La tradición monárquica española no es cortesana ni servil. En el juramento de los reyes de Aragón, los nobles recordaban, ufanos y católicos, que, uno a uno, valían tanto como el rey y juntos, más que él. Aun así, le juraban fidelidad por el bien de la tierra y los hombres. Los hidalgos montañeses se decían «tan nobles como el rey», ni más ni menos. Y así llegamos a Calderón de la Barca y a la constatación de que el alma sólo es de Dios y a la Escuela de Salamanca y la revitalizante doctrina del tiranicidio, broche de oro de la libertad, escandalosa e impensable en otras cortes europeas más absolutistas.

Tiranicidio aparte, lo recuerdo porque me voy a atrever a dar un consejo al rey. No en condición de noble aragonés ni de hidalgo montañés ni de escolástico salmantino ni de dramaturgo castellano, sino como aquel campesino que viendo pasar al Emperador Carlos en uno de sus viajes se atrevió a dirigirse a él con una advertencia. Le había asombrado el prognatismo del monarca, esto es, su mandíbula preminente, que le obligaba a ir con la boca abierta. Tan característica de su linaje que los países anglosajones la conocen como «the Habsburgo Jaw», pero que el campesino no había visto en la vida. Le dijo que le vendría bien cerrar la boca, que por esos campos había abundancia de moscas, y se le podían colar ahí dentro al ilustre monarca.

Cundió el terror en la comitiva, pues Carlos I de España y V de Alemania llevaba su mandíbula por delante con bastante complejo, tanto que prefería comer solo. Pero, rey español al cabo, le hizo gracia el desparpajo de su súbdito. Mandó dar al campesino unas monedas de oro con el consejo de que, de aquí en adelante, cerrase él también la boca, no fuesen a entrarle cosas peores que moscas.

Mi consejo a Felipe VI es que no vincule su suerte a la Constitución Española y la Transición. Se lo dice alguien, campesino virtual del siglo XXI, que no le tiene una especial saña a la Carta Magna, aunque sus padres y abuelos votaron en contra y yo lo hubiese hecho de haber tenido la edad. Entiendo que, hoy por hoy, es lo que hay y que no tenemos posibilidades numéricas ni sociales de mejorarla. En cambio, los enemigos de España están deseando saltársela, porque ya se han aprovechado de ella todo lo que ella, ay, les permitía. Es algo así como cuando la frontera de España frente a la invasión francesa estaba en el caño de Sancti Petri, en San Fernando. No era lo ideal, que son los Pirineos, o el Milanesado, pero no por eso iban los españoles a dejar de defender el humilde y heroico puente Zuazo.

Sin embargo, como su majestad no ignora, la corona española tiene una antigüedad muchísimo mayor que el concreto texto legal. Han pasado bastantes constituciones ya por nuestras tierras, casi todas de infausta memoria, y la monarquía, mal que bien, las ha sobrevivido, felizmente. La nación española sí que es antigua y a ella le conviene vincularse a nuestro monarca mediante el servicio y el sacrificio. Por amor a la verdad y por instinto de supervivencia. La fecha de caducidad de las constituciones escritas está escrita a fuego en cada una de sus páginas, incluso de las buenas. La monarquía hispánica es perennifolia. O así la queremos.

Abriendo la legislatura, es lógica una defensa de la Constitución, porque lo pide la circunstancia. Pero, en líneas generales, atar la propia legitimidad a un texto de ayer no más no me parece una estrategia ni a largo ni a medio plazo conveniente, dicho sea con todo respeto. La suerte de la Casa Real está indisolublemente unida a la de nuestra nación, y nada más. Se pueden hacer otros gestos, dejar caer otras palabras, usar también algunos silencios. Y ya callo, por si las moscas.

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Las moscas

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01.12.2023

La tradición monárquica española no es cortesana ni servil. En el juramento de los reyes de Aragón, los nobles recordaban, ufanos y católicos, que, uno a uno, valían tanto como el rey y juntos, más que él. Aun así, le juraban fidelidad por el bien de la tierra y los hombres. Los hidalgos montañeses se decían «tan nobles como el rey», ni más ni menos. Y así llegamos a Calderón de la Barca y a la constatación de que el alma sólo es de Dios y a la Escuela de Salamanca y la revitalizante doctrina del tiranicidio, broche de oro de la libertad, escandalosa e impensable en otras cortes europeas más absolutistas.

Tiranicidio aparte, lo recuerdo porque me voy a atrever a dar un consejo al rey. No en condición de noble aragonés ni de hidalgo montañés ni de escolástico salmantino ni de dramaturgo castellano, sino como aquel campesino que viendo pasar al Emperador Carlos en uno de sus viajes se atrevió a dirigirse a él con una advertencia. Le........

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