Sedientos de sangre, de rabia, de poder, de irse al mismísimo… ¡caraaaamba!, miembros y connotados cabecillas de bandas contrarrevolucionarias empezaron a olfatear la carnada, sin sospechar que acabarían embuchándose el anzuelo, allí, en pleno Escambray.

Aunque recelosos, poco a poco fueron confiando en aquel «resentido tipo» que no perdía ocasión para «rajar» contra el Gobierno.

Luego de licenciarse, como la desmovilización militar no significaba darle espalda a lo que se defiende, alertó por voluntad propia acerca del ambiente marcadamente contrarrevolucionario que envolvía a unos parientes, en La Habana, vinculados con bandas armadas. A un hombre así no podía perderlo la Seguridad del Estado.

Alberto Delgado Delgado vino como anillo al dedo de la Patria. Había que infiltrar a alguien corajudo e inteligente entre los alzados, para neutralizarlos sin seguir ofrendando la vida de valiosos combatientes y milicianos, en acciones armadas.

Fue Benilde Díaz –madre del jefe de bandidos Tomás San Gil, muerto en combate– quien sirvió bandeja durante un encuentro con Alberto, al pedirle que hiciera algo por una hija suya, «quemada ya», y por un hijastro alzado, quien resultó ser nada más y nada menos que Maro Borges, autor de una larga hoja de crímenes y atropellos.

Con milimétrica y muy riesgosa precisión, se articuló la operación Trasbordo, mediante la cual el propio Maro y compinches respiraron, por fin, sobre un supuesto guardacostas de bandera estadounidense, con tipos rubios que hablaban inglés, masticaban chicle y ofrecían cálida bienvenida a bordo, con wisky, cigarros, habanos, sandwiches y otras atenciones de primerísima calidad yanqui.

Ignoraban que al bajar –«mareados» por el brindis y por la suave musiquita de una emisora anticubana–, para procedimientos de higiene y desinfección, irían siendo neutralizados, uno a uno, sin prisa, por combatientes del Ministerio del Interior.

Un mes después, Alberto y el secreto equipo que junto a él se jugaba la vida, sacaron de circulación a Julio Emilio Carretero Escajadillo, asesino a sangre fría del maestro Manuel Ascunce Domenech, del campesino Pedro Lantigua y de la familia Romero.

En vano se intentó persuadirlo para que, por precaución, saliera ya de la zona, tras la captura de aquellos dos peligrosos grupos armados… sin un disparo, sin una muerte.

Tal vez el tercer trasbordo hubiera concluido igual, de no ser por el confidencial pacto entre Carretero y José León Jiménez (Cheíto), cabecilla de igual calaña, para utilizar dos claves: una real en caso de salir todo bien y una falsa si resultaba atrapado.

Amanecer del 29 de abril de 1964. Horrorizado ante lo que ve cerca del río Guaurabo, el muchacho de unos 15 años echa a correr. Un «yipi» se acerca. Trae compañeros de la propia Seguridad, preocupados tras conocer, en la noche, que bandidos se habían llevado a Alberto, y no con buenas intenciones.

«Allí hay un hombre ahorcado», es todo lo que puede balbucear el adolescente.

En efecto: miembros de la banda encabezada por Cheíto habían descargado el más brutal odio contra Alberto, hasta colgarlo de una guásima. Ni golpes, ni torturas, ni bayonetas clavadas cuerpo adentro pudieron arrancarle la confesión que deseaban escuchar.

Por eso admiro tanto lo que en el filme El hombre de Maisinicú expresó, a punto de morir, cuando rabioso, Cheíto insistía en saber para dónde lo querían mandar, y él le respondió: «pal coño de tu madre».

Entonces la noche se fue haciendo toda luz, tan clara como la que le dio Tomasa del Pino, su adorada esposa, quien además de alfabetizarlo, enfrentó junto a él, y después de su muerte, los riesgos que implica defender en silencio el derecho a la vida.

Es curioso. Para la Seguridad del Estado, Alberto fue El Enano. Para los parajes del Escambray, para Cuba entera y para el trozo de épica historia que él escribió, será siempre un gigante: el Gigante de Masinicú.

QOSHE - Gigante del divino silencio - Pastor Batista Valdés
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Gigante del divino silencio

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29.04.2024

Sedientos de sangre, de rabia, de poder, de irse al mismísimo… ¡caraaaamba!, miembros y connotados cabecillas de bandas contrarrevolucionarias empezaron a olfatear la carnada, sin sospechar que acabarían embuchándose el anzuelo, allí, en pleno Escambray.

Aunque recelosos, poco a poco fueron confiando en aquel «resentido tipo» que no perdía ocasión para «rajar» contra el Gobierno.

Luego de licenciarse, como la desmovilización militar no significaba darle espalda a lo que se defiende, alertó por voluntad propia acerca del ambiente marcadamente contrarrevolucionario que envolvía a unos parientes, en La Habana, vinculados con bandas armadas. A un hombre así no podía perderlo la Seguridad del Estado.

Alberto Delgado Delgado vino como anillo al dedo de la Patria. Había que infiltrar a alguien corajudo e inteligente entre los alzados, para neutralizarlos sin seguir ofrendando la vida de valiosos combatientes y milicianos, en acciones armadas.

Fue Benilde Díaz........

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