Iba yo corriendo por el Puente de Santiago, uno de estos días de soleado noviembre en los que tienes que mirar dos veces el termómetro y el geolocalizador para convencerte de que estás en Zaragoza.

Estaba ya mermada de fuerzas, por lo que mi trotecillo era, por decirlo de una forma decorosa, de intensidad moderada. Haciendo de mi necesidad virtud, mientras pseudo-corría, observaba con curiosidad a los viandantes que transitaban por el puente. Delante de mí, pegada a la barandilla de la pasarela, una pareja de unos cuarenta años paseaba agarrada de la mano. Ambos charlaban animadamente y se dirigían con paso decidido hacia el casco histórico de la ciudad. En el momento en que los adelanté por su derecha sucedió algo que bien merece esta sesuda columna de opinión.

Como si se tratase del momento álgido de un chorizo ‘western’ almeriense, cuando la bala decisiva parece tardar milenios en llegar a su dramático destino, un gigántico escupitajo fue esputado por el varón de esa locuaz y enamorada pareja. Su infecto gargajo describió una parábola perfecta en el aire, pasando silbando junto a mi oreja izquierda y casi rozando oblicuamente mi hombro derecho. Durante esos segundos eternos de indecisión, en los que mi cerebro reptiliano se debatía entre frenar en seco o esprintar, la boquita del escupidor pronunció con tono despreocupado las dos palabras siguientes: "Perdona, reina". Que yo recuerde, era la primera vez que alguien me llamaba así.

Casualidades de la vida, la noche previa había visto en redes sociales uno de esos chistes que no sabes si estás interpretando bien y, menos aún, si es gracioso o pretende serlo: una chica quiere entrar en una discoteca y le pregunta al portero: "¿Puedo entrar, rey?", a lo que él le responde abriéndole la puerta: "Claro, reina". La chica, en vez de acceder al recinto, se planta en jarras delante del portero, afeándole enérgicamente que la haya llamado "reina". Ante la protesta del portero, alegando la equivalencia de los apelativos, la chica niega la mayor, argumentando que ella lo que realmente le había dicho era: "¿Puedo entrar, ey?".

Así que allí estaba yo, a punto de desembocar en Echegaray y Caballero, sumida en mis tribulaciones. ¿Debía quejarme ante el avezado lanzador por su repugnante flema? O, más bien, ¿mi queja tendría que centrarse en el tono machista-paternalista que parecía evocar el sustantivo "reina" de su escueta y cuestionable disculpa?

Otro factor digno de análisis era el siguiente: ¿por qué la auténtica reina de ese rey expectorante todavía no había dicho ‘esta boca es mía’ y ponía cara de ‘aquí no ha pasado nada’? En realidad, solo había una cosa en toda esa situación que yo tenía meridianamente clara: era la primera vez en mi ya larga existencia en la que me parecía adecuado y hasta deseable comenzar mi intervención recurriendo al tan aragonés vocativo ‘co’ (o, incluso, al ‘coooo’).

Les dejo con la intriga en torno a lo que aconteció entre la parejita con superávit de gargajos y la corredora desfondada, en el momento en que ese inesperado trío cruzó sus miradas, sus palabras y sus fluidos en una esquina del Puente de Santiago. También dejo a la imaginación de los lectores la muy crucial cuestión de determinar dónde había aterrizado finalmente ese fétido salivazo. Solo les diré que le estoy eternamente agradecida a mi vecino, por animarme a comprar en su día unos auriculares de conducción ósea que permiten al corredor distinguir entre su selección musical y los envolventes sonidos guturales de los transeúntes. También compartiré con ustedes que mi accidentada jornada deportiva terminó de languidecer a la altura de la pasarela del Azud. Hasta llegar allí, fui viendo a muchos ‘zaragozaners’ paseando con sus mascotas por la ribera del Ebro. Buena parte de ellos realizaban su itinerario pertrechados, no solo con las ya clásicas bolsas de plástico recoge-excrementos, sino también con las cada vez más usuales botellitas de agua y vinagre destinadas a mitigar los olores y efectos perniciosos de los orines caninos.

A buen entendedor, pocas palabras bastan.

QOSHE - La parábola del esputo - Katia Fach Gómez
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La parábola del esputo

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29.11.2023

Iba yo corriendo por el Puente de Santiago, uno de estos días de soleado noviembre en los que tienes que mirar dos veces el termómetro y el geolocalizador para convencerte de que estás en Zaragoza.

Estaba ya mermada de fuerzas, por lo que mi trotecillo era, por decirlo de una forma decorosa, de intensidad moderada. Haciendo de mi necesidad virtud, mientras pseudo-corría, observaba con curiosidad a los viandantes que transitaban por el puente. Delante de mí, pegada a la barandilla de la pasarela, una pareja de unos cuarenta años paseaba agarrada de la mano. Ambos charlaban animadamente y se dirigían con paso decidido hacia el casco histórico de la ciudad. En el momento en que los adelanté por su derecha sucedió algo que bien merece esta sesuda columna de opinión.

Como si se tratase del momento álgido de un chorizo ‘western’ almeriense, cuando la bala decisiva parece tardar milenios en llegar a su dramático destino, un gigántico escupitajo fue esputado por el varón de esa locuaz y enamorada pareja. Su infecto........

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