoluto y para siempre, removido solo por ciertos hitos rituales y festivos que ocurren cada año, pero como si entre ellos mediara la eternidad.

En fin: hace unos días, al terminar el año, me crucé con una noticia intrascendente que no me importa y que........

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