La credibilidad de los políticos hace tiempo que está, cuando menos en Catalunya y en España, por los suelos. No es ninguna novedad, a estas alturas, que la gente no se fie de una clase política que ha hecho méritos sobrados para convertirse en uno de los principales problemas para la ciudadanía, según revelan una y otra vez los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Ningún partido se escapa de la mala imagen y la mala opinión que todos juntos generan entre la gente. Pero hay algunos que consiguen caer peor y despertar más antipatías que los demás por la facilidad con la que tergiversan los mensajes y distorsionan la realidad, siendo plenamente conscientes de que lo hacen y ni siquiera entreteniéndose a disimularlo, por la facilidad con la que, en definitiva, mienten sin ponerse colorados —se hizo célebre la definición de Iñaki Anasagasti (PNV) de Miquel Roca (CiU) según la cual "dice tantas mentiras que cuando dice la verdad se pone colorado"— y aprovechándose de la buena fe del público al que se dirigen.

Quien institucionalizó y sacralizó, no obstante, esta práctica en la Catalunya contemporánea fue Cs. Al más puro estilo lerrouxista, la de mentiras que desde que se creó el partido en 2006 han hecho circular Albert Rivera, Inés Arrimadas y Carlos Carrizosa, como máximos exponentes de esta forma de hacer política y sabiendo perfectamente que no se correspondían con la realidad, es incalculable. Ahora Cs se encuentra en vías de desaparición —las elecciones europeas de este año y las catalanas del próximo confirmarán la sentencia definitiva—, pero el mal ya está hecho. La agresividad y el odio hacia todo lo que oliera a catalán, en especial contra la lengua, inéditos hasta entonces en la escena política catalana, arrastraron primero al PP, que había mantenido en Catalunya una actitud contraria al nacionalismo catalán, pero en ningún caso hostil a los catalanes y abiertamente beligerante, y después incluso al PSC. Las afectaciones no han sido las mismas en ambos casos, cada una tiene sus especificidades, pero han dejado al descubierto el sistema de vasos comunicantes que comparten.

El PP no comulgaba, obviamente, con el ideario del catalanismo político, que encarnaba sobre todo CiU, pero tenía actitudes comedidas que buscaban siempre el lado positivo de todas las situaciones. Con un ejemplo basta ver y entender cómo han cambiado las cosas: el 30 de diciembre del 1997 el Parlament aprobó la ley de política lingüística, que sustituía a la de normalización lingüística del 1983, con los votos en contra del PP, partidario de un modelo de sociedad bilingüe, pero a pesar de ello el portavoz del entonces, Josep Curto, dejó claro que "nuestro ordenamiento jurídico dispondrá de una nueva ley de política lingüística que, en la crítica y en la discrepancia, tenemos el deber de atender y la obligación de respetar". Este era el mismo PP en el que Josep Piqué intentó a partir del 2000 un "giro catalanista" que el 2007, sin embargo, le pasó factura y provocó que saliera rebotado, cuando el efecto de la competencia de Cs ya empezaba a notarse. Tanto que dirigentes de peso como lo había sido durante muchos años el propio Josep Curto acabaron alejándose —el 2015 dio discretamente apoyo desde fuera a la campaña de Junts pel Sí (JxSí)—, avergonzados por el trato que un partido que no reconocían dispensaba a Catalunya y a los catalanes.

Ningún partido se escapa de la mala imagen y la mala opinión que todos juntos generan entre la gente, pero hay algunos que consiguen caer peor por la facilidad con la que tergiversan los mensajes y distorsionan la realidad

El PSC, por su parte, que había llegado a defender el derecho de autodeterminación de Catalunya, renunció a todo a la hora de aplicarlo al adoptar una posición claramente contraria al proceso catalán y la marcha de los pocos sectores catalanistas que aún quedaban lo convirtió en un apéndice más del PSOE. La consecuencia fue que en las elecciones catalanas del 2015 y el 2017 —estas últimas convocadas en virtud de la aplicación del artículo 155 de la Constitución— sacó los peores resultados de su historia —16 y 17 diputados respectivamente—, mientras Cs crecía primero hasta 25 escaños y después hasta 36. Y al igual que había pasado esto, en los comicios del 2021 recuperó el terreno perdido con 33 diputados, mientras Cs caía hasta 6. Es la muestra de que el electorado de unos y otros es básicamente el mismo, después de que el PSC se haya convertido en el fondo, con formas más suaves y relajadas, el guardián de las esencias patrias españolas una vez Cs, creado para borrar del mapa la lengua catalana, haya hecho su trabajo y haya quedado completamente amortizado. Y que el PP haya asumido la parte más ruidosa y grosera de este legado.

