Sigue en pie la guerra. Está en todas partes, como Dios, el desprecio voraz por la vida. Y es justo que nos perdamos en los agónicos titulares de la semana, pero quizás sea bueno insistir en que el sentido de este gobierno –bueno y regular y malo– tiene que ser el fin de la inercia colombiana. Que los analistas se confundan. Que los papas de los gremios se exasperen. Que los herederos compartan las juntas. Que los liderazgos del país se parezcan más al país. Que los legisladores lean la letra menuda. Que los jueces cuiden la democracia. Y que el Gobierno mismo se sacuda el sectarismo, el machismo, el desprecio por todas las luchas ajenas, la corrupción que denunció hasta llegar al poder y la resignación a que 40 firmantes de paz y 157 líderes sociales hayan sido asesinados en este año de esta tierra.

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Que es, si uno lo piensa, la resignación a que Colombia siga siendo cogobernada por una maraña de grupos armados.

Cómo acabar con esta rendición. El reconocido líder nasa Phanor Guazaquillo Peña fue asesinado el domingo en Puerto Asís, Putumayo, en el funeral de un defensor que había muerto en un accidente: la verdad es que vivió abandonado a su suerte entre esas bandas de nombres rimbombantes, que son tiranías dentro del Estado, hasta que le llegó aquel final a tiros que la Defensoría del Pueblo había vaticinado. El firmante de paz Wilmer Pérez se había salvado por poco de un atentado en Florencia, Caquetá, pero, no obstante las veintiocho alertas tempranas de la Defensoría que rogaron protección a los excombatientes, fue asesinado el martes en la Y de Calarcá, Quindío, por quién sabe cuál banda de todas las que se han tomado la región. Qué tiene que pasarnos para que todo asesinato sea magnicidio.

Suena a que este gobierno tendría que ser el fin de la era de la inercia en la que ha dado igual la guerra porque el país sigue siendo un buen negocio.

Una vez más: el sentido de este gobierno tendría que ser el fin de nuestra inercia. Cierta derecha, tan temerosa como temible, ha estado descubriendo la democracia en estos dieciséis meses: el equilibro de poderes que nos salvó de que el uribismo se quedara con todo para siempre, la importancia de que los congresistas no se vendan al mejor postor, el carácter sagrado de la libertad de expresión, el acto de coraje que es la diplomacia, el desangre macabro que nos sigue definiendo. Corresponde ahora a la gente que jamás iba a llegar al poder –pero llegó– atender sus propias plegarias: demostrar que el pluralismo es la salvación de una sociedad, que la crítica es un gesto de la lealtad, que cuando se discute “el sistema de salud” se juega con la vida ajena, y la paz se aleja cada vez que se estigmatiza a quien vea el país de otra manera.

Desanima que sigan saliendo funcionarios serios por decir lo que piensan. Descorazona que el Presidente comente las 90 masacres de 2023 como un columnista. Desmoraliza que el ministro de Defensa se encoja de hombros ante la pesadilla del Cauca.

Podría pensarse que Colombia es un país sofisticado en el que los reclamos de los historicistas libran un pulso con las estadísticas de los tecnócratas. Podría decirse que Colombia es el país que acabó con las marcas de gobierno para que el Estado no sea el capricho del narciso de turno. Pero sobre todo estamos rodeados de reportes de esta guerra. Nada como el minuto en el que el representante Aljure, de las curules de paz, pega este grito vagabundo en el Congreso: “Ministro, estoy hablando de Phanor Guazaquillo, el hombre que le presenté y le rogué que lo cuidáramos y ayer lo mataron”, le dice a Velasco. Y suena a que este gobierno tendría que ser el fin de la era de la inercia en la que ha dado igual la guerra porque el país sigue siendo un buen negocio.

Y Colombia ya no es “pasión”, ni es “respuesta” ni “es potencia de la vida”, pero sigue siendo la nación de las masacres.

RICARDO SILVA ROMEROwww.ricardosilvaromero.com

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Inercia

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08.12.2023

Sigue en pie la guerra. Está en todas partes, como Dios, el desprecio voraz por la vida. Y es justo que nos perdamos en los agónicos titulares de la semana, pero quizás sea bueno insistir en que el sentido de este gobierno –bueno y regular y malo– tiene que ser el fin de la inercia colombiana. Que los analistas se confundan. Que los papas de los gremios se exasperen. Que los herederos compartan las juntas. Que los liderazgos del país se parezcan más al país. Que los legisladores lean la letra menuda. Que los jueces cuiden la democracia. Y que el Gobierno mismo se sacuda el sectarismo, el machismo, el desprecio por todas las luchas ajenas, la corrupción que denunció hasta llegar al poder y la resignación a que 40 firmantes de paz y 157 líderes sociales hayan sido asesinados en este año de esta tierra.

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Que es, si uno lo piensa, la resignación a que Colombia siga siendo cogobernada por una maraña de grupos armados.

Cómo acabar con esta rendición.........

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