Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la Internacional Socialista tuvo que hacer frente a un dilema sin solución: la Internacional, por definición, predicaba la unidad de la clase obrera por encima de las naciones, pero los obreros, ante la inminencia de la guerra, se sentían más unidos por el vínculo nacional que por los lazos de clase. Finalmente, la mayoría de los partidos socialistas apostó por lo nacional frente a la solidaridad de clase. La Internacional se rompió. Moraleja: pocas cosas hay más fuertes (o, al menos, las había) que la conciencia nacional. Hay que suponer que el poder también sacó las oportunas enseñanzas: en caso de extrema necesidad, el recurso a lo nacional suele ser un valor seguro. Así lo hizo el propio Stalin en 1941, cuando no le quedó más remedio que recurrir al patriotismo ruso para salvar la «patria del proletariado».

Ahora estamos viviendo un singular conflicto agrario en Europa y llama la atención cómo el poder ha echado mano del recurso nacional para desviar las protestas, alejarlas de su verdadera naturaleza y reorientarlas en beneficio propio. Los agricultores franceses, como los holandeses y los alemanes antes que ellos, se han lanzado a las carreteras para protestar por su insoportable situación: crisis permanente, costes elevadísimos, innumerables trabas burocráticas, competencia objetivamente desleal de productos extranjeros y, en definitiva, imposibilidad de ganarse la vida con el propio trabajo de uno. Es decir, lo mismo que está pasando en el campo español. Las causas de todo eso son bien conocidas: las políticas impuestas por la Unión Europea, muy claramente orientadas a desmantelar el sector primario en el continente. La situación es lo suficientemente grave como para dar jaque a la oligarquía de Bruselas. Pero no es eso lo que ha pasado.

Ante la violencia del incendio, el primer ministro francés, Attal, que es muy joven pero también muy malo, ha optado por el argumento más venenoso de los posibles: la culpa es de los españoles y los italianos, que —arguye— compiten con ventaja porque se les exige menos que a los franceses. Es mentira, pero los franceses no lo saben. Así que, movida por el viejo resorte nacional, esa gente se ha liado a destripar camiones españoles. En respuesta, los portavoces del «campo español», también justamente indignados, han pedido de inmediato a La Moncloa que actúe… contra Francia. ¿Dónde? En el seno de las instituciones europeas. O sea, en el mismo lugar donde se decidieron las políticas que nos han conducido hasta la presente situación. De esta forma se redirige la justa cólera del pueblo hacia un enemigo que en realidad no es tal.

Es prodigioso: he aquí a los explotados de todos los países culpando de su pobre situación no al explotador, sino al explotado del país vecino. Quedan así a salvo los verdaderos culpables de la ruina agraria europea, que son precisamente las políticas de las instituciones comunitarias en materia agroalimentaria y de comercio transnacional. Políticas que, por supuesto, seguirán gozando del respaldo de Attal, Macron, Sánchez y —ojo al dato— también de los «portavoces del campo», lo mismo en Francia que en España, porque éstos, con frecuencia, comparten intereses con la macroindustria de la nueva alimentación química. Así las élites, unidas —ellas si— por el interés transnacional, alejan el problema y lo sitúan en un punto donde nunca podrá resolverse… porque no les interesa resolverlo. El agricultor francés seguirá mirando con odio al español, y viceversa, mientras otros que no son ya ni franceses ni españoles, sino «globales», continuarán con sus políticas de exacción fiscal sobre la actividad agraria, restricción de la ganadería en nombre de la huella de carbono, destrucción del medio rural europeo, importación masiva de productos agroalimentarios de países no europeos (que allí el carbono no deja huella, al parecer) y, muy importante, concentración del sector alimentario en industrias cada vez más químicas y menos naturales. Y el pueblo, entretenido volcando camiones. Un siglo después del fracaso de la Internacional, los ricos han obrado la solidaridad de clase que no lograron los pobres. Globalistas de todos los países, uníos.

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La crisis del campo: que no os engañen, compañeros

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30.01.2024

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la Internacional Socialista tuvo que hacer frente a un dilema sin solución: la Internacional, por definición, predicaba la unidad de la clase obrera por encima de las naciones, pero los obreros, ante la inminencia de la guerra, se sentían más unidos por el vínculo nacional que por los lazos de clase. Finalmente, la mayoría de los partidos socialistas apostó por lo nacional frente a la solidaridad de clase. La Internacional se rompió. Moraleja: pocas cosas hay más fuertes (o, al menos, las había) que la conciencia nacional. Hay que suponer que el poder también sacó las oportunas enseñanzas: en caso de extrema necesidad, el recurso a lo nacional suele ser un valor seguro. Así lo hizo el propio Stalin en 1941, cuando no le quedó más remedio que recurrir al patriotismo ruso para salvar la «patria del proletariado».

Ahora estamos viviendo un singular conflicto agrario en Europa y llama la atención cómo el poder ha echado mano del recurso nacional para desviar las protestas, alejarlas de su verdadera naturaleza y reorientarlas........

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