El avance y la instalación de las más rancias consignas de la izquierda ha sido tan feroz durante las últimas décadas que el ciudadano ha permitido, poco a poco, volverse un esclavo del gobierno de turno, cuando el principio de la democracia implica funcionarios al servicio de la población. Este es un proceso global, claramente alentado desde Bruselas que, no satisfecha con la delegación de derechos del ciudadano al poder central, ahora va por la instalación de un poder supranacional que anule las soberanías nacionales.

Se pagan impuestos para hacer posible el funcionamiento del estado porque está claro que ningún burócrata crea riqueza en el ejercicio de sus funciones; precisamente por eso, el primer deber de las autoridades es reducir al mínimo indispensable ese gasto, que significa una merma de los ingresos productivos del habitante. Cada euro que gasta el estado es un euro que sale del bolsillo de quien lo ha generado. De allí el celo extremo que debería ponerse en la aplicación de esos fondos, teniendo presente que el trabajador que lo aporta, produce y el estado, gasta.

Esta ecuación, que luce obvia, parece haberse olvidado. Los gobiernos han aumentado el gasto público sin que ello redunde en beneficio de las poblaciones y este avance es motivo del malestar que las sociedades están demostrando respecto de sus dirigencias. Así se explica la aparición de líderes políticos sin trayectoria partidaria, cuyo discurso hace pie en la necesidad de frenar el avance del estado sobre las garantías individuales, y sobre el patrimonio.

Además de este punto esencial, en la actualidad también está en discusión el papel del gobernante en relación con la paz social. Los regímenes autoritarios de América Hispana son una muestra perfecta del uso de la confrontación como mecanismo de gestión. El histórico recurso de apelar a la dicotomía de «amigo-enemigo» condujo muchas sociedades y produjo un efecto corrosivo; la población es colocada en una situación incómoda e injusta, empujada a optar porque el autócrata decide que, quien no está con él, es prácticamente un enemigo personal y, por supuesto, del sistema democrático. Este mecanismo perverso se ha vivido en Cuba, Venezuela, en Ecuador, Argentina, Bolivia, Nicaragua o México y provoca un profundo daño hasta familiar, en tanto la discusión no se encara en términos políticos sino alrededor de una caprichosa valoración moral: los buenos y los malos.

Pedro Sánchez tiene un perfil polémico. Tanto el aumento del gasto público para hacer política, acuerdos y componendas como su natural tendencia a la confrontación permanente y a la descalificación de los adversarios lo convierten en candidato a ser incluido en aquel listado.

Su obcecación por mantenerse en el ejercicio del poder lo ha llevado a faltar a su palabra y a pactar con lo peor del espectro político español. Sus alianzas para obtener la investidura han promovido y legitimado al terrorismo que hace décadas azoló a la comunidad. No sólo lo dice; es una convicción profunda la que lo lleva a pactar con las fuerzas más oscuras del arco político; esas que, tras perder la batalla de acceder al poder por las armas, súbitamente mutaron en demócratas. Es legítimo dudar de un cambio de tal magnitud y preguntarse qué tan genuino es porque en los hechos, lejos de arrepentirse por el baño de sangre al que arrastraron a España y condenar la violencia perpetrada, continúan justificando el accionar terrorista.

Esto no es una opinión. El actual reclamo de una amnistía para quienes cometieron delitos atroces con el que condicionaron el apoyo a la investidura de Sánchez confirma la preferencia de esas minorías por la violencia como método de solución de conflictos. Pero también confirma el absoluto desprecio del presidente del Gobierno por la decisión popular que, con su voto, relegó al PSOE y reclamó un cambio de rumbo para el país. Sánchez ignoró los datos y buscó apoyos en las izquierdas más radicalizadas con el objetivo de aislar al Partido Popular y, por sobre todas las cosas, a VOX.

Por eso resulta incomprensible la actitud pasiva y conciliadora de los populares intentando simpatizar con Sánchez. Tienen que entender que no los quiere cerca y que nunca les dará lugar en las decisiones gubernamentales, que está cómodo con quienes ha pactado y que es imperativo que abandonen la tibieza que demuestran y sean capaces de representar a quienes le han dicho «no» al sanchismo. Porque su gestión ha sido deficiente.

Mientras tanto, en España se multiplican las peleas callejeras, fiestas en la vía pública sin autorización alguna, consumo de sustancias ilegales, aumento de la violencia en todas sus formas, intolerancia social que conforman una suerte de anarquía y que son las consecuencias directas de una administración que, lejos de velar por el orden público, atiza el fuego de la discordia. Lo hace entre pares y desde la cúspide del poder, provee ejemplo a la sociedad toda.

Por obra de la conducción política, en España se respira un aire de controversia casi permanente y ese microclima no se reduce a los adversarios internos sino que se expande. Tras la cobarde ofensiva perpetrada sobre Israel por la formación terrorista Hamas en octubre pasado, Pedro Sánchez adoptó una postura repudiable que enfrió las relaciones con el país atacado al cuestionar el alto número de víctimas en la Franja de Gaza y reclamando a Israel «el cumplimiento del derecho internacional en su guerra contra Hamás». Esa desafortunada declaración le valió el retiro de la embajadora que, luego de muchas deliberaciones, estaría reincorporándose en los próximos días.

Los medios de comunicación reflejan ese estado de ebullición y malestar a pesar del oficialismo que militan y la escasa objetividad que tienen a la hora de informar. La intolerancia, la cancelación de las voces que discrepan con el discurso oficial y la parcialidad son el signo de la época que transita España por estos días. Una época oscura de la que le está costando salir.

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Sánchez y sus aliados

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06.01.2024

El avance y la instalación de las más rancias consignas de la izquierda ha sido tan feroz durante las últimas décadas que el ciudadano ha permitido, poco a poco, volverse un esclavo del gobierno de turno, cuando el principio de la democracia implica funcionarios al servicio de la población. Este es un proceso global, claramente alentado desde Bruselas que, no satisfecha con la delegación de derechos del ciudadano al poder central, ahora va por la instalación de un poder supranacional que anule las soberanías nacionales.

Se pagan impuestos para hacer posible el funcionamiento del estado porque está claro que ningún burócrata crea riqueza en el ejercicio de sus funciones; precisamente por eso, el primer deber de las autoridades es reducir al mínimo indispensable ese gasto, que significa una merma de los ingresos productivos del habitante. Cada euro que gasta el estado es un euro que sale del bolsillo de quien lo ha generado. De allí el celo extremo que debería ponerse en la aplicación de esos fondos, teniendo presente que el trabajador que lo aporta, produce y el estado, gasta.

Esta ecuación, que luce obvia, parece haberse olvidado. Los gobiernos han aumentado el gasto público sin que ello redunde en beneficio de las poblaciones y este avance es motivo del malestar que las sociedades están demostrando respecto de sus dirigencias. Así se explica la aparición de líderes políticos sin trayectoria partidaria, cuyo discurso hace pie en la necesidad de frenar el avance del estado sobre las garantías individuales, y........

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