Yo no sé si haya habido peores torturas en la historia de los países mal hechos, pero hubo un colombiano que estuvo secuestrado trece años, cinco meses y un día. Hace veinticinco años, en la sangrienta toma de Mitú que las Farc llevaron a cabo en la madrugada del domingo 1º de noviembre de 1998, 61 miembros de la fuerza pública terminaron en las celdas de la guerrilla: el sargento César Lasso tuvo que esperar hasta el lunes 2 de abril de 2012 para ser liberado, y mil veces pensó “mejor morir y descansar”, y le cayeron bombas y rayos a unos pasos, y su estómago era un puño porque su familia no tenía paz, y sus hijos dejaban de ser niños sin él, y sus compañeros lo miraban, entre las púas de las jaulas, con cadenas en el cuello. De vuelta en su casa, Lasso se dedicó a perdonar. Pero al país lo une, creo, el dolor por todo lo que ese hombre –o sea cada secuestrado– se vio forzado a soportar.

(También le puede interesar: Noticiero)

Es monstruoso este desdoblamiento nuestro. No nos ponen de acuerdo las 8.775.884 víctimas del conflicto –los 752.964 desplazados, los 450.664 asesinados, las 32.446 víctimas de violencia sexual, los 16.238 niños reclutados, los 6.402 falsos positivos– no sólo porque las cifras del horror sólo pueden asimilarse una por una, sino porque las guerras enseñan a reducirlo todo a bajas de enemigos: a repetir que hay “buenos muertos” y que los acribillados “no estarían recogiendo café”. Pero todo parece indicar que los 50.770 secuestrados, de 919 municipios del mapa, sí nos ponen en la misma página: sí nos parten el alma al mismo tiempo. Y que el Eln se llevara al padre del futbolista Luis Díaz nos revolvió el estómago y nos revivió la indignación con esos defensores del pueblo que en verdad son sus verdugos.

Pero este país debería entrar en huelga, repito, hasta que todas las torturas de esta guerra sean impensables.

El secuestro era cosa del pasado. Ya se había vuelto, de Soy libre a No hay silencio que no termine, un género literario escrito por sus sobrevivientes. Ya millones de colombianos habían marchado contra ese suplicio. Ya el Centro de Memoria tenía documentado el martirio en un informe llamado Una sociedad secuestrada. Ya nadie hablaba de “pescas milagrosas”. Ya no se emitía Las voces del secuestro. Ya los excomandantes de las Farc, firmantes de paz que cumplieron, habían pedido perdón en una audiencia de la JEP. Ya la Comisión de la Verdad guardaba los testimonios para comprender “la muerte suspendida”. Ya circulaba un bello documental, Del otro lado, que hacía impensable el asunto. Pero aquí estamos: desde 2019 crecen y crecen los casos, y quizás sea para que nos neguemos a rutinizar esta barbarie.

Vale la pena escuchar el capítulo de Un periódico de ayer, el pódcast de La No Ficción, que arma el rompecabezas del secuestro “porque sí” de Gerardo Angulo y Carmenza Castañeda. Vale la pena ver Los asesinos de la luna, obra maestra, para recordar que los villanos no saben que lo son. Ha habido colombianos metidos a secuestradores como si estuvieran haciendo un trabajo y los traumas fueran gajes del oficio. Y, para que ni al mundo ni a nosotros se nos olvide que convivir con la guerra prueba el fiasco humano, vimos a Luis Díaz mostrar una camiseta que dice “libertad para papá” luego de hacer el gol del empate. Y un par de días después nos dedicamos a esperar el extraño regreso a la libertad de aquel señor que se llevaron por “error” –lo dijo el Eln– aquellos raptores que ya ni saben qué es raptar.

Sospecho que lo más fácil, porque también afecta a las ciudades, es empezar por parar hasta que entre en desuso el verbo “secuestrar”.

Pero este país debería entrar en huelga, repito, hasta que todas las torturas de esta guerra sean impensables: hasta que callen los saboteadores de los diálogos, y los operarios de la violencia vuelvan de su embrujo y cumplan con la paz.

RICARDO SILVA ROMEROwww.ricardosilvaromero.com

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10.11.2023

Yo no sé si haya habido peores torturas en la historia de los países mal hechos, pero hubo un colombiano que estuvo secuestrado trece años, cinco meses y un día. Hace veinticinco años, en la sangrienta toma de Mitú que las Farc llevaron a cabo en la madrugada del domingo 1º de noviembre de 1998, 61 miembros de la fuerza pública terminaron en las celdas de la guerrilla: el sargento César Lasso tuvo que esperar hasta el lunes 2 de abril de 2012 para ser liberado, y mil veces pensó “mejor morir y descansar”, y le cayeron bombas y rayos a unos pasos, y su estómago era un puño porque su familia no tenía paz, y sus hijos dejaban de ser niños sin él, y sus compañeros lo miraban, entre las púas de las jaulas, con cadenas en el cuello. De vuelta en su casa, Lasso se dedicó a perdonar. Pero al país lo une, creo, el dolor por todo lo que ese hombre –o sea cada secuestrado– se vio forzado a soportar.

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