Si había algo que nos motivaba a levantarnos temprano cada sábado, era el “picadito” que jugábamos en la cancha de microfútbol de Los Caracoles. El compromiso con mis amigos era encontrarnos en la esquina a más tardar las 5:30 a. m., para luego caminar a la cancha, empezar antes de las 6 a. m. y terminar hasta que el sol mostrara su bravura.

Éramos unos adolescentes birriosos. Cuando alguno de nosotros no se levantaba de la cama, los demás, en “bonche”, gritaban hacia la casa del dormilón, de vez en cuando tirábamos piedritas a las ventanas para no despertar a los vecinos. La idea era sumar mínimo 10 jugadores para armar dos equipos de cinco.

A Juan, siempre había que pegarle el grito. Salía de su casa con los pies descalzos, sin peinarse ni lavarse la cara. Lo que más nos llamaba su atención eran sus ojos rojos, como si hubiera dormido poco... decíamos en broma: “Como si estuviera trabado”. En el camino nos topábamos con señores que madrugaban a trotar en círculos el campo de sóftbol que tiene a un lado la Parroquia San Vicente de Paúl, y del otro, el Centro Recreacional Napoleón Perea. La cancha de micro, que queda cerca del colegio Almirante Colón, tenía una puerta verde que permanecía abierta. Por allí entrábamos a recrearnos un par de horas. Pero, no éramos los únicos.

Mientras corríamos detrás del balón percibíamos un olor a marihuana que por momentos era insoportable. Venía de ahí adentro, eran muchachos que se subían a un árbol a fumar, o se escondían detrás de las gradas o se sentaban en unas escaleras que dan a una reja que conecta la cancha con el centro recreacional.

Un sábado de agosto, cuando la brisa mañanera despeinaba aún más a Juan, vimos que ocho policías se tiraban de un camión para ingresar a la cancha. De repente, dos jóvenes bajaron del árbol, y otros tres subieron raudos la escalera, todos se metieron a donde estábamos jugando. “Pásala, tócala”, gritaban desesperados para intentar confundir a los uniformados. ¿15 detrás de un balón en una cancha de micro? Eso no se lo creía nadie.

Un policía, con bolillo en mano y el pecho levantado, agarró la pelota y dijo que para él “no era difícil” reconocer a “los fumones”: “analizó” los rostros y las “pintas” de cada uno. Para nuestra sorpresa, al camión subieron a seis, a los cinco “mariguaneros”, y pese a nuestra resistencia, también a Juan. Adivinen por qué.

Corrimos a su casa y encontramos a la mamá fritando unas tajadas. “A Juan lo confundieron, está en el CAI”, le dijimos. Ella, desesperada, apagó el fogón y corrió con nosotros a buscarlo.

Superado el malentendido, ese fue el último sábado que a Juan y a varios más, les permitieron ir a la cancha. El juego terminó, pero no para los que van sin balón.

Adenda: El ministro de Justicia les dice a los padres que, si sus hijos deciden consumir drogas, recomendar que lo hagan en casa. “Mmmm”.

*Periodista y profesor. Magíster en Comunicación.

QOSHE - Juan, el de los ojos rojos - Javier Ramos Zambrano
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Juan, el de los ojos rojos

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17.12.2023

Si había algo que nos motivaba a levantarnos temprano cada sábado, era el “picadito” que jugábamos en la cancha de microfútbol de Los Caracoles. El compromiso con mis amigos era encontrarnos en la esquina a más tardar las 5:30 a. m., para luego caminar a la cancha, empezar antes de las 6 a. m. y terminar hasta que el sol mostrara su bravura.

Éramos unos adolescentes birriosos. Cuando alguno de nosotros no se levantaba de la cama, los demás, en “bonche”, gritaban hacia la casa del dormilón, de vez en cuando tirábamos piedritas a las ventanas para no despertar a los vecinos. La idea era sumar mínimo 10 jugadores para armar dos equipos de cinco.

A Juan, siempre había que pegarle el grito. Salía de su casa con los pies descalzos,........

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