Antes las mujeres no existíamos más allá de una creación hecha por hombres. Diosas, brujas, santas, diablas, siempre demasiado angelicales o satánicas. Siempre demasiado. Nunca un matiz, un color. Solo blanco o negro. La santa o la puta. La madre perfecta o la madrastra desalmada. Y, entre tanto pasquín, personajes adorables, temibles, sin duda fascinantes. La mujer dócil, la ‘femme fatale’, la sometida por convicción, la loca, todas ellas desfilaron durante siglos y siglos por las páginas de esa catedral en ruinas que conocemos como la cultura occidental.

Pero en el siglo XIX hay de golpe un giro en la trama, una vuelta de tuerca, el conflicto necesario que le da vuelta al mundo: la mujer comienza a recibir más educación, a tener más libertades y, en consecuencia, a escribir. Y, claro, como era de esperarse, la mirada romántica que tenían algunas plumas masculinas sobre el género femenino como fuente de graciosas criaturas domésticas, de golpe adquiere profundidad, matices. Poco a poco va surgiendo la gran revolución ocasionada por el surgimiento de una voz distinta en el discurso oficial.

Pero esta revolución no se dio entre ositos de peluche y ramos de rosas. Se dio en la desgarradura de mujeres que tuvieron que romperse entre lo que la sociedad esperaba que fuesen y el papel que eligieron a sangre y tinta para abrirse camino. Y es que, si bien desde Sheherezade a nuestros días, hemos sido contadoras de historias por naturaleza, la mujer que escribe, la mujer que se escribe, pasa a inventarse a sí misma, a reinventarse.

La mujer que se apropia de la palabra entra en relación directa consigo misma, con su identidad y sus fantasmas, con sus verdaderos anhelos, miedos y deseos. Y es así como la mujer que se hace lectora, que tiene un criterio, una opinión, una visión, una idea, una historia para contar, un contraargumento, va conquistando un espacio al que solo ella tiene acceso, o bien, como diría Virginia Woolf, una habitación propia.

‘Una habitación propia’ me dio Virginia Woolf cuando, en cuarto semestre de literatura, fue la primera mujer a la que leí después de haber disfrutado de autores como Shakespeare, Cervantes y Tolstoi. ‘Una habitación propia’ donde entendí que una mujer puede mirarse a sí misma, pensarse a sí misma y, al final, inventarse a sí misma. La caja de Pandora que ella abrió me mostró un mundo de paisajes hasta desconocidos: María Luisa Bombal, Colette, Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet, Clarice Lispector, entre otras, fueron creciendo dentro de mí como un bosque.

Mis nuevas maestras me arrastraban como un río de corriente cálida hacia un mundo inexplorado de afinidades secretas, de soledades compartidas y sublimes. Fue así, en medio de este viaje sin retorno, como empecé a descubrir a quienes considero mis guías. A ellas, que tienen un cuerpo como el mío, experiencias emparentadas con las que he vivido, y el sueño de encontrarse algún día en esta tierra sin tener que ser víctimas o heroínas, a ellas dedico esta columna hoy: a quienes con sus vidas y sus convicciones abrieron el camino hacia la libertad sobre el que hoy deambulamos.

La posibilidad de ser escritoras, por ejemplo, de dedicarnos a un oficio donde tenemos la potestad de expresarnos en voz alta y que nuestras ideas sean tomadas en cuenta, fue la lucha a muerte de otras en su tiempo. De otras delirantes, lunáticas. Mujeres tan fantasiosas en ese patriarcado incuestionable en que nacieron, que hasta creyeron que algún día podríamos recibir educación, podríamos votar, trabajar, tomar nuestras propias decisiones.

Me siento honrada y agradecida de poder dedicarme a este oficio de hilvanar una palabra detrás de otra. Y no olvido, como no debería hacerlo ninguna, que nuestras libertades individuales se las debemos a unas mujeres que en su tiempo fueron anuladas, perseguidas, violentadas y tildadas de lunáticas. Y si eso es ser lunáticas, lunática espero ser también yo cuando sea grande. Amén.

MELBA ESCOBAR

En X: @melbaes

(Lea todas las columnas de Melba Escobar en EL TIEMPO aquí)

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Mujeres inventadas

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11.03.2024
Antes las mujeres no existíamos más allá de una creación hecha por hombres. Diosas, brujas, santas, diablas, siempre demasiado angelicales o satánicas. Siempre demasiado. Nunca un matiz, un color. Solo blanco o negro. La santa o la puta. La madre perfecta o la madrastra desalmada. Y, entre tanto pasquín, personajes adorables, temibles, sin duda fascinantes. La mujer dócil, la ‘femme fatale’, la sometida por convicción, la loca, todas ellas desfilaron durante siglos y siglos por las páginas de esa catedral en ruinas que conocemos como la cultura occidental.

Pero en el siglo XIX hay de golpe un giro en la trama, una vuelta de tuerca, el conflicto necesario que le da vuelta al mundo: la mujer comienza a recibir más educación, a tener más libertades y, en consecuencia, a escribir. Y, claro, como era de esperarse, la mirada romántica que tenían algunas plumas masculinas sobre el género femenino como fuente de graciosas criaturas domésticas, de golpe adquiere profundidad, matices. Poco a poco va........

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