El caso Koldo va sumando nombres a la lista de presuntos corruptos, comisionistas beneficiados de la venta de mascarillas en medio de los peores momentos de la pandemia, cuando los controles administrativos se relajaron en aras de conseguir los tan preciados productos. El contexto excepcional de sufrimiento y privación colectiva, además de muertes masivas -algunas de ellas con responsabilidades políticas detrás-, nos permite ver nítidamente, en este caso, la abyección ética de un lucro obsceno que se mide en millones de euros.

Sin embargo, la lógica de funcionamiento detrás de estas operaciones -cobrar una cantidad de dinero por intermediar en un negocio o pasar un contacto- es cotidiana y no despierta el mismo rechazo cuando se da en momentos de normalidad o, incluso, bajo visos de legalidad. ¿Es acaso menos grave lucrarse por mediar en un negocio si no hay gente muriendo alrededor? Seguramente no, pero lo hemos asumido como parte normal del funcionamiento de este sistema económico llamado capitalismo.

Cobrar comisiones por gestionar o facilitar contratos, sea a título personal, sea como persona jurídica, debería ser un hecho que generara siempre rechazo, aunque no se produzca en el marco de una crisis como la del coronavirus, aunque no se haga merced al tráfico de influencias y aunque pueda estar amparado en el ordenamiento legal. Se trata de prácticas que consagran un tipo de parasitismo absurdo, pero muy rentable para quienes se benefician de él, y que legitiman, de paso, uno de los pilares del capitalismo: el enriquecimiento fundamentado en el trabajo ajeno.

Desde la lógica empresarial se pretende presentar como trabajo que debe ser remunerado lo que no es más que tráfico de influencias, cuyo único esfuerzo radica en levantar un teléfono, mandar mensajes de WhatsApp o poner unos correos de contacto, como demostró otro caso de presunta corrupción bajo investigación judicial, también vinculado a la venta de mascarillas y otro material sanitario durante la pandemia, el de los comisionistas Alberto Luceño y Luis Medina. Que este último sea un aristócrata de rancio abolengo nos da pistas de la reproducción en el tiempo de las élites, pero también de cómo la clase dominante española, de vieja cuna o de nueva aparición al calor de la dictadura franquista, no sería nada sin el amparo y los recursos del Estado.

Los cachorros de la clase dominante han aprendido bien cómo funciona el capitalismo y la corrupción, de la mano muchas veces del nepotismo ejercido desde las instituciones, como bien sabe el hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid, que se ha convertido en parte de la manera de hacer o incrementar fortunas entre individuos próximos al poder de los principales partidos del sistema político español. De hecho, las ramificaciones que están apareciendo en el caso Koldo salpican a personas tanto del entorno del PSOE como del PP, demostrando, una vez más, que a la hora de hacer negocios y favores importan más las lealtades de clase y la camaradería corporativa labrada en distintos ámbitos profesionales, que las supuestas diferencias ideológicas.

En realidad, el debate de fondo de la corrupción no está tanto en el ámbito de la política sino en el de la economía, si es que ambos pueden separarse. Son las dinámicas de funcionamiento de la economía las que establecen las reglas del juego y determinan, con su innegable poder de presión, lo que se hace desde la política. Esto es tanto más cierto cuanto menos independiente sea el poder político del poder económico.

De hecho, deberíamos preguntarnos por qué llamamos corrupción a unas prácticas que se presentan como anómalas, por ser ilegales pero no a otras que, aunque compartan la misma lógica de funcionamiento, sí son legales en una democracia liberal como la española. Porque, ¿qué diferencia hay entre cobrar comisiones por conseguir contratos y montar una Empresa de Trabajo Temporal (ETT) para hacer de enlace en la contratación de personas con terceras empresas recibiendo de éstas un porcentaje del salario de cada trabajador o trabajadora?

¿Qué son las externalizaciones y subcontratas si no un entramado empresarial en el que empresas intermediarias pugnan por dar el mejor servicio a otra empresa a costa de rebajar costes laborales? Está claro que el beneficio que obtienen estos intermediarios es también producto del trabajo que realizan otros. Puede ser legal pero nunca será legítimo si partimos de premisas éticas donde la justicia y la igualdad estén en el centro.

Precisamente, este es el punto fundamental. Las premisas éticas que sustentan los valores del liberalismo -filosofía política del capitalismo- no tienen nada que ver con la justicia y la igualdad, ni mucho menos con la preocupación por el bienestar colectivo, sino con la defensa de la libertad en abstracto y los intereses individuales. Esto se traduce en la preeminencia de la libertad del mercado y en la defensa de los intereses del capital por encima de los intereses e, incluso, de la vida de las personas. El gobierno de Javier Milei en Argentina nos está dando grandes ejemplos prácticos de qué significa el liberalismo en esencia.

No debería extrañarnos que cuando las oportunidades de suculentos negocios entran por la puerta, la moral salte por la ventana. El capitalismo, en esencia, no es más que un sistema que se basa en el enriquecimiento de unos pocos a costa del trabajo de la mayoría, no pagando a la clase trabajadora todo lo que produce sino solo una parte. Ese diferencial, la plusvalía, es una vieja palabra que es tan temida como negada por los liberales pero que es clave para entender el funcionamiento de este modo de producción. Sin la plusvalía extraída a la clase trabajadora no habría posibilidad de generación y acumulación de riqueza para el capital y, por tanto, tampoco se podrían dar comisiones a intermediarios parasitarios.

Pero tan parásito es el que intermedia como el que vive directamente del trabajo de otros. Empecemos a llamar a las cosas por su nombre: el capitalismo es un sistema corrupto porque presenta como libres relaciones sociales de poder donde una de las partes no tiene posibilidad de ser auténticamente libre ni de elegir a dónde va el producto de su trabajo, que es apropiado por una minoría de parásitos, que no son llamados corruptos porque lo hacen de manera absolutamente legal.

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Llámalo corrupción, llámalo capitalismo

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05.03.2024

El caso Koldo va sumando nombres a la lista de presuntos corruptos, comisionistas beneficiados de la venta de mascarillas en medio de los peores momentos de la pandemia, cuando los controles administrativos se relajaron en aras de conseguir los tan preciados productos. El contexto excepcional de sufrimiento y privación colectiva, además de muertes masivas -algunas de ellas con responsabilidades políticas detrás-, nos permite ver nítidamente, en este caso, la abyección ética de un lucro obsceno que se mide en millones de euros.

Sin embargo, la lógica de funcionamiento detrás de estas operaciones -cobrar una cantidad de dinero por intermediar en un negocio o pasar un contacto- es cotidiana y no despierta el mismo rechazo cuando se da en momentos de normalidad o, incluso, bajo visos de legalidad. ¿Es acaso menos grave lucrarse por mediar en un negocio si no hay gente muriendo alrededor? Seguramente no, pero lo hemos asumido como parte normal del funcionamiento de este sistema económico llamado capitalismo.

Cobrar comisiones por gestionar o facilitar contratos, sea a título personal, sea como persona jurídica, debería ser un hecho que generara siempre rechazo, aunque no se produzca en el marco de una crisis como la del coronavirus, aunque no se haga merced al tráfico de influencias y aunque pueda estar amparado en el ordenamiento legal. Se trata de prácticas que consagran un tipo de parasitismo absurdo, pero muy rentable para quienes se benefician de él, y que legitiman, de paso, uno de los pilares del capitalismo: el enriquecimiento fundamentado en el trabajo........

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