Por lo despejado, por lo manso, el domingo 31 de diciembre de 2023 había parecido un día de otro año. Ya no llovía ni iba a llover más porque no hay aguacero que dure cien años ni prestador de servicios que lo resista. Y entonces, apenas empezó a ser lunes 1.º de enero de 2024, en las calles de este barrio viejo se vio una pequeña multitud de trabajadores empeñados en cumplir –con sus alegres maletas de rueditas– el ritual de dar la vuelta a la manzana para que la providencia conceda un par de viajes lejos de esta realidad tan cara. Corte a: el horizonte azulísimo de la primera mañana, tan limpio, tan lento y tan vacío, que a duras penas ven las gentes adormiladas que salen a pasear a sus perros, y que las ventanas enguayabadas, que duermen el comienzo de la cuesta de enero, se pierden para siempre.

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No hay nadie por ahí. Solo se oye, en la Plaza de Bolívar, la voz genérica del alcalde Galán: “Una Bogotá que sea la misma para todos los ciudadanos”, propone, acompañado por su gabinete, en una posesión que también –como la del 7 de agosto de 2022– reivindica cuarenta años de luchas nuestras. Habla de una ciudad que impulse la generación de empleo porque ese es el asunto de fondo en estos días. Sabe bien que, si uno se fija un poco, todas las noticias de todos los medios están reclamándonos la dignidad de los trabajadores: una multinacional es acusada de abuso laboral, un jefe atropella a un empleado que reclama su liquidación, un senador insólito, autor de la frase “de desigualdad nadie se ha muerto”, usa su tarjeta de crédito para pedir a la Fontana de Trevi que el comunismo no se tome el país.

Tiene que poderse conciliar las ilusiones del discurso de la Plaza de Bolívar con las ilusiones de esa ciudadanía a crédito –sitiada por alzas e intereses

Sé que hay empresarios admirables que han dedicado su vida a la transformación social del país. Pero en estos días de tregua vale la pena pasarse por el segundo piso del Museo Nacional, que arma el rompecabezas de esta salvaje historia de explotación, y de deshumanización de aquellos que so lo alcanzan a soñar con un empleo, para recordar que no hemos superado del todo los tiempos de la Colonia: “Yo no sabía que era malo matar indios”, puede leerse, en la exposición, en un artículo de EL TIEMPO sobre la matanza de La Rubiera. Sigo dándole vueltas a la sospecha de que durante décadas, de La vorágine a La estrategia del caracol, el tema del arte colombiano –o sea el nudo de esta sociedad– fue el abuso del trabajador abatido en el contexto de la violencia. Y espero que estemos empezando un año que pruebe que hemos superado el esclavismo.

Y que muletillas criollas como “agradezca que tiene trabajo” o “Dios proveerá” dejen de ser cortinas de humo para incumplir las leyes laborales.

Que nadie se guíe por lo que pasa en las redes sociales este lunes 1.º de enero: los vaticinadores del apocalipsis, que de 2023 a 2024 han seguido presumiendo la mala fe, y devaluando la tarea de la crítica, y viendo a los propios más sabios y a los ajenos más turbios de lo que son, se han levantado a pasear el ego. Siempre será desconcertante que la vocación de unos sea el hobby de otros, pero nada como estos economistas aficionados, que habrán de pagar el aumento de la cuenta del agua, explicándonos empiyamados –y desde el inodoro– por qué el nuevo salario mínimo va a hundirnos o a salvarnos. Y, sin embargo, tiene que poderse conciliar las ilusiones del discurso de la Plaza de Bolívar con las ilusiones de esa ciudadanía a crédito –sitiada por alzas e intereses– que ya se asoma a las ventanas.

Sé que el Concejo de Bogotá ha empezado su labor honrando, como los déspotas, como los explotadores, la tradición de desconocer a la oposición.
Sé que este es un “año bisiesto, año siniestro”. Pero las cabañuelas, que son mucho más científicas que las redes, están prediciendo un horizonte.

RICARDO SILVA ROMERO

(Lea todas las columnas de Ricardo Silva Romero en EL TIEMPO, aquí)

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05.01.2024

Por lo despejado, por lo manso, el domingo 31 de diciembre de 2023 había parecido un día de otro año. Ya no llovía ni iba a llover más porque no hay aguacero que dure cien años ni prestador de servicios que lo resista. Y entonces, apenas empezó a ser lunes 1.º de enero de 2024, en las calles de este barrio viejo se vio una pequeña multitud de trabajadores empeñados en cumplir –con sus alegres maletas de rueditas– el ritual de dar la vuelta a la manzana para que la providencia conceda un par de viajes lejos de esta realidad tan cara. Corte a: el horizonte azulísimo de la primera mañana, tan limpio, tan lento y tan vacío, que a duras penas ven las gentes adormiladas que salen a pasear a sus perros, y que las ventanas enguayabadas, que duermen el comienzo de la cuesta de enero, se pierden para siempre.

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