En la vida existen las grandes tragedias, como la que asola en estos días a España, y que llegadas a un punto sólo se pueden asumir con ganas de seguir combatiendo o con resignación —según el momento—, o las pequeñas tragedias. Y son estas las verdaderamente enormes.

Hay una en concreto que a casi todos nos llega a lo largo de nuestra existencia. La/s ruptura/s. Y es que el amor, cuando es verdadero, tiende al infinito. Y pocos los son, así que la mayoría tienden a lo finito. Y por tanto, se acaban. Y además sólo pueden acabar de una manera: mal. Porque si no no acabarían. Y entonces creemos por un tiempo que nos morimos, porque solemos pensar que el amor es un milagro. Cuando el verdadero milagro es el desamor. Sobreponernos a lo que nos hace sentirnos un ratito cercanos a lo divino es lo que nos demuestra realmente que sí estamos un poco hechos a imagen y semejanza de Dios.

Mi abuela solía decir cuando alguien enviudaba que «va a pasar un mal invierno». O «un mal verano». Según la época del año. Pero nunca le auguraba al doliente más de seis meses malos. Y qué verdad es que lo que un verano nos pareció imposible de superar, suele llegar a Navidad más que curado. Y sin darnos cuenta vamos recuperando nuestras listas más tristes de Spotify. Y las demás. Porque durante una época perdimos el gusto por escuchar música, pero el cuerpo nos va pidiendo, poco a poco, fiesta y jarana. De todo tipo. Se puede volver a pasar sin sentir una puñalada por los versos de Quique González. «Aunque tú no lo sepas, me he acostado a tu espalda, y mi cama se queja fría cuando te marchas». Desde casa, porque no nos quiere a los de derechas en sus conciertos.

Se puede conducir camino al trabajo escuchando que «has cambiado mi forma de mirar, has cambiado el sentido de las calles», de Paco Bello, porque en realidad nadie ha cambiado el sentido a nada en tu vida y el único que puede jorobarte con cambios de vías es Almeida, que es bastante más odioso que cualquier ex. Incluso te atreves con Vete ya de Ed Maverick. Y su voz ronca no te hace rodar por la mejilla ni una lágrima cuando la oyes pronunciar «vete si no sientes que mi boca te provoca sensaciones cuando ronda por tus labios», sino que te pone la piel de gallina y te hace imitar con los dedos acordes que no te sabes. Porque ya eres otra vez un poco —o bastante— feliz.

Un buen día algo te da risa y piensas «qué gracia le hubiera hecho esto a aquel». Pero entonces te ríes a carcajadas sola y ya no lo piensas más, porque si le divirtiera tanto lo que le contabas no se habría ido. Vas a un restaurante nuevo y aunque sabes que le habría gustado ahora tienes que disfrutarlo sin nadie más. Y lo haces. Dudas entre dos libros y compras sólo el que más te apetece y no el que crees que leeréis dos. Vuelves a bailar sola mientras tiendes lavadoras. Vuelves a sonreír en las fotos y te parece que hasta tienes más dientes que antes. El vino frío con amigas sabe mejor que en pleno julio porque ellas te calientan el alma cuando la tienes helada. Y les pones algo flamenco de Juanito Makandé y además les haces una coreografía digna de Lola Flores. Y les guiñas un ojo porque sabes lo que están pensando: «Sí, ya estoy bien».

Y el hueco de los cuadros que ya no están lo llenas con un póster de Star Wars o con un cuadro de un leopardo rosa. Porque puedes. Porque sólo tienes que consultarlo contigo misma. Y curiosamente siempre te das el visto bueno. Porque los estantes vacíos ya no son sinónimo de recuerdos tristes sino de cosas nuevas. Las fotos se cambian, se rompen o se borran sin mayor problema. Dejas de recordar fechas que antes te parecían sagradas porque verdaderamente nunca lo fueron y días para no olvidar sólo hay tres o cuatro. Y son los que nacen los hijos y nada más.

Porque la voz que te encantaba y te revolucionaba los cinco sentidos, de repente te va pareciendo nasal. Y al final, simplemente, la olvidas. Y descubres que guardarle el sitio a alguien en una cama muy grande es algo muy tonto, y empiezas a dormir en el centro todo lo estirada que puedes. Y encima te gusta y ya no quieres que nadie vuelva a ocuparte espacio. De momento. La misma cama en la que tantas noches te preguntaste si te echarían de menos, hasta que te diste cuenta de que la pregunta correcta era cuánto echabas de menos tú. Y la respuesta era sorprendente. No mantienes colgada su última toalla de ducha para usarla de vez en cuando sino que la echas a lavar con dos deditos porque sencillamente está sucia.

Y la vida sigue. Y gritas que es bonita. Y vuelve a reír la primavera o esa estación totalmente prescindible que es el otoño. Y te reconcilias con casi todo. Porque, aunque sea un milagro, nadie se muere de desamor.

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Desamor

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23.11.2023

En la vida existen las grandes tragedias, como la que asola en estos días a España, y que llegadas a un punto sólo se pueden asumir con ganas de seguir combatiendo o con resignación —según el momento—, o las pequeñas tragedias. Y son estas las verdaderamente enormes.

Hay una en concreto que a casi todos nos llega a lo largo de nuestra existencia. La/s ruptura/s. Y es que el amor, cuando es verdadero, tiende al infinito. Y pocos los son, así que la mayoría tienden a lo finito. Y por tanto, se acaban. Y además sólo pueden acabar de una manera: mal. Porque si no no acabarían. Y entonces creemos por un tiempo que nos morimos, porque solemos pensar que el amor es un milagro. Cuando el verdadero milagro es el desamor. Sobreponernos a lo que nos hace sentirnos un ratito cercanos a lo divino es lo que nos demuestra realmente que sí estamos un poco hechos a imagen y semejanza de Dios.

Mi abuela solía decir cuando alguien enviudaba que «va a pasar un mal invierno». O «un mal verano». Según la época del año. Pero nunca le auguraba al doliente más de seis meses malos. Y qué verdad es que lo que un verano nos pareció imposible de superar, suele llegar a Navidad más que curado. Y........

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