La carencia de una clase dirigente robusta y con valores es la verdadera tragedia argentina y uno de los principales motivos del meteórico ascenso de Javier Milei en el escenario político. Los ciudadanos, completamente descreídos de las estructuras partidarias, encontraron una tabla de salvación en el discurso del anarcocapitalista que propuso imperio de la ley, sobriedad en el gasto público y respeto por la vida, la libertad y la propiedad privada. Tan ausentes están esos valores que la aparición de un outsider alcanzó para que la sociedad depositara en él su expectativa y su confianza. Queda en el presidente Milei entender el mensaje y simultáneamente, mientras se concentra en recomponer al país del desastre económico heredado, encauce las otras variables sociales no menos importantes.

La decadencia es una involución progresiva y sostenida pero lenta. Por eso no puede pretenderse que el ciudadano de a pie reaccione a sus señales. La gente vive. Y, en países del Tercer Mundo, apenas sobrevive, agobiada con el día a día. Eso es más que suficiente. El stress que significa la imposibilidad de proyectar consume gran parte de la energía vital. Cuando se transcurre de ese modo, se teme por el presente inseguro y el futuro inmediato, siempre indescifrable; como la tendencia general de la curva es siempre descendente, pedir una mirada de largo plazo a quienes ruedan sobre ese plano inclinado es por completo un exceso.

Son las dirigencias las que deben cargar con esas ansiedades. Y los intelectuales. Se trata de un simple reparto de roles. En los países donde no se discursea populismo, las universidades suelen dedicar cerebros y fondos a observar el rumbo que llevan las sociedades, a preocuparse por la orientación y los objetivos de conjunto, y son quienes alertan tempranamente para evitar errores y desviaciones. Ellos alzan la voz y advierten sobre los posibles escenarios futuros.

El problema de la Argentina es que tiene una clase dirigente de bajísima categoría intelectual y una catadura moral aún más deficiente. Los políticos y los empresarios están dedicados a hacer su juego “aquí y ahora”, y en ese apuro no solamente descuidan el largo plazo sino que, inclusive, dañan el presente y el sindicalismo es una lacra social dedicada a enriquecerse a partir de aquellos a quienes dice representar. La justicia tampoco da respuesta a los reclamos de celeridad, independencia y resolución de las causas que se apilan en su ámbito.

Los intelectuales merecen un párrafo aparte. La Argentina en ese plano tiene una carencia de singular magnitud. Hace décadas que el sistema educativo está orientado a no promover el pensamiento crítico, de modo que es lógica la falta de intelectuales actual. Siempre hay por ahí un lote de mercenarios que balbucean obviedades al calor de la caridad oficial contratada. Los tuvo cada administración de los últimos años, pero esos obsecuentes de turno no deben ser confundidos con gente que piensa. Sólo gente que no piensa puede aplaudir hasta los errores de un gobierno, cuando está claro que la función universal de los intelectuales es, por el contrario, la disconformidad.

La educación argentina no prepara jóvenes para el ejercicio de la libertad y el empresariado, ese que acabamos de describir, sólo contrata profesionales que respondan al molde de la sumisión intelectual. El pensamiento independiente se castiga con la exclusión. En este marco, es casi imposible que florezcan la diversidad, el debate y la investigación y pasa lo que le pasa a la Argentina del presente: se conforma con frases hechas, lugares comunes y plagio.

Las ideas no son una entelequia para pensadores y laboratorios. Son generadoras de acciones. De ahí que las acciones en la Argentina sean pocas, repetidas, vetustas, elementales y de escaso contenido y esa pobreza la ha transformado en una sociedad sin grandes metas, una sociedad de causas aisladas y coyunturales.

Y por eso los argentinos, al garete, huérfanos de valores permanentes, hacen suyas banderas pasajeras. Un día es el reclamo por las oscuras circunstancias de la nunca resuelta muerte del fiscal Eduardo Nisman; otro día es la defensa del sector agropecuario al que las sucesivas administraciones, a golpe de más y más impuestos, exprime como a un limón para solventar la intrínseca ineficiencia del gasto público; otro día es la inseguridad urbana que ha convertido las calles en una suerte de far west en las que rige el “sálvese quien pueda”, o la inflación, perversidad endémica que arroja gente a la pobreza de manera sistemática. Esas y otras causas específicas nuclean a su alrededor a muchos disconformes. Si hubiese una clase dirigente en serio, estaría preocupada por la volatilidad de esas consignas que, si bien son de una gravedad extrema, no son causa sino consecuencia de un estado de descomposición social profundo. O aún mejor, esas causas volátiles no existirían. La gente sale a la calle porque las instituciones no reaccionan como tampoco reacciona ninguno de los factores de poder; sale a defender a los Nisman de turno ante la pasividad del sistema que permanece inmóvil o cómplice.

