La imaginación es un atributo privativo de lo humano. Es el espacio donde la libertad se expande sin trabas. Allí podemos dar rienda suelta a nuestras aspiraciones ocultas y permitir que alcen el vuelo nuestras ensoñaciones más quiméricas. También es el ámbito donde, en ocasiones, nuestros miedos adquieren una envergadura descomunal. La imaginación, «la loca de la casa», como la definió Santa Teresa, ostenta esa doble faz. Por una parte, al mostrarnos la posibilidad de una vida más plena y fecunda, de un mundo más justo y armonioso, constituye un formidable acicate para la acción. Por otra parte, y en la medida en que nos hace presente el escenario de nuestras peores pesadillas, adquiere la pesada gravedad de un lastre que nos paraliza.

Todo esto admite su traslación a la esfera de lo público. ¿A través de qué? A través de la política, naturalmente. No cabe duda de que, en la Modernidad, el gran atractivo que han acertado a proyectar las llamadas fuerzas del progreso se debe a la capacidad que han acreditado para manejar los resortes de la imaginación de las masas en un sentido altamente favorable para sus intereses. El proyecto de un mundo idílico, donde prevalecen la justicia y la igualdad, junto al sueño de una humanidad liberada de las lacras a que le condenaba un estado de humillante dependencia, se ha erigido en un reclamo mil veces más persuasivo que cualquier alternativa de organizar las transformaciones sociales de acuerdo a pautas más precavidas. Por eso, los tiempos recientes han sido épocas de revoluciones, es decir, de impaciencia, de bruscas aceleraciones en el empeño de transformar la sociedad. Y por ese mismo motivo, porque por encima de la urgencia de implantar el paraíso en la tierra no podía admitirse que prevaleciera un principio más alto, millones de personas han pagado con sus vidas el simple amago de resistencia al decreto de someterse al nuevo orden de cosas.

Pero desde una perspectiva realista, la imaginación está obligada a no caer rendida ante esa poderosa maquinaria que, en demasiadas ocasiones, sólo propaga espejismos. Debe permanecer leal a una forma de melancólica sabiduría que consiste en ejercitar una desconfianza insomne hacia el poder. Debe anticiparse a la consolidación de un escenario donde una minoría oligárquica, tan voraz y devastadora como una plaga de parásitos, infecta el cuerpo social con el propósito último de extraerle hasta la última gota de la sustancia que le proporciona la vida.

Históricamente, las escasas estructuras políticas que exhiben una salud fiable y prolongada han hecho gala de una clase de imaginación que prefigura la catástrofe. Han previsto el surgimiento de aventureros sin escrúpulos, falsarios compulsivos, egocéntricos enfermizos o narcisistas psicopáticos, y han arbitrado mecanismos para que, aun cuando el ascenso al poder de tales personajes se haya producido por cauces formalmente democráticos, en la práctica les resulte inviable llevar hasta el extremo las fantasías totalitarias que alimentan su ambición.

Por desgracia, no ha ocurrido así entre nosotros. El futuro inmediato de España depende ahora mismo del capricho de un autócrata amoral y megalómano, sin otro norte que su propio interés personal, y del entreguismo servil de una organización política que respalda cada uno de los cambios de opinión con que, de manera tan cínica, su líder afirma adaptarse a las circunstancias del momento. El precio de tanta humillación habremos de pagarlo entre todos, por supuesto. Pero acreditaría una ingenuidad casi enternecedora quien adujera ahora, en su propio descargo, que era imposible prever el rumbo de los acontecimientos. No es verdad: sólo había que ir interpretando los indicios, desde hace años. Asomarse a los platós de esas televisiones donde, a diario, los demagogos encontraban una atmósfera hospitalaria y un altavoz amigo para difundir a sus anchas su veneno; verificar el correlato entre la indigencia intelectual de gran parte de nuestra clase dirigente y su lamentable catadura moral; comprobar el estado de sometimiento de las instituciones y la endeblez de una arquitectura constitucional inoperante en su cometido primigenio de impedir el desguace de la nación; sondear el nivel de vasallaje de una sociedad lobotomizada; aplicar el olfato al inconfundible aroma de corrupción que un régimen de semejante naturaleza emana por cada uno de sus poros.

«Esto se veía llegar como se ve llegar el tren desde la estación de un pueblo», ha escrito Hughes. Sin duda. Sólo era preciso verter sobre el futuro unas pocas gotas de esa preciosa esencia que el profesor Jerónimo Molina acostumbra a nombrar como «la imaginación del desastre». Algunos lo han hecho, pero no parece que les hayamos prestado la suficiente atención. A partir de este instante, todas las posibilidades quedan abiertas. Nos asomamos a un abismo —un cambio de régimen diseñado a la medida de quienes buscan destruir la nación— del que quizá sólo nos sea posible escapar mediante la acción de una voluntad tenaz, desacomplejada, imaginativa. Pero sólo quizá. En cualquier caso, y como advirtió William Blake: «Quien desea y no actúa engendra la peste».

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La imaginación ausente

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20.11.2023

La imaginación es un atributo privativo de lo humano. Es el espacio donde la libertad se expande sin trabas. Allí podemos dar rienda suelta a nuestras aspiraciones ocultas y permitir que alcen el vuelo nuestras ensoñaciones más quiméricas. También es el ámbito donde, en ocasiones, nuestros miedos adquieren una envergadura descomunal. La imaginación, «la loca de la casa», como la definió Santa Teresa, ostenta esa doble faz. Por una parte, al mostrarnos la posibilidad de una vida más plena y fecunda, de un mundo más justo y armonioso, constituye un formidable acicate para la acción. Por otra parte, y en la medida en que nos hace presente el escenario de nuestras peores pesadillas, adquiere la pesada gravedad de un lastre que nos paraliza.

Todo esto admite su traslación a la esfera de lo público. ¿A través de qué? A través de la política, naturalmente. No cabe duda de que, en la Modernidad, el gran atractivo que han acertado a proyectar las llamadas fuerzas del progreso se debe a la capacidad que han acreditado para manejar los resortes de la imaginación de las masas en un sentido altamente favorable para sus intereses. El proyecto de un mundo idílico, donde prevalecen la justicia y la igualdad, junto al sueño de una humanidad liberada de las lacras a que le condenaba un estado de humillante........

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