Quizás el rasgo más aterrador y peligroso de esta época en la que vivimos, además de ella misma, como en todas las épocas de la historia, sea la disolución definitiva e irreversible de lo que uno podría llamar ‘el consenso de la realidad’: la aceptación colectiva y resignada, por parte de todos, más o menos, de que hay unos hechos objetivos allá afuera, más o menos, que todos tenemos que reconocer como ciertos y evidentes, más o menos.

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La discusión sobre lo que es la realidad (lo que quiera que llamemos así, incluso con comillas, como decía Navokov que había que escribir siempre esa palabra) ha desvelado desde hace milenios a filósofos y pensadores, tanto que el origen mismo de la filosofía está allí, en la indagación insomne e incisiva de lo que son las cosas y lo que es el mundo, lo que es en últimas eso que llamamos así con comillas o sin ellas: la inasible, la esquiva realidad.

Ahondar en esa discusión, por lo menos aquí, no tiene mayor sentido, salvo por una idea en la que me gustaría insistir, y es que la especie humana aceptó siempre, más o menos, que para poder vivir y seguir adelante tenía que concebir y pactar un consenso en torno a la realidad como un concepto funcional más allá de los problemas filosóficos. Quien se saliera de ese consenso, de hecho, quedaba en el lugar escandaloso de la locura y el extravío.

Por lo general ese consenso estaba determinado por el acatamiento y el cruce de unos hechos básicos e irrefutables que nadie se podía saltar; esos hechos eran los que constituían, en últimas, para bien y para mal, la realidad. Lo que caracteriza a nuestra época, gracias al poder arrollador de las redes sociales, como se ha estudiado desde hace tiempo, es lo contrario, que las cosas ya no son así y que cada quien puede hacer de la realidad una opinión arbitraria.

Hay quienes defienden y difunden una idea de las cosas que no solo no es cierta sino que incluso es perversa y nociva, y lo hacen como un acto de fe

Y no se trata de una aventura individual y romántica, no. Ahora son legiones aplastantes y mayoritarias, imparables, de seres que decidieron que la realidad es solo aquello que coincide con sus prejuicios y sus obsesiones, sus caprichos, sus delirios. Y como esa visión rampante y aberrante de las cosas coincide con la de millones de personas que se retroalimentan y se dan coba y se encuentran en las redes, la percepción no es otra que la de una certeza inamovible.

Es el síndrome de las cadenas de WhatsApp de las tías, con el debido respeto que me merece esa figura sacrosanta, esa institución venerable de las tías, y aquí estoy generalizando y caricaturizando, por supuesto. Pero hay quienes defienden y difunden una idea de las cosas que no solo no es cierta sino que incluso es perversa y nociva, y lo hacen como un acto de fe: la prueba es su teléfono, ay, ahí señalan muy enfáticos con el dedo: mire, mire, mire.

Sobra decir que la verdadera catástrofe de un mundo así reside sobre todo en el orden político, en el destino siempre tan frágil de la democracia y sus valores. Porque el sectarismo, el fanatismo, el totalitarismo, en fin, anidan en esa especie de alienación colectiva que hace que tanta gente defienda, al mismo tiempo, con el alma, toda suerte de disparates y esperpentos, causas ruinosas que no se pueden criticar ni debatir porque sus seguidores están enceguecidos.

En febrero de 1944 (¡1944!) George Orwell escribió una columna en la que decía que iba a ser imposible escribir la historia de su tiempo dado el nivel de enajenación de la mayoría de sus contemporáneos, más preocupados en defender las mentiras y falacias de sus respectivos bandos que en tratar de encontrar algo parecido a la verdad. Y eso que en esos días no había Twitter ni TikTok ni WhatsApp, la única red social era la vida.
Orwell tenía la razón y la tiene cada día más, deberíamos mandarles esa columna a un par de tías.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍNwww.juanestebanconstain.com

(Lea todas las columnas a Juan Esteban Constaín en EL TIEMPO, aquí)

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Como yo diga

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25.01.2024

Quizás el rasgo más aterrador y peligroso de esta época en la que vivimos, además de ella misma, como en todas las épocas de la historia, sea la disolución definitiva e irreversible de lo que uno podría llamar ‘el consenso de la realidad’: la aceptación colectiva y resignada, por parte de todos, más o menos, de que hay unos hechos objetivos allá afuera, más o menos, que todos tenemos que reconocer como ciertos y evidentes, más o menos.

(También le puede interesar: Piedad Córdoba y el Hay Festival)

La discusión sobre lo que es la realidad (lo que quiera que llamemos así, incluso con comillas, como decía Navokov que había que escribir siempre esa palabra) ha desvelado desde hace milenios a filósofos y pensadores, tanto que el origen mismo de la filosofía está allí, en la indagación insomne e incisiva de lo que son las cosas y lo que es el mundo, lo que es en últimas eso que llamamos así con comillas o sin ellas: la inasible, la esquiva realidad.

Ahondar en esa discusión, por lo menos........

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