Los demoledores resultados del último informe PISA con respecto a Catalunya han encendido todas las luces de alarma. Se ve que, a pesar de las llamadas de alerta de algunos docentes, de algunos padres, de algunos profesionales del mundo de la enseñanza, de algunos ciudadanos en general, no se sabía que la escuela pública catalana hace tiempo que va mal y ha sido necesaria una acción contundente como esta para que todo el mundo se pusiera las manos en la cabeza. La reacción, de momento, ha sido la típica del ahora todos a correr: el president de la Generalitat, Pere Aragonès, ha celebrado una cumbre con los partidos presentes en el Parlament y la consellera de Educació, Anna Simó, ha anunciado un decálogo para revertir la situación que, sin embargo, más bien parece un catálogo de buenas intenciones y nada más.

El informe PISA, que corresponde a las siglas en inglés de Programme for International Student Assessment y que en castellano se conoce como Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos, es un proyecto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) que cada tres años mide las habilidades y los conocimientos de los estudiantes de 15 años de ochenta países en lectura, matemáticas y ciencias mediante unos exámenes en estas tres materias con el fin de comprobar si los sistemas de enseñanza empleados funcionan. Y lo que se ha hecho público no hace mucho constata la caída generalizada del nivel del alumnado en el periodo comprendido entre el 2018 y el 2022 —pandemia de la covid incluida—, que en el caso de Catalunya es significativamente grave porque la sitúa a la cola de todo, incluso como la peor de las autonomías del Estado español.

La pregunta es: ¿cómo se ha podido llegar hasta aquí? Se trata de un problema especialmente complejo. Catalunya salió del franquismo con una red de escuelas hasta entonces privadas de calidad, entre ellas, además de las religiosas, las llamadas escuelas del CEPEPC (Col·lectiu d’Escoles per l’Escola Pública Catalana), impulsadas la mayor parte por grupos de padres y de maestros vinculados a la Associació de Mestres Rosa Sensat, que tenían por objetivo convertirse en centros públicos manteniendo el nivel que las había caracterizado y que tanto las había distanciado de la posición. deficiente de la escuela pública franquista. La iniciativa funcionó hasta que aquellos equipos de maestros se empezaron a deshacer, bien por traslados entre escuelas, bien por jubilaciones, y los relevos no satisficieron las expectativas. En paralelo, los continuos cambios de modelos educativos de las autoridades del momento tanto españolas como catalanas —cada vez que había un relevo de siglas en la Moncloa entre PSOE y PP se hacía una ley de educación nueva— crearon incertidumbre entre docentes, padres y alumnos —que si aparece la ESO, que si el BUP se acorta, que si el COU no sé qué—, que muy pronto se tradujo en una bajada del nivel, imperceptible si se quiere de entrada, pero que a copia de los años fue haciendo mella.

Los primeros síntomas se notaron en la época en que las calificaciones numéricas de las materias fueron sustituidas por el "progresa adecuadamente" y el "necesita mejorar" que hacían que no se supiera muy bien si el estudiante tenía que aprovechar el verano para recuperar algo o se lo podía pasar tumbado al sol. Y a partir de aquí la carrera de despropósitos es imparable. Que si no hay que poner notas para que las criaturas no se traumaticen, que si no hay que hacer deberes, que si fuera los libros de texto, que si los chicos y las chicas tienen que ir a la escuela a ser felices, que si la inteligencia emocional tiene que prevalecer por encima de los conocimientos, que si no se puede expulsar a nadie, que si se puede pasar de curso aunque se tengan la tira de materias suspendidas, que si viva el ordenador, que si se abolen las asignaturas y se implanta el aprendizaje dicho por competencias, que si se puede usar el teléfono móvil en clase, que si happyflowers aquí y happyflowers allá, que si... un largo etcétera. A todo ello hay que añadir, además, la descatalanización de la escuela catalana —la farsa de la inmersión lingüística- y la renuncia a los valores de la tradición judeocristiana que ha conformado la civilización occidental en la que se encuentra Catalunya —la absurdidad de esconder cuestiones como las costumbres y las comidas típicas o incluso de sustituir la celebración de la Navidad por las fiestas del solsticio de invierno— para no ofender, no fuera caso, a los recién llegados, que resulta que son mayoritariamente musulmanes, que por norma no tienen ningún tipo de voluntad de integración y que lo único que quieren es que los autóctonos se adapten a ellos.

La situación de Catalunya es la que es después de que la responsabilidad de la enseñanza pública haya estado en manos de prácticamente todos los colores políticos, que lo que han sabido hacer mejor ha sido sacarse las pulgas de encima e intentar socializar las culpas del problema

Todo ello en un proceso de degradación progresiva del sistema educativo durante el cual la caída del nivel del alumnado se disfraza reigualándolo por abajo, es decir, bajando el nivel de todos, en lugar de hacerlo por arriba, de manera que, con la excusa de que nadie se quede atrás, los estudiantes que van mejor salen perdiendo. Y como nunca acaba de funcionar, la operación se repite tantas veces como sea necesario, hasta que llega un momento en que, de tanto bajarlo, el nivel es subterráneo y acaba repercutiendo también en la formación de los propios docentes, que fruto de esta dinámica cada vez salen peor preparados. En idéntica dirección, la asunción de responsabilidades y la cultura del esfuerzo quedan tocadas de muerte cuando el alumno tiene la alternativa de poder pasar de curso igualmente aprobando las asignaturas que suspendiéndolas. ¿Por qué, pues, se debe tomar la molestia de esforzarse para aprobarlas, pudiendo optar por la ley del mínimo esfuerzo? Y una vez se entra en este ciclo perverso, que en la práctica ha reducido la calidad de la escuela pública catalana al nivel de la escuela pública franquista, el trabajo es salir de él.

