Yo no sé si es un pecado o un trastorno. Yo no sé si es un vicio o es un tic. Pero en Colombia hemos sido buenos, buenísimos, para convertir ciertas palabras justas en “malas palabras”: “Izquierda”, “Derecha”, “Centro”, “Activismo” y “Tecnocracia”, por ejemplo, ya no son conceptos, sino insultos. No es claro que el melodrama de las redes, o sea esta furia lacrimógena, pase también allá afuera, pero sí está probado que son las manadas las que, en su afán por prevalecer y cerrarles el paso a los otros, tienden a reducir la lengua a su pequeña jerga. Pierde uno el tiempo reivindicando al activista que defiende nuestras libertades o al tecnócrata que tiene fe en que gobernar ya está escrito. Nos gusta enmugrar. Nos gusta desoír. Ya nadie tiene tiempo para hacer política.

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El mundo es dramático. Siempre hay conflicto y siempre hay suspenso. Y los ficcionadores –sobre todo los guionistas– saben que en las escenas más iluminadoras los dos personajes enfrentados tienen toda la razón: como en cualquier partido de tenis, antagonista se vuelve sinónimo de protagonista. No sucede así en el debate público. No sucede así en estos días en los que, por andar varados en el viejo desafío “derecha versus izquierda”, perdemos de vista que la batalla verdadera es entre demócratas y tiranófilos. No sucede así en el pulso de la semana, de Patria Boba y Patria Loca, de esos “activistas” y esos “tecnócratas” que tienen en común la marca triste de nuestra época: la incapacidad de dar con lenguas comunes, la incapacidad de hacer política.

De cierto modo, era cuestión de tiempo que se diera este choque. Desde los sesenta –dice Jesús Martín– la Academia se dedicó a deslegitimar los conocimientos que no pasaran por sus salones. Pronto, la política dejó de ser un arte para volverse una ciencia. Ciertas cabezas, convencidas de que era más seguro administrar que gobernar, más verdadera la estadística que la moral, más confiable perfeccionar los pragmáticos medios que debatir los dramáticos fines, dedicaron sus vidas –de buena fe– a que la tecnocracia suplantara al poder. Sobre la base de esas convicciones que eran también menosprecios, se crecieron, entonces, algunos activismos: “No somos cifras, sino vidas”, se dijo. Y la revolución de internet, de los blogs a las redes, sirvió de altavoz a las causas, pero también condujo a que sus defensores despreciaran a los expertos.

Tanto a los “tecnócratas” como a los “activistas” parece exasperarles la política. Como están las cosas, tan lejos del sentido común, sería un milagro reconocido por la Iglesia que comprendieran que el hecho de que solo el 3 por ciento de los viejos del Putumayo tengan pensión –he ahí una devastadora estadística de la Contraloría– solo puede solucionarse si la fuerza moral de los activistas es conducida por la experiencia de los profesionales. Baste recordar los nombres de nuestros cancilleres de 2018 en adelante para captar que el desprecio del funcionario de carrera no es de derecha ni de izquierda. Baste pensar en un embajador burdo o en un fiscal anticorrupción que dedique el tiempo libre a la corrupción para caer en cuenta de que la ciudadanía no teme a tecnócratas ni a activistas, sino a cínicos e incompetentes.

¿No hay nadie más para nombrar en este país de 51 millones de personas? ¿No hay nadie más, solo este puñado de apellidos de derecha e izquierda que hacen todos los papeles, como el elenco de Sábados felices, para sacar adelante una democracia que resista los autoritarismos? ¿Cuántas marchas contra el Gobierno y cuántas marchas contra el Estado tienen que pasar para que los unos se den cuenta de que jamás van a vencer a los otros? ¿Qué país nos queda, en la noche, después de los insultos?

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08.03.2024
Yo no sé si es un pecado o un trastorno. Yo no sé si es un vicio o es un tic. Pero en Colombia hemos sido buenos, buenísimos, para convertir ciertas palabras justas en “malas palabras”: “Izquierda”, “Derecha”, “Centro”, “Activismo” y “Tecnocracia”, por ejemplo, ya no son conceptos, sino insultos. No es claro que el melodrama de las redes, o sea esta furia lacrimógena, pase también allá afuera, pero sí está probado que son las manadas las que, en su afán por prevalecer y cerrarles el paso a los otros, tienden a reducir la lengua a su pequeña jerga. Pierde uno el tiempo reivindicando al activista que defiende nuestras libertades o al tecnócrata que tiene fe en que gobernar ya está escrito. Nos gusta enmugrar. Nos gusta desoír. Ya nadie tiene tiempo para hacer política.

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El mundo es dramático. Siempre hay conflicto y siempre hay suspenso. Y los ficcionadores –sobre todo........

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