Cuando era niño, me fascinaba oír la historia de un encuentro entre Ricardo Corazón de León y el sultán Saladino durante la Tercera Cruzada en el que, a petición del sarraceno, Ricardo mostró su descomunal fuerza partiendo de un solo tajo un grueso tronco en dos.

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Aplaudiendo la demostración de fuerza, Saladino respondió arrojando al aire un fino velo de seda para dividirlo, suavemente, en dos partes con su cimitarra forjada con el acero de Damasco.

Mi primera impresión fue de admiración a la descomunal fuerza y excepcional habilidad del inglés para manejar la mítica Excalibur, una espada que iba del hombro a los pies. Al mismo tiempo, no podía dejar de maravillarme la destreza, el equilibrio y la fortaleza que demanda partir en dos un velo de seda en pleno vuelo.

Sobre todo, creo yo, me asombraba pensar en dos figuras tan dispares en igualdad de circunstancias. Absorto como estaba yo en la grandeza de la civilización de Occidente, nunca imaginé emparejarla con la civilización del mundo árabe. Imperdonable laguna cultural de un niño que ignoraba los ocho siglos de dominación árabe en la península ibérica de mis orígenes.

Nunca ha habido una cultura occidental única que ahora esté amenazada por los intercambios, las transformaciones o los inmigrantes.

En la adolescencia descubrí que el cuento del encuentro entre estas dos figuras colosales era una ficción ideada por sir Walter Scott para El talismán, una de sus novelas sobre la Tercera Cruzada. Sin embargo, saber que se trataba de una fabulación no disminuyó mi fascinación. El cuento me obligaba a la comparación y alimentaba mis dudas. ¿Cuál de las dos hazañas era mayor?

Mi recuerdo viene a cuento porque esta semana leí en el Financial Times un maravilloso artículo de la historiadora inglesa Josephine Quinn, en el que hace un breve resumen de su libro de próxima publicación, How The World Made the West.

En lo esencial, la tesis de Quinn es que la verdadera historia de Occidente es mucho más grande que la que se construyó con las ideas y los valores de la antigua Grecia y Roma, y fue redescubierta en el Renacimiento florentino.

En su libro, Quinn plantea una nueva narrativa en la que se incluyen los miles de encuentros e intercambios globales que paulatinamente fueron construyendo lo que ahora llamamos Occidente. Se trata de una verdadera épica en la que diversas civilizaciones se encuentran, se mezclan, se enredan, se contradicen y se separan.

Piense por ejemplo en la creación del alfabeto por los trabajadores levantinos en Egipto, quienes en un país extranjero se vieron obligados a escribir cosas en su propio idioma por primera vez. O en los romanos, que tomaron prestado un sistema de conteo básico de sus vecinos de habla etrusca. Nuestros números independientes se inventaron en la India alrededor del año 250 a. C., basándose en un sistema de conteo mesopotámico mucho más antiguo.

Para Quinn, intentar entender las civilizaciones de forma aislada es anticuado y erróneo. Son los contactos y las conexiones, más que las civilizaciones solitarias, los que impulsan el cambio histórico. No son los pueblos los que hacen la historia, sino las personas.

La historia de las civilizaciones es la historia de la globalización. Nunca ha habido una cultura occidental única que ahora esté amenazada por los intercambios, las transformaciones o los inmigrantes, por más que demagogos populistas como Adolf Hitler antes, o Donald Trump ahora, nos quieran hacer creer en la pureza de una raza. Después de la invención de los barcos ningún pueblo es una isla, y eso es virtuoso. Sin nuevas relaciones entre diferentes personas que intercambian ideas desconocidas nunca pasaría gran cosa. “Son los contactos y las conexiones los motores del cambio histórico”, escribe la gran historiadora Josephine Quinn.

SERGIO MUÑOZ BATA

(Lea todas las columnas de Sergio Muñoz Bata en EL TIEMPO, aquí)

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La pluralidad de la civilización de Occidente

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13.02.2024

Cuando era niño, me fascinaba oír la historia de un encuentro entre Ricardo Corazón de León y el sultán Saladino durante la Tercera Cruzada en el que, a petición del sarraceno, Ricardo mostró su descomunal fuerza partiendo de un solo tajo un grueso tronco en dos.

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Aplaudiendo la demostración de fuerza, Saladino respondió arrojando al aire un fino velo de seda para dividirlo, suavemente, en dos partes con su cimitarra forjada con el acero de Damasco.

Mi primera impresión fue de admiración a la descomunal fuerza y excepcional habilidad del inglés para manejar la mítica Excalibur, una espada que iba del hombro a los pies. Al mismo tiempo, no podía dejar de maravillarme la destreza, el equilibrio y la fortaleza que demanda partir en dos un velo de seda en pleno vuelo.

Sobre todo, creo yo, me asombraba pensar en dos figuras tan dispares en igualdad de circunstancias. Absorto como estaba yo en la grandeza de la........

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