En Catalunya, de hecho, el PP ha sido siempre, y sigue siendo, una fuerza marginal. Con la diferencia de que ahora su discurso cada vez se parece más al de Cs de las mejores épocas e incluso al de Vox, por las ganas que tiene de quererlo acaparar todo en lugar de marcar las diferencias con una línea propia bien definida. Dejando de lado la figura de Xavier García Albiol, que como alcalde de Badalona se está revelando como un político de talla, o talantes de naturaleza tranquila como el de Daniel Sirera, hoy la imagen pública del PP es la de un partido atolondrado y agresivo que a la mínima grita y tabalea contra todo aquello que destile la más pequeña gota de catalanidad, que es exactamente el objetivo por el que en su día se fundó Cs. La estridencia de Dolors Montserrat —la hija— vociferando en el Parlamento Europeo contra cualquier cosa que haga referencia al catalán y a Catalunya es talmente la réplica de la histeria de Inés Arrimadas haciéndolo en el Parlament y queda lejos del comportamiento de la formación de la Dolors Montserrat —la madre— que llegó a ser su vicepresidenta.

La visita de una delegación de diputados del Parlamento Europeo a Catalunya a finales del año pasado para estudiar sobre el terreno la inmersión lingüística en la escuela, convenientemente manipulada y aleccionada por Dolors Montserrat —la hija— para que constatara que el castellano está marginado en beneficio del catalán, es la mejor demostración de los políticos que mienten deliberadamente sabiendo que lo que predican falta escandalosamente a la verdad. La actual presidenta del Comité de Peticiones de la Eurocámara se vale de su tribuna política pagada con dinero público para esparcir un discurso demagógico en contra de cualquier indicio de catalanidad: sólo hay que ver cómo hace unos días se enervó ante el profesor de filología románica de la Universidad Libre de Bolzano Paul Videsott porque defendía proteger la lengua catalana. No es la única que tiene este comportamiento y que lo hace esto de mentir, pero es a quien más se le nota.

Y, siguiendo también la estela de Cs, otro que empieza a sobresalir en el arte del engaño y la falsedad es el propio presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, que, de acuerdo con el mandato de José María Aznar de que "el que pueda hacer que haga" para torpedear como sea la ley de amnistía, está empeñado en equiparar el proceso independentista con el terrorismo, sabiendo de sobra que no es cierto. Pero lo único que le interesa es mantener la falacia que alimenta la actuación prevaricadora de determinados jueces que persiguen catalanes por motivos ideológicos y que cree que le hará ganar unos cuantos votos en las Españas en detrimento de su adversario, el líder del PSOE Pedro Sánchez, que incluso él, aunque sea porque ahora le conviene, ha salido a decir públicamente una obviedad: que los independentistas no son terroristas. Menos mal que el expresidente de Galicia era el sensato y el moderado de la escuela de Manuel Fraga.

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Los políticos que mienten a conciencia

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06.02.2024

La credibilidad de los políticos hace tiempo que está, cuando menos en Catalunya y en España, por los suelos. No es ninguna novedad, a estas alturas, que la gente no se fie de una clase política que ha hecho méritos sobrados para convertirse en uno de los principales problemas para la ciudadanía, según revelan una y otra vez los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Ningún partido se escapa de la mala imagen y la mala opinión que todos juntos generan entre la gente. Pero hay algunos que consiguen caer peor y despertar más antipatías que los demás por la facilidad con la que tergiversan los mensajes y distorsionan la realidad, siendo plenamente conscientes de que lo hacen y ni siquiera entreteniéndose a disimularlo, por la facilidad con la que, en definitiva, mienten sin ponerse colorados —se hizo célebre la definición de Iñaki Anasagasti (PNV) de Miquel Roca (CiU) según la cual "dice tantas mentiras que cuando dice la verdad se pone colorado"— y aprovechándose de la buena fe del público al que se dirigen.

Quien institucionalizó y sacralizó, no obstante, esta práctica en la Catalunya contemporánea fue Cs. Al más puro estilo lerrouxista, la de mentiras que desde que se creó el partido en 2006 han hecho circular Albert Rivera, Inés Arrimadas y Carlos Carrizosa, como máximos exponentes de esta forma de hacer política y sabiendo perfectamente que no se correspondían con la realidad, es incalculable. Ahora Cs se encuentra en vías de desaparición —las elecciones europeas de este año y las catalanas del próximo confirmarán la sentencia definitiva—, pero el mal ya está hecho. La agresividad y el odio hacia todo lo que oliera a catalán, en especial contra la lengua, inéditos hasta entonces en la escena política catalana, arrastraron primero al PP, que había mantenido en Catalunya una actitud contraria al nacionalismo catalán, pero en ningún caso hostil a los catalanes y abiertamente........

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