Según se vea, podrían parecer lágrimas congeladas, granizos distraídos que una nube loca soltó por doquier o perlas sin brillo que, en lugar de ser cultivadas lentamente en el seno de una ostra, han salido de las fábricas de inmediato y al mogollón. Hielo picado, gominolas de azúcar sin colorante añadido, un nuevo tipo de confeti de mayor duración o huevecillos de alguna especie abisal. Qué más da. Son lo que son. Al menos yo, ni siquiera sabía que semejante cosa existía sobre la faz de la tierra y menos aún que, en silencio, constituyera otro peligro más presto a amargarnos la vida. De repente y sin permiso, como una plaga bíblica, han entrado en nuestra existencia rutinaria y han invadido los informativos, los debates políticos y, sobre todo, las aguas y la orilla de nuestras costas. Aterran esas imágenes en las que se ve cómo esos corpúsculos diminutos se mezclan con la arena y con las algas que abandona la bajamar o cómo flotan, cual manadas amenazadoras, sobre la cresta de las olas. Horroriza verlos anidar en la hendidura de una roca donde lo que tendría que haber es un percebe o un mejillón o un charquito de agua salada y limpia. Apena ver a esos voluntarios que rebuscan en la arena con palaustres y coladores de cocina para separar al enemigo infame.

Son los pellets o pelets. Pellas, para los amantes de la castellanización. La palabra también se ha infiltrado en nuestro vocabulario y me temo que tardaremos en desalojarla. Son de plástico. Sí, otra vez el plástico, tan útil y a la vez tan dañino, tan duradero él que aún seguiría flotando en nuestros océanos una botella de agua mineral que se le hubiera caído a Colón desde el castillo de proa de la nao Santa María.

Bienvenidos a nuestro mundo, queridos ciudadanos del año 2124: aún podréis disfrutar de los pellets que cayeron del barco Toconao el 8 de diciembre de 2023 frente a las costas de Portugal. Alguno os llegará con toda seguridad. Son 25 toneladas de pellets las que se han perdido, distribuidas en 1.000 sacos, lo que, traducido a bolitas, calculando que hay en cada saco 1,23 millones de ellas, nos dan –un, dos, tres, responda otra vez– un total de 1.230 millones de bolitas. Hagan cuentas, que igual les da para alicatar una playa del Cantábrico.

Pero lo que probablemente no podrán conocer nuestros queridos descendientes del año 2124 es cómo se depuraron las responsabilidades. Échenle un galgo al dueño del Toconao, portacontenedores con bandera de Liberia (que parece que Liberia solo sirve para poner banderas a barcos raritos), botado por una armadora con sede en las Islas Bermudas (paraíso fiscal donde los haya), que a su vez es gestionada por una empresa alemana domiciliada en Chipre (uy, uy, uy). Intenten, si es que pueden, seguirle la pista a los que se enriquecen con este comercio de alto riesgo. Y échenle otro galgo a las administraciones diversas que miran para otro lado, actúan con incuria y, en vez de pensar en cómo recoger los pellets, andan afanadas en ver cómo recogen votos.

QOSHE - Granizo, gominolas o perlas sin cultivar - María Antonia Peña
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Granizo, gominolas o perlas sin cultivar

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15.01.2024

Según se vea, podrían parecer lágrimas congeladas, granizos distraídos que una nube loca soltó por doquier o perlas sin brillo que, en lugar de ser cultivadas lentamente en el seno de una ostra, han salido de las fábricas de inmediato y al mogollón. Hielo picado, gominolas de azúcar sin colorante añadido, un nuevo tipo de confeti de mayor duración o huevecillos de alguna especie abisal. Qué más da. Son lo que son. Al menos yo, ni siquiera sabía que semejante cosa existía sobre la faz de la tierra y menos aún que, en silencio, constituyera otro peligro más presto a amargarnos la vida. De repente y sin permiso, como una plaga bíblica, han entrado en nuestra existencia rutinaria y han invadido los informativos, los debates políticos y, sobre........

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