En la temporada 85-86, el Elche CF fichó al futbolista hondureño Gilberto Yearwood. El equipo ilicitano pretendía recuperar su plaza en la División de Honor contando con el mejor jugador catracho de todos los tiempos. Yearwood, apodado el «vikingo», era un bigardo de metrochenta más negro que el carbón.

Mi tío materno pertenecía en aquella época a los servicios médicos del club y le invitó, en la pretemporada, a pasar un día en nuestro lugar de veraneo. Recuerdo muy poco de la jornada, pero para los anales de la familia queda el momento en que mi prima, de tres años, decidió reflexionar en voz alta. La leyenda urbana cuenta que dijo: «Oye, tú, aunque seas negro no eres malo, ¿verdad?».

Bien es cierto que puede que, en realidad, «tan sólo» exclamara: Éste señor es un poquito negro, ¿no Fuera como fuera, de lo que sí nos acordamos bien es de la carcajada al respecto del bueno de Gilberto.

Años después, ya en el colegio, tuve a un compañero oriental, de madre española, al que llamábamos «el chino». «Chino», cuando se trataba del vocativo, para dirigirnos a él. Del mismo modo que a otro, de ensortijados cabellos, le conocíamos como «Coñito». Puro impresionismo dialéctico, realismo de instituto. Mera descripción. Los Goncourt del mote.

De la carrera guardo algunos datos absurdos en la cabeza, de esos que una nunca sabe cuándo va a tener que utilizar. Sé, por ejemplo, que los asiáticos son acetiladores lentos, y que suelen padecer déficit de la aldehído deshidrogenasa, lo que explica que tengan mal beber; también que la anemia drepanocítica es prevalente en la raza negra.

Poco imaginábamos en los alegres noventa del siglo pasado que hacía treinta años que en la universidad americana se gestaba la deconstrucción de la realidad para posteriormente ser transferida, en forma de mundos representacionales, al resto del planeta. A Gilberto se le habría congelado la sonrisa de haber sabido que estaba siendo racializado por una mocosa de corta edad. En Homo Relativus, del Iluminismo a Matrix, del filósofo y antropólogo Iñaki Domínguez, pueden encontrar un recorrido exhaustivo de cómo en los años sesenta surge en Estados Unidos una revolución (no material) que transforma el orden simbólico e ideológico, reemplazando valores y creencias dominantes por sus contrarias, y que se nutre de un discurso ilustrado que nace en el ámbito académico. En unas universidades que cuestan cinco veces el SMI y cuya mercancía ha comprado la izquierda identitaria —ese simulacro revolucionario— con tanto cariño. Ni una columna sin recordar que las políticas de la identidad juegan dentro y a favor del sistema. Que representan la superestructura ideológica del sistema neoliberal.

Como consecuencia de la matraca cabalgatera anual, a punto de que nos roben —además— el derecho a quemar corchos de botellas para tiznar caras, he tenido que ir a buscar por qué es racismo disfrazarse de Baltasar. O el delirio es muy contraintuitivo, o el blackfishing es la tontería que aparenta. Las razas no existen —los Reyes Magos tampoco—, pero ojito con la apropiación racial o étnica si eres un blanco privilegiado que el 5 de enero no tiene otra forma de divertirse que lanzando caramelos desde una carroza.

Adriano Erriguel (Blasfemar en el templo, Ediciones Monóculo) descubre lo que él llama el «truco de prestidigitación». La reorganización estructural de los modos de producción del sistema actual desemboca en una transformación de las clases trabajadoras a una franja social subalterna que incluye los asalariados precarizados y los nuevos trabajadores independientes. Esta situación acabará trayendo automatización y desempleo. ¿Cómo asegurar la paz social en ese escenario? Facilitando entretenimiento basura, creando problemas artificiales (heteropatriarcado, minorías oprimidas…). Checked.

Pero, una vez los cantos del «individuo start up, ése que se reinventa a sí mismo cada mañana, han demostrado sus límites: ¿Cómo prevenir el surgimiento de una nueva conciencia de clase? ¿Cómo convencer a los subalternos de que son unos privilegiados?». Haciendo que se sientan culpables. De ser blancos, claro.

La monserga de la raza no ha hecho más que empezar. Que Franz Boas se regocije por ello desde el octavo círculo del infierno.

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La carcajada de Gilberto

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09.01.2024

En la temporada 85-86, el Elche CF fichó al futbolista hondureño Gilberto Yearwood. El equipo ilicitano pretendía recuperar su plaza en la División de Honor contando con el mejor jugador catracho de todos los tiempos. Yearwood, apodado el «vikingo», era un bigardo de metrochenta más negro que el carbón.

Mi tío materno pertenecía en aquella época a los servicios médicos del club y le invitó, en la pretemporada, a pasar un día en nuestro lugar de veraneo. Recuerdo muy poco de la jornada, pero para los anales de la familia queda el momento en que mi prima, de tres años, decidió reflexionar en voz alta. La leyenda urbana cuenta que dijo: «Oye, tú, aunque seas negro no eres malo, ¿verdad?».

Bien es cierto que puede que, en realidad, «tan sólo» exclamara: Éste señor es un poquito negro, ¿no Fuera como fuera, de lo que sí nos acordamos bien es de la carcajada al respecto del bueno de Gilberto.

Años después, ya en el colegio, tuve a un compañero oriental, de madre española, al que llamábamos «el chino». «Chino», cuando se trataba del vocativo, para dirigirnos a él.........

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