Pero lo que se expone, en el fondo, es la fragilidad de principios. La argentina es una sociedad en la que todo es posible. Es posible que haya manifestaciones multitudinarias contra un impuesto confiscatorio y que esos mismos manifestantes luego voten al ideólogo de ese impuesto para que los represente. Es posible que los medios de comunicación consulten cómo salir de la crisis a sus autores. Es posible saltar de partido y desdecirse una y otra vez sin costo político alguno. Y es posible porque la nuestra es una sociedad sin principios ni fines. Ahí se aprecia la escasez de ideas y de ideales porque los principios y los fines se asientan sobre ideas; ideas sobre lo que está bien y lo que está mal, lo que queremos o rechazamos, lo que es valioso y lo que no.

Mientras la sociedad no consiga anclar principios atemporales y válidos para todos, indiscutibles e innegociables, los argentinos seguirán envueltos en banderas pasajeras, que se ponen de moda o pasan de moda con la misma celeridad.

Ayer fue un asesinato, luego la corrupción peronista y mañana será otra cosa. En el trayecto, mientras pelean por separado cada uno por una causa, por válida que sea, la mediocridad los vence a todos juntos.

Si hay algo que los defensores de la libertad deberíamos aprender de las izquierdas es el trabajo ininterrumpido que hacen para transformar en dogmas sus paradigmas falaces. En pos de ese objetivo liman asperezas, apartan sus diferencias y se encolumnan tras el objetivo de instalar verdades falsas que adquieren una significativa popularidad a tal punto que mucha gente minimiza el zafarrancho que provoca la aplicación de sus postulados económicos. Todo lo hacen a partir de banderas de las que se apropian. Tras el fracaso de los movimientos terroristas con los que pretendieron imponer su preferencia política por el autoritarismo salvaje, mutaron a la colonización del pensamiento. Se adueñaron de los postulados de la ética, vaya paradoja de quienes mataban para implementar sus ideas, y se erigieron en jueces de la moral colectiva. Ellos distorsionan el valor de las palabras y les otorgan connotaciones que la sociedad consume mansamente: todo lo que hacen es «solidario» y así obtienen el carnet de almas nobles. Enfrente, la gran mayoría, pero desordenada y dividida.

Por ello, una y 1000 veces, deberemos repetir que la tragedia argentina no es exclusivamente económica sino también moral y la reconstrucción del espíritu es la máxima tarea por delante, para que los esfuerzos, padecimientos y carencias que hoy atraviesa adquieran sentido. Poner la mirada en la educación es urgente; empezar casi de cero, enseñar en valores y dar el ejemplo. Es una instancia clave: hoy el ciudadano observa con detalle la probidad de los funcionarios. De ellos, de sus conductas y prioridades depende que la Argentina vuelva a ser una potencia o, simplemente, un país corrupto con la economía saneada.

Recibe en tu correo las últimas noticias de La Gaceta de la Iberosfera.

Tu correo se ha inscrito correctamente.

QOSHE - Argentina: dirigencia, la gran ausente - María Zaldívar
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

Argentina: dirigencia, la gran ausente

20 1
06.04.2024

La carencia de una clase dirigente robusta y con valores es la verdadera tragedia argentina y uno de los principales motivos del meteórico ascenso de Javier Milei en el escenario político. Los ciudadanos, completamente descreídos de las estructuras partidarias, encontraron una tabla de salvación en el discurso del anarcocapitalista que propuso imperio de la ley, sobriedad en el gasto público y respeto por la vida, la libertad y la propiedad privada. Tan ausentes están esos valores que la aparición de un outsider alcanzó para que la sociedad depositara en él su expectativa y su confianza. Queda en el presidente Milei entender el mensaje y simultáneamente, mientras se concentra en recomponer al país del desastre económico heredado, encauce las otras variables sociales no menos importantes.

La decadencia es una involución progresiva y sostenida pero lenta. Por eso no puede pretenderse que el ciudadano de a pie reaccione a sus señales. La gente vive. Y, en países del Tercer Mundo, apenas sobrevive, agobiada con el día a día. Eso es más que suficiente. El stress que significa la imposibilidad de proyectar consume gran parte de la energía vital. Cuando se transcurre de ese modo, se teme por el presente inseguro y el futuro inmediato, siempre indescifrable; como la tendencia general de la curva es siempre descendente, pedir una mirada de largo plazo a quienes ruedan sobre ese plano inclinado es por completo un exceso.

Son las dirigencias las que deben cargar con esas ansiedades. Y los intelectuales. Se trata de un simple reparto de roles. En los países donde no se discursea populismo, las universidades suelen dedicar cerebros y fondos a observar el rumbo que llevan las sociedades, a preocuparse por la orientación y los objetivos de conjunto, y son quienes alertan tempranamente para evitar errores y desviaciones. Ellos alzan la voz y advierten sobre los posibles escenarios futuros.

El problema de la Argentina es que tiene una clase dirigente de bajísima categoría intelectual y una catadura moral aún más........

© La Gaceta


Get it on Google Play