A Isabel Díaz Ayuso, cada vez que abre la boca, aparte de la bilis que destila de natural, se la nota preocupada por todo lo que le pase y le pueda pasar a la nación española. Y no debería estarlo, porque España no es ni ha sido nunca una nación. ¿Por qué importunarse, pues, por algo que no existe? No es la única, sin embargo. Otros miembros del PP, del PSOE, por descontado de Vox, y del españolismo en general, y cuanto más rancio y recalcitrante más, también lo están. Y la verdad es que cansa oírlos haciéndose las pobres víctimas.

España es un Estado y basta. Un Estado que, en su concepción unitaria y centralista actual, tiene apenas trescientos años de historia, desde que el rey castellano de turno, en aquel caso el Borbón Felipe V, se impuso por la fuerza de las armas a los catalanes. Eso era, aunque algunos españoles lo ignoren o no les guste que se lo recuerden, en 1714. Deberían saber que, aunque con la boda de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, en 1469, en teoría los dos reinos se unificaron, los monarcas castellanos nunca dejaron de jurar las Constituciones de Catalunya y todo el ordenamiento jurídico propio de la Corona de Aragón y del Principado de Catalunya y de prometer la observancia de las libertades, las inmunidades, los privilegios, las gracias, las concesiones, las donaciones, los usos y las costumbres, escritos y no escritos, del referido territorio y su gente, y esto en la práctica significaba que los dos reinos continuaban funcionando por separado, cada uno con sus normas, y que lo único que se había unificado era el rey. Así fue hasta que el ancestro del actual Felipe VI, al ganar la guerra de sucesión al trono al archiduque Carlos de Austria, por quien habían apostado los catalanes, decidió que se lo pasaba todo por el forro y abolió las instituciones propias de gobierno, las constituciones y todo el ordenamiento jurídico del reino de Aragón y lo puso bajo la jurisdicción del reino de Castilla con un régimen absolutista implementado por los Decretos de Nueva Planta.

Es solo a partir de ahí que Catalunya, derrotada militarmente, pasa a formar parte de lo que luego se ha llamado España, y lo hace no por voluntad propia, sino por obligación, por derecho de conquista, reeditado cada vez que ha habido un golpe militar, una guerra civil o una dictadura, como ha sucedido en la mayor parte de estos trescientos años. Y esta es todavía la situación actual. Todo ello evidencia que la nación no es, efectivamente, España, sino Castilla. La nación que históricamente se ha impuesto por la fuerza de las armas a las otras que comparten el territorio de la península ibérica —Catalunya, País Vasco y Galicia—, excepto Portugal, y les ha impuesto su manera de ser y de hacer, o cuando menos lo ha intentado y lo sigue intentando con más o menos fortuna. Ha sido una parte (Castilla), la parte que ha oprimido y subyugado al resto, que se ha asimilado al todo (España). La que sí ha sido siempre una nación es Catalunya, desde hace más de mil años y mucho antes que Castilla, cuando de hecho esta todavía ni existía y más allá del Ebro, en Al-Ándalus, lo único que había era el Califato de Córdoba. Y una nación independiente, surgida de aquella Marca Hispánica creada por el imperio carolingio como frontera precisamente con los sarracenos, del que se separó en el año 988 para emprender el vuelo en solitario hasta llegar, después de momentos de esplendor y otros de no tanto, de momentos de luces y otros de sombras, al infausto 1714.

El quid de la cuestión es si los políticos catalanes están dispuestos a utilizar la condición de minoría nacional de la nación catalana para invocar el principio según el cual tienen derecho a independizarse los pueblos oprimidos por|para la violación masiva y flagrante de sus derechos.

Estaría bien que los españoles conocieran cuál ha sido la historia real y no la oficial que les han enseñado y que a menudo no acostumbra a coincidir con la que ha aprendido el resto de mortales. El problema es que algunos de estos españoles parecen anclados en aquellos libros de historia que se pasaban en las escuelas durante el franquismo en los que, escondido en un rincón que casi no se veía, aparecía un tal Wifredo el Belloso (sic) —así es como se identificaba a Guifré el Pilós—, que no se sabía muy bien a qué venía y que era presentado como un personaje de aspecto sucio y andrajoso que talmente parecía un indigente, y fruto de los mismos libros algunos aún ahora van por el mundo creyéndose que España es el imperio en el que no se pone nunca el sol. Estaría bien que dejaran de vivir instalados en la mentira de Isabel Díaz Ayuso y compañía —Felipe González, por ejemplo, tiene el mismo carácter áspero—, porque ni España es una de las naciones más antiguas del mundo, ni tan siquiera es una nación. Un breve recorrido por la realidad lo desmiente. España es hoy el Estado opresor de Catalunya, de la nación catalana, que, a pesar de los más de trescientos años de sumisión, las vicisitudes vividas y los errores cometidos, seguirá siéndolo mientras existan catalanes, porque que lo sea no depende de ningún texto legal ni de ningún acuerdo político, sino de la voluntad de la gente. Y eso, por ahora, aunque el futuro sea negro, de momento es así.

