Empecemos por lo personal. Mi primer contacto con Portugal fue hace medio siglo en Inglaterra. Un primo mío y yo éramos los dos únicos españoles en aquel colegio en el que convivimos durante un año con cientos de niños ingleses. A los pocos días de llegar, todavía asustados e incomunicados, a una señora bajita y entrada en carnes, ayudante de cocina, se le iluminó el rostro al oírnos hablar y se dirigió a nosotros en una lengua parecida al español pero con pronunciación distinta. Era portuguesa y yo lamento haber olvidado su nombre. Desde aquel momento ella y su marido Manuel, el jardinero, tan bondadoso como su consorte, nos pusieron bajo su protección. Por ejemplo, a la hora del té casi siempre se las arreglaba para deslizarnos furtivamente un par de bollos de propina. Con el paso de los años, cada vez que me crucé con portugueses, generalmente en el extranjero, siempre recibí de ellos un trato especialmente fraternal, actitud de la que se podría aprender mucho en esta tierra de Caínes que nos ha tocado en suerte.

Aunque sobre gustos no hay norma que valga, les confesaré impúdicamente un par de amores literarios y musicales que tengo desde hace mucho en Portugal. El primero es José María Eça de Queiroz, portentoso novelista de cuya pluma salieron obras maestras como La ilustre casa de Ramires y El primo Basilio, con permiso de Flaubert y Clarín la mejor novela decimonónica sobre asuntos adulterinos, lo que no es pequeño piropo proveniendo de quien es poco aficionado a la novela. Y para excitar su curiosidad morbosa con el fin de moverles a leerla, les adelantaré que en ella encontrarán la descripción más delicada de un cunnilingus de toda la historia de la literatura. El segundo es Luís de Freitas Branco, compositor tardorromántico poco conocido pero de cuya pluma surgieron partituras tan magníficas como Paraísos artificiales, uno de los poemas sinfónicos preferidos de este humilde amante de la música.

Pero saltemos de lo personal a lo general, que es lo que importa. Porque en asuntos lingüísticos los portugueses nos dan sopas con honda. En nuestra defensa hay que adelantar que es verdad que cuentan con la ventaja de que mientras que a la mayoría de los españoles les resulta difícil comprender la lengua portuguesa, a la mayoría de los portugueses parece resultarles fácil comprender la española. El motivo es la pronunciación, ésa que nos hace más fácil a los españoles entender a un italiano que a un francés. La prueba de que el problema se encuentra en la pronunciación es que por escrito la cosa cambia: tan fácil es para un español comprender la lengua portuguesa como para un portugués la española. Pero junto a este problema involuntario no hay que olvidar la influencia de la voluntad, y aquí es donde nuestros primos portugueses nos ganan por goleada, porque mientras que ellos se esfuerzan en hablar español, los españoles, por regla general, no hacen lo propio. ¿Pereza, altivez, incapacidad, miedo al ridículo? Que cada uno dé su respuesta.

A ello hay que añadir su nivelazo de inglés, incomparable con el mayoritariamente paupérrimo de los españoles. La principal causa de ese conocimiento lingüístico fue la decisión que tomó Salazar, hace ya ochenta años y mantenida hasta hoy, de no doblar el cine. António de Oliveira Salazar, por cierto, el dictador aliado de Franco, fue elegido como el portugués más grande de la historia en una votación popular organizada en 2007 por la radiotelevisión pública del país vecino, lo que demuestra que el pueblo portugués no tiene problema alguno en convivir plácidamente con su historia, a diferencia de otros crispados, ingratos y desmemoriados que no hará falta mencionar.

Pero donde se manifiesta con mayor contundencia el orgullo de los portugueses por su pasado es en el homenaje desacomplejado a sus grandes figuras, con Enrique el Navegante encabezando una larga lista de prodigiosos aventureros. Los portugueses no se avergüenzan de su tradición cristiana ni se lamentan por haber sido tan obtusos como para expulsar de su tierra el progresismo islamista, no se fustigan por conquistas injustas ni por genocidios imaginados, no pretenden derribar estatuas ni profanan efemérides al necio grito de “¡Nada que celebrar!”.

Por todo esto y por algunos motivos más, los portugueses avanzan por la historia sin avergonzarse ni odiarse a sí mismos, enseñanza incomprensible para esos vecinos suyos cuya existencia ha conseguido amargar una propaganda autodestructiva de largo alcance e improbable cura.

Pero no todo es luminoso en Portugal. Como, naturalmente, comparte destino con los demás países europeos, tantas décadas de sumisión al pensamiento único progre no se sanan en un instante. La plaga de las drogas, su insuficiente natalidad, la enorme cantidad de jóvenes titulados que tienen que emigrar para ganarse la vida y la creciente inmigración extraeuropea acabarán provocando la inevitable desaparición de la nación portuguesa al igual que las demás de este agotado continente nuestro. Salvo imprevista reacción in extremis, la estirpe de Viriato y Magallanes también se desvanecerá, y más pronto que tarde, pero al menos bajará la cuesta final con algo de dignidad, de lo cual otros no podrán presumir.

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Elogio a Portugal

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01.04.2024

Empecemos por lo personal. Mi primer contacto con Portugal fue hace medio siglo en Inglaterra. Un primo mío y yo éramos los dos únicos españoles en aquel colegio en el que convivimos durante un año con cientos de niños ingleses. A los pocos días de llegar, todavía asustados e incomunicados, a una señora bajita y entrada en carnes, ayudante de cocina, se le iluminó el rostro al oírnos hablar y se dirigió a nosotros en una lengua parecida al español pero con pronunciación distinta. Era portuguesa y yo lamento haber olvidado su nombre. Desde aquel momento ella y su marido Manuel, el jardinero, tan bondadoso como su consorte, nos pusieron bajo su protección. Por ejemplo, a la hora del té casi siempre se las arreglaba para deslizarnos furtivamente un par de bollos de propina. Con el paso de los años, cada vez que me crucé con portugueses, generalmente en el extranjero, siempre recibí de ellos un trato especialmente fraternal, actitud de la que se podría aprender mucho en esta tierra de Caínes que nos ha tocado en suerte.

Aunque sobre gustos no hay norma que valga, les confesaré impúdicamente un par de amores literarios y musicales que tengo desde hace mucho en Portugal. El primero es José María Eça de Queiroz, portentoso novelista de cuya pluma salieron obras maestras como La ilustre casa de Ramires y El primo Basilio,........

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