Uno trata de no empelicularse. Uno hace lo mejor que puede para no sumarse a las teorías de conspiración, ni perderse en las sospechas de novela policiaca que producen las noticias colombianas: “Yo no creo”, repite con el deseo cuando se entera de alguna atrocidad presuntamente cometida por un empleado público. Uno se dice todo el tiempo que la gran mayoría de nuestros funcionarios son de fiar: que son, en efecto, nuestros. Pero esa confianza ciudadana, que es la fuerza de gravedad de la democracia, se va al demonio –por ejemplo– cuando el exdirector del DPS es buscado por el mundo acusado de ser el cabecilla de una red de corrupción estatal llamada “las marionetas”. Y se vuelve desengaño apenas se escucha al coronel Aguilar confesándole a la JEP que él se inventó los temibles Pepes.

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El coronel recordó la podredumbre porque quiere ser recibido, como agente del Estado, por la Jurisdicción Especial de Paz. Contó que en la finca de alias Puntilla los cadáveres de los enemigos eran arrojados a los cocodrilos. Reconoció que en la cárcel, en la única cancha que no tenía cámaras, una mensajera del magistrado Bustos le pidió cinco mil millones para fallarle a favor. Declaró, con aires de candidato honesto, que jamás aceptó dinero de los paramilitares: “Que haya recibido su apoyo para ser elegido es otra cosa”, explicó. Pero nada tan desolador como su relato escueto e irónico sobre aquella “reunión de inteligencia” con los paramilitares, planeada por el general Maza del DAS, en la que armaron una banda para despistar a esta justicia acorralada.

Pretendía esa reunión, “misión”, “visión”, aplastar al capo que quería acabar con todo. El coronel Aguilar representaba al Bloque de Búsqueda. Los paramilitares, de ‘don Berna’ a Castaño, encarnaban la “banalidad del mal” que se niega a tocar fondo porque es un círculo vicioso. Y entre todos, miembros de una alianza del Estado con el hampa, pensaron qué tanto se valdrían del terrorismo para lograr sus propósitos, cuál sería el estilo de los asesinatos que cometerían, qué clase de tipografía tendría el volante que sería plantado por la unidad de levantamiento después de cada golpe. Fue el coronel el que bautizó la banda cuando le pasó al lado un policía con jeans Pepe: “Los que están haciendo esto son Los Pepes”, dijo, “los perseguidos por Pablo Escobar”. Y siguió esa guerra entre la guerra que terminó con un disparo de Aguilar al corazón del tal Patrón.

Uno se dice a uno mismo “estoy exagerando”: “no puede ser”. Pero luego resulta que todo lo torcido y todo lo macabro es verdad.

O sea que ha sido sensato no solo mirar con recelo, sino temerle al Estado. O sea que tenían toda la razón los conspiranoicos de cafetería que insistían en que el DAS se había aliado con los peores para aniquilar a los peores. O sea que les pagábamos los sueldos a “las fuerzas oscuras” de las que se hablaba tanto en los años ochenta. O sea que han estado en lo cierto estas generaciones descreídas que asumieron que cualquier gobierno es traición. O sea que aquí han sucedido una sarta de crueldades que solo podrían ocurrírsele a un psicópata: el otro día, el exdirector de La Modelo reveló, ante la JEP también, que a los presos se les daba de comer carne molida de los cuerpos desaparecidos en los túneles de las cárceles.

Uno se dice a uno mismo “estoy exagerando”: “no puede ser”. Pero luego resulta que todo lo torcido y todo lo macabro es verdad. Estamos condenados a contarnos cómo los narcos rehicieron –mal hecho– a este país, y estamos condenados a repasarlo en libros y en películas y en series, porque aún no aceptamos las dimensiones del asunto. Tenemos que poner el horror sobre la mesa. Y la JEP, que la derecha ha temido tanto, no solo está recordándonos las dimensiones de la degradación, sino que, bien vista, bien usada, podría devolvernos la confianza en el Estado.

RICARDO SILVA ROMERO www.ricardosilvaromero.com

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26.01.2024

Uno trata de no empelicularse. Uno hace lo mejor que puede para no sumarse a las teorías de conspiración, ni perderse en las sospechas de novela policiaca que producen las noticias colombianas: “Yo no creo”, repite con el deseo cuando se entera de alguna atrocidad presuntamente cometida por un empleado público. Uno se dice todo el tiempo que la gran mayoría de nuestros funcionarios son de fiar: que son, en efecto, nuestros. Pero esa confianza ciudadana, que es la fuerza de gravedad de la democracia, se va al demonio –por ejemplo– cuando el exdirector del DPS es buscado por el mundo acusado de ser el cabecilla de una red de corrupción estatal llamada “las marionetas”. Y se vuelve desengaño apenas se escucha al coronel Aguilar confesándole a la JEP que él se inventó los temibles Pepes.

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