Un amigo me mandó hace unos días, por WhatsApp, una noticia en España de la que apenas vi el titular: “¿Ha muerto el ‘olor de padre’?”, decía, y me pareció que el solo enunciado era una figura bellísima y evocadora, pensé que se trataba de la constatación y el relato de un hecho terrible, y es que hay olores que están condenados a desaparecer o desaparecieron ya del todo, llevándose consigo, para siempre, el mundo que latía y yacía en ellos.

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No sé por qué, o tal vez sí, pero supuse que en este caso el ‘olor de padre’ al que se refería el titular de la noticia era el de los sacerdotes de antes, con su sotana negra y su sombrero de teja, su olor a incienso y a cajón guardado, como si todo ello fuera parte esencial de su oficio y ministerio. Es más: recordé la historia de don Nicolás Gómez Dávila, que tertuliaba siempre con el padre Wilches, un franciscano que había sido confesor de Pío XII.

El problema es que el padre, alma de Dios, olía a mil demonios, según doña Emilia Nieto Ramos, la esposa de Gómez Dávila, y un día, para invitarlo a dormir a una hacienda que tenían en la Sabana, tuvieron que urdir un plan, una conspiración para emborrachar a Su Eminencia, dormirlo por varias horas, quitarle la sotana, lavarla tres veces en ungüentos de alcanfor y luego ponerla a secar en un jardín de rosas a ver si así se impregnaba un poco.

Parece que igual el operativo no sirvió de nada y el erudito, sabio y adorable padre Wilches, ahora cada vez más interesado en el licor que le habían dado aquella noche, siguió oliendo toda la vida a lo mismo, quizás porque no era su ropa lo que rezumaba esa fragancia sino su oficio, su profesión. Para decirlo con las palabras de ese titular español que tanto llamó mi atención y me conmovió, el padre Wilches olía a padre, eso era todo.

Y es que no hay, se sabe desde la Antigüedad, mejor detonante de la memoria que un olor, como si nuestras sensaciones más intensas estuvieran ancladas allí.

Un olor que se ha perdido como tantos más, volví a pensar, y entonces quise leer la noticia de ese titular pero para mi sorpresa no tenía ningún contenido teológico ni sacramental sino que se refería a un hecho más bien banal, y es que en España y en América Latina, hasta donde entendí lo que leía, todo más bien confuso y vago, van a ‘descatalogar’ la loción masculina Old Spice, que muchos asocian con el ‘olor de padre’: el olor del papá antes de irse a trabajar.

Igual la idea es la misma, aunque me gustaba mucho más, quizás por esa anécdota maravillosa del padre Wilches y su amistad y sus tertulias con don Nicolás, la del ‘olor de padre’ como un olor sacerdotal y ya en vías de extinción; pero también la historia de una colonia que se acaba tiene que ver con una sensación parecida de orfandad e irremediable pérdida para quienes asocian ese olor particular con sus recuerdos y nostalgias.

Y es que no hay, se sabe desde la Antigüedad, mejor detonante de la memoria que un olor, como si nuestras sensaciones más intensas estuvieran ancladas allí, dormidas en un aroma que es capaz de llevarnos de inmediato, como en un golpe de gracia, a un pasado que se despierta y se renueva gracias a lo que olía cuando lo vivimos por primera vez –cuando fue presente, para siempre–, de allí nuestro apego y fascinación con esa eficaz máquina del tiempo.

Estoy seguro de que todos tenemos un catálogo de olores (y sabores y canciones, pero ese es otro capítulo) que nos llevan a momentos dichosos de la vida; en mi caso podría mencionar cualquiera sin dudarlo ni un segundo: el olor de los cajones de la máquina de coser de mi abuela, por ejemplo, y cuando me cruzo otra vez con él, lo persigo, casi, es como si volviera a estar con ella y vuelvo al momento mismo en que yo abría esos cajones buscando no sé qué.

Algunos dicen que ese es el famoso ‘olor a guardado’ o el ‘olor a viejo’. Para mí es una de las formas más perdurables de la felicidad.

JUAN ESTEBAN CONSTAÍNwww.juanestebanconstain.com

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Olor de padre

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01.02.2024

Un amigo me mandó hace unos días, por WhatsApp, una noticia en España de la que apenas vi el titular: “¿Ha muerto el ‘olor de padre’?”, decía, y me pareció que el solo enunciado era una figura bellísima y evocadora, pensé que se trataba de la constatación y el relato de un hecho terrible, y es que hay olores que están condenados a desaparecer o desaparecieron ya del todo, llevándose consigo, para siempre, el mundo que latía y yacía en ellos.

(También le puede interesar: Como yo diga)

No sé por qué, o tal vez sí, pero supuse que en este caso el ‘olor de padre’ al que se refería el titular de la noticia era el de los sacerdotes de antes, con su sotana negra y su sombrero de teja, su olor a incienso y a cajón guardado, como si todo ello fuera parte esencial de su oficio y ministerio. Es más: recordé la historia de don Nicolás Gómez Dávila, que tertuliaba siempre con el padre Wilches, un franciscano que había sido confesor de Pío XII.

El problema es que el padre, alma de Dios, olía a mil........

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