Que el pacto de JxCat con el PSOE sobre la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno de España reconozca que el conflicto político entre las dos partes se remonta efectivamente a la época de los Decretos de Nueva Planta y hable del reconocimiento de Catalunya como nación resulta por sí solo, por tanto, absolutamente insuficiente a efectos del ejercicio del derecho de autodeterminación. No hace falta que nadie reconozca nada para que Catalunya sea una nación, y es una obviedad que dentro de este Estado que se llama España los catalanes son una minoría nacional, un grupo objetivamente identificable en terminología del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Todo ello no es más que un cebo para seguir mareando la perdiz sin moverse de lugar, pero que parezca quién sabe qué. El quid de la cuestión no es este, sino si los políticos catalanes están dispuestos a utilizar la condición de minoría nacional de la nación catalana para invocar el principio según el cual tienen derecho a independizarse los pueblos oprimidos por la violación masiva y flagrante de sus derechos. Esta es una de las causas identificadas por el derecho internacional como motivo para hacer efectiva la libre determinación, y no hay duda de que esta es la situación que ha sufrido Catalunya en los últimos tres siglos y que sigue sufriendo todavía.

Las ganas del magistrado de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón de perseguir a Carles Puigdemont y Marta Rovira por un inventado delito de terrorismo en el caso Tsunami Democràtic, y de endosarles un muerto que pasaba por ahí el día de la protesta en el aeropuerto de Barcelona, implicando incluso a la OTAN, y de juzgar también por el mismo delito a los miembros de los Comités de Defensa de la República (CDR) encausados en la llamada Operación Judas son un ejemplo que ni hecho a medida. Pero aun así, a los dirigentes de JxCat y ERC —de los de la CUP ya ni vale la pena hablar y más ahora que se están refundando— nunca les ha interesado recurrir a tal supuesto para emprender el camino hacia la independencia. Lo habrían podido hacer antes del 2017, durante el 2017 y después del 2017, pero no lo han hecho ni lo harán porque significaría acabar con el statu quo autonómico que tan bien les va para ir viviendo del cuento, como se verá precisamente en la reunión de esta semana entre el PSOE y JxCat para continuar poniendo encima de la mesa sus diferencias.

Y es que incluso en el supuesto de que España acabara reconociendo en algún papel u otro que Catalunya es una nación, de nada serviría si no le permitiera ejercer el derecho de autodeterminación, como han hecho, aunque haya sido de mala gana, el Reino Unido con Escocia y Canadá con Quebec. Es lo que el PSOE no permitirá nunca ni los poderes de este Estado español permitirán al PSOE que lo permita, por mucho que ERC y JxCat quieran hacer creer lo contrario. Para lo único que serviría, eso sí, sería para enfurecer aún más a Isabel Díaz Ayuso y Felipe González, ante lo que sería la enésima constatación de que Catalunya es una nación y España no.

QOSHE - España no es una nación - Josep Gisbert
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

España no es una nación

3 10
28.11.2023

A Isabel Díaz Ayuso, cada vez que abre la boca, aparte de la bilis que destila de natural, se la nota preocupada por todo lo que le pase y le pueda pasar a la nación española. Y no debería estarlo, porque España no es ni ha sido nunca una nación. ¿Por qué importunarse, pues, por algo que no existe? No es la única, sin embargo. Otros miembros del PP, del PSOE, por descontado de Vox, y del españolismo en general, y cuanto más rancio y recalcitrante más, también lo están. Y la verdad es que cansa oírlos haciéndose las pobres víctimas.

España es un Estado y basta. Un Estado que, en su concepción unitaria y centralista actual, tiene apenas trescientos años de historia, desde que el rey castellano de turno, en aquel caso el Borbón Felipe V, se impuso por la fuerza de las armas a los catalanes. Eso era, aunque algunos españoles lo ignoren o no les guste que se lo recuerden, en 1714. Deberían saber que, aunque con la boda de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, en 1469, en teoría los dos reinos se unificaron, los monarcas castellanos nunca dejaron de jurar las Constituciones de Catalunya y todo el ordenamiento jurídico propio de la Corona de Aragón y del Principado de Catalunya y de prometer la observancia de las libertades, las inmunidades, los privilegios, las gracias, las concesiones, las donaciones, los usos y las costumbres, escritos y no escritos, del referido territorio y su gente, y esto en la práctica significaba que los dos reinos continuaban funcionando por separado, cada uno con sus normas, y que lo único que se había unificado era el rey. Así fue hasta que el ancestro del actual Felipe VI, al ganar la guerra de sucesión al trono al archiduque Carlos de Austria, por quien habían apostado los catalanes, decidió que se lo pasaba todo por el forro y abolió las instituciones propias de gobierno, las constituciones y todo el ordenamiento jurídico del reino de Aragón y lo puso bajo la jurisdicción del reino de Castilla con un régimen absolutista implementado por los Decretos de Nueva Planta.

Es solo a partir de ahí que........

© ElNacional.cat


Get it on Google Play