La realidad, aun así, es que algo hay que hacer para tratar de sacar la cabeza del pozo. La situación de Catalunya es la que es después de que la responsabilidad de la enseñanza pública haya estado en manos de prácticamente todos los colores políticos —CDC, UDC, PDeCAT, ERC y PSC—, que lo que han sabido hacer mejor ha sido sacarse las pulgas de encima e intentar socializar las culpas del problema. Mientras aquí se tardaba en reaccionar, en Francia, el mismo día de conocerse el informe PISA, el ministro de Educación, Gabriel Attal, anunciaba un plan de choque para hacerle frente consistente en dividir al alumnado por nivel, de manera que los que lo tengan más alto no salgan perjudicados, y en reforzar el profesorado de lengua y matemáticas. ¿Alguien se imagina una actuación parecida en Catalunya? Los hechos han evidenciado que no —después de casi un mes el gran acuerdo es crear una comisión de expertos—, pero es obvio que es necesario pasar a la acción, y deprisa.

Los expertos serán, ciertamente, los que tendrán que decidir qué hay que hacer, y los políticos aplicarlo. Que si separar por niveles como en Francia, que si volver a los libros de texto, que si recuperar las asignaturas tradicionales en lugar de perder el tiempo con experimentos que no funcionan, que si restringir el uso de los aparatos informáticos, que si prohibir el uso de los teléfonos móviles en las aulas, que si... Hay, de todas formas, cosas que caen por su propio peso y que es inconcebible que se hayan tolerado, como cómo es posible que esté permitido usar los móviles en clase. Y hay otras que ya se intuye que no llevan a ninguna parte, como qué tiene que ver sufragar con dinero público las actividades extraescolares con mejorar el nivel de los estudiantes en lectura, matemáticas y ciencias. Lo que hace falta es volver a poner cada cosa en su sitio, porque la solución seguro que no vendrá de seguir mezclándolo todo como hace la propia Anna Simó pidiendo ahora ayuda a las familias.

De la enseñanza se ocupa la escuela, de la educación, la familia. Los maestros no tienen que hacer de padres y los padres no tienen que hacer de maestros. Si es posible recuperar ese equilibrio perfecto que durante muchos años funcionó, y funcionó bien, en Catalunya, pero que en un momento determinado se rompió, todavía habrá opciones de encarar e intentar resolver el problema. La incógnita es si se llegará a tiempo.

QOSHE - Enseñar y educar - Josep Gisbert
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Enseñar y educar

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26.12.2023

Los demoledores resultados del último informe PISA con respecto a Catalunya han encendido todas las luces de alarma. Se ve que, a pesar de las llamadas de alerta de algunos docentes, de algunos padres, de algunos profesionales del mundo de la enseñanza, de algunos ciudadanos en general, no se sabía que la escuela pública catalana hace tiempo que va mal y ha sido necesaria una acción contundente como esta para que todo el mundo se pusiera las manos en la cabeza. La reacción, de momento, ha sido la típica del ahora todos a correr: el president de la Generalitat, Pere Aragonès, ha celebrado una cumbre con los partidos presentes en el Parlament y la consellera de Educació, Anna Simó, ha anunciado un decálogo para revertir la situación que, sin embargo, más bien parece un catálogo de buenas intenciones y nada más.

El informe PISA, que corresponde a las siglas en inglés de Programme for International Student Assessment y que en castellano se conoce como Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos, es un proyecto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) que cada tres años mide las habilidades y los conocimientos de los estudiantes de 15 años de ochenta países en lectura, matemáticas y ciencias mediante unos exámenes en estas tres materias con el fin de comprobar si los sistemas de enseñanza empleados funcionan. Y lo que se ha hecho público no hace mucho constata la caída generalizada del nivel del alumnado en el periodo comprendido entre el 2018 y el 2022 —pandemia de la covid incluida—, que en el caso de Catalunya es significativamente grave porque la sitúa a la cola de todo, incluso como la peor de las autonomías del Estado español.

La pregunta es: ¿cómo se ha podido llegar hasta aquí? Se trata de un problema especialmente complejo. Catalunya salió del franquismo con una red de escuelas hasta entonces privadas de calidad, entre ellas, además de las religiosas, las llamadas escuelas del CEPEPC (Col·lectiu d’Escoles per l’Escola Pública Catalana), impulsadas la mayor parte por grupos de padres y de maestros vinculados a la Associació de Mestres Rosa Sensat, que........

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