Me pareció escuchar que se llama Conchita. Serían ya las doce y cuarto de la noche y yo iba en un vagón abarrotado de la línea 1 del metro de Madrid. A esas horas uno puede ver en el metro de todo menos revisores, pero esa es otra historia. Conchita iba guapa y yo sólo me pude fijar en eso. Ella se atusaba el pelo ante la atenta mirada de todo el vagón. Una y otra vez, ella se repeinaba la melena, lisa y larga, que le llegaría hasta la cintura.

Conchita iba muy bien conjuntada, como van las chicas guapas. Me fijé porque a sus gafas de pasta rosa —nada en comparación a sus ojos— le conjuntaba el bolso, rosa también. Y la chaqueta, rosa. Y una camiseta rosa. Casi todo en Conchita era rosa salvo los calcetines, que me arrancaron una sonrisa con sus paramecios de fantasía y sus motas grandilocuentes. Remataba el look unos pantalones bombachos, que sólo puede llevar la gente guapa como Conchita o los que son rematadamente horteras.

Todo el vagón, yo el primero, íbamos mirando a Conchita. Sospecho que algunos con indiferencia y tengo por seguro que muchos con lástima. Pero yo en aquella niña con síndrome de Down sólo podía ver alegría. Chaves Nogales escribió aquello de andar, ver, contar y pienso yo que nunca coincidió de madrugada, en el metro de Madrid, con una chica como Conchita. A uno se le detiene el paso ante su sonrisa, conjuntada de rosa. Resultaría a cualquiera imposible permanecer quieto, impertérrito, ante el espectáculo de su carcajada. Conchita era un asombro para todos.

La madre de Conchita iba riendo ante las ocurrencias de la niña y yo, que pretendía quedar en segundo plano en esa escena como de Los Durrell, no pude evitar desternillarme de risa. Conchita alternaba chiste con caricia, y su madre risa con besos, si es que acaso no son lo mismo. Los pleonasmos de Conchita desarmaban a la madre, que trató de regañarla en varias ocasiones, de decir que no gritara, que no riera a todo volumen. Pero ella claudicaba una y otra vez, ante la risa de Conchita.

Chaves Nogales hace tiempo que hubiera salido del vagón, creo yo. Por eso me quedé, para asombrarme y después contar que a Conchita le gusta bailar flamenco, que ha perdido un kilo y eso a ella le da igual porque esta feliz con su armario monocromático y sus gafas de pasta rosa. Sabe imitar el sonido de las cebras —ya me dirán ustedes si alguna vez han escuchado este sonido— y como en las marquesinas del metro han puesto carteles de Wonka, la nueva película, Conchita la quiere ver. Varias veces. Tantas como carteles iba viendo.

De Conchita me conquistó, al punto que la madre me miró con cierta sorpresa, el sentido del humor. Llamó entonces «cochina» a su hermana, que se estaba manchando el pantalón blanco. Todos hemos llamado «cochina» a nuestra hermana porque todas las hermanas de vez en cuando se manchan. Y todos nos hemos reído, claro. Justo cuando su hermana estaba ya enfadada, serían las doce y media de la noche, Conchita nos contó un chiste: «¿Qué dice una cabra cuando hace caca? Meeeeeeeeeeeeee-cagao».

Yo casi hice como la cabra porque a su hermana «cochina» se le pasó el enfado, a su madre le costó respirar por momentos y a mí me salió una carcajada irrefrenable. Estábamos pocos pero en familia y la algazara subterránea aún me dura. Me cuesta pensar que Conchita sea única pero lo creo firmemente. Pocas chicas he visto yo tan guapas y conjuntadas, menos con aquel sentido del humor y casi ninguna con esa graceja natural. Sin embargo, me apena pensar que Conchita es sólo una superviviente.

Hace años que en el norte de Europa no nacen niños con síndrome de Down. Son supervivientes de una cultura arrolladora, que nos hace pensar que un graduado en ADE vale más que Conchita, que el carnet de conducir es más valioso que sus gafas de pasta rosa, que las nociones de programación y ofimática humanizan más que aquellas carcajadas. Y yo niego la mayor y me aferro a la cabra de Conchita y a su sonrisa embaucadora.

La vida es mucho más que la amnistía y el futuro laboral, que un divorcio e incluso que dos. Cada día viajamos en vagones repletos de Conchitas, dispuestas a arrancarnos una carcajada cuando todo lo pretende evitar. Que nadie espere torrentes de alegría porque eso no llega. El Reino de los Cielos o el Parnaso, llámelo como quiera, ya está aquí. Y la gota malaya de la alegría no hace más que caer. Sólo hay que abrir un poco más los ojos, afinar la oreja, y escuchar con atención el sonido de una cebra. Una vez que lo oyes te acordarás para siempre.

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QOSHE - Abrid los ojos - Pablo Mariñoso
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Abrid los ojos

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08.12.2023

Me pareció escuchar que se llama Conchita. Serían ya las doce y cuarto de la noche y yo iba en un vagón abarrotado de la línea 1 del metro de Madrid. A esas horas uno puede ver en el metro de todo menos revisores, pero esa es otra historia. Conchita iba guapa y yo sólo me pude fijar en eso. Ella se atusaba el pelo ante la atenta mirada de todo el vagón. Una y otra vez, ella se repeinaba la melena, lisa y larga, que le llegaría hasta la cintura.

Conchita iba muy bien conjuntada, como van las chicas guapas. Me fijé porque a sus gafas de pasta rosa —nada en comparación a sus ojos— le conjuntaba el bolso, rosa también. Y la chaqueta, rosa. Y una camiseta rosa. Casi todo en Conchita era rosa salvo los calcetines, que me arrancaron una sonrisa con sus paramecios de fantasía y sus motas grandilocuentes. Remataba el look unos pantalones bombachos, que sólo puede llevar la gente guapa como Conchita o los que son rematadamente horteras.

Todo el vagón, yo el primero, íbamos mirando a Conchita. Sospecho que algunos con indiferencia y tengo por seguro que muchos con lástima. Pero yo en aquella niña con síndrome de Down sólo podía ver........

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