¿Cómo denominamos a las cosas? ¿Qué palabras utilizamos y en qué contexto lo hacemos? Es posible que algunas personas, pienso sobre todo en economistas, crean que es perder el tiempo detenerse en cuestiones relativas al lenguaje. Seguramente, en su opinión, estas sean accesorias y, en todo caso, de poca importancia, y piensen que lo verdaderamente sustancial es ir directamente al meollo de las cuestiones: los diagnósticos y las alternativas.

Pero resulta que, por el contrario, es muy necesario reparar en los términos que habitualmente se utilizan en economía -en las denominadas ciencias sociales, en general- y que con frecuencia se dan por buenos. Porque esos términos tienen casi siempre una intencionalidad, que puede ser difícil o incluso molesto desvelar, pero que es muy necesario hacerlo. En otras palabras, el lenguaje, en apariencia inocuo, delimita un terreno de juego y, de alguna manera, también las reglas del mismo, los diagnósticos y las alternativas. Y eso no es poca cosa.

Abundan los ejemplos, como cuando se habla de “flexibilidad laboral”, o de “moderación de los salarios”, o de “racionalidad” económica o se le pide a la ciudadanía “apretarse el cinturón”. Me detendré ahora en la palabra “austeridad”, que el sentido común reivindica, en oposición al despilfarro, como algo bueno, como una virtud a practicar. Siguiendo este enunciado, los gobiernos deben ser austeros en la gestión de lo común, al igual que hacen las familias cuando manejan su presupuesto. Con ese mismo sentido común, aplicado a la gestión de las cuentas públicas, se defiende que los ingresos y los gastos deben tender al equilibrio, que un buen Gobierno no debe gastar más de lo que es capaz de recaudar, y que, en línea con ese postulado, un objetivo central de la política económica tiene que ser reducir los niveles de deuda y déficit públicos.

Un grave error, porque, precisamente, el Estado, para atender las necesidades de la ciudadanía y las de las generaciones futuras, puede y debe gastar por encima de lo que ingresa. Por otro lado, aunque la familia austera se pone como ejemplo del buen hacer, atención, porque los mismos que levantan la bandera de la austeridad en lo público, han defendido, sin pestañear, un modelo económico sostenido en el despilfarro, materializado en el endeudamiento desaforado de familias y empresas, modelo que ha sido muy lucrativo para las elites y que nos condujo al crack financiero de 2008.

Este planteamiento de la austeridad presupuestaria tiene todavía más miga. Situar la argumentación en esos parámetros significa aceptar de hecho que el origen de las crisis está en el supuesto despilfarro público. De ahí la imperiosa necesidad de implementar políticas austeras, que en Europa se han materializado en el Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento, cuya aplicación se suspendió durante la pandemia y que ahora ha vuelto, intacto en lo fundamental. Otra de las cargas de profundidad de esa argumentación consiste, además, en presuponer que lo público es intrínsecamente ineficiente, al contrario que la iniciativa privada, a la que, por definición, se otorga la virtud de la eficiencia. Pura ideología que nada tiene que ver con la realidad pero que termina calando entre la población.

Ya tenemos puesta la camisa de fuerza, de la que es muy difícil desprenderse. El debate ya no está situado en el “qué” sino en el “cómo”; esto es, en determinar la mejor ruta para alcanzar el objetivo indiscutible de la política económica,: la disciplina presupuestaria.

No hay derechas ni izquierdas, solo pura racionalidad en materia de economía. El pensamiento conservador gana por goleada. No sólo se impone una determinada concepción de la política económica que otorga prioridad a la gestión de la demanda agregada, a través de la contracción del gasto público; no sólo se considera que la llave del crecimiento económico y la transformación estructural se encuentra en los ajustes presupuestarios permanentes.Hay mucho más.

Las políticas de rigor presupuestario promueven, son un factor determinante de la concentración de la renta y la riqueza. Penalizan a los grupos de población más desfavorecidos, al reducir la cantidad y calidad de los servicios públicos -como la salud y la educación-. También, y esto es muy importante decirlo, porque quienes defienden estas políticas no abren la puerta a recaudar más y mejor de los de arriba, que sería otro camino para el saneamiento de las cuentas públicas. Es verdad que en los últimos tiempos se pone más el foco en la privilegiada posición de las oligarquías, que con las crisis y con las guerras no han dejado de enriquecerse, pero poco se hace y desde luego no lo suficiente para revertir los privilegios fiscales de los que disfrutan.

Una última reflexión sobre el alcance que tiene dar por bueno el término “austeridad” referido a la estrategia a seguir por los gobiernos. Hay toda una dinámica corporativa cuyo objetivo -naturalmente, no declarado de manera explícita- es entrar en los espacios y actividades que ahora se administran desde lo público con recursos del Estado. No sólo me refiero a los ámbitos antes citados -la salud o a la educación-, sino a todo lo que tiene que ver con la gestión de los asuntos comunes y al creciente negocio relacionado con las políticas tecnológicas y las denominadas “verdes”, donde también se mueven cantidades ingentes de dinero de los gobiernos. Para ello, nada más provechoso que degradar lo público y privarle de recursos y capacidades.

Y, más en el terreno político, conviene ser plenamente consciente de la carga de profundidad de las estrategias de “austeridad”. En realidad, sin eufemismos, pretenden y están consiguiendo la creciente privatización de los activos y de la propia gestión pública, atacando uno de los pilares fundamentales sobre los que se asentaría una política de izquierdas comprometida con los pobres y la lucha contra la pobreza, que perdería legitimidad, sobre todo cuando esta izquierda asume, en aspectos fundamentales, el discurso de la austeridad.

Atención, porque en ese proceso de deslegitimación se crean las condiciones para que entren a saco, ganando influencia, las derechas más reaccionarias y extremas.

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El lenguaje adormecedor que la izquierda no puede dar por bueno

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27.02.2024

¿Cómo denominamos a las cosas? ¿Qué palabras utilizamos y en qué contexto lo hacemos? Es posible que algunas personas, pienso sobre todo en economistas, crean que es perder el tiempo detenerse en cuestiones relativas al lenguaje. Seguramente, en su opinión, estas sean accesorias y, en todo caso, de poca importancia, y piensen que lo verdaderamente sustancial es ir directamente al meollo de las cuestiones: los diagnósticos y las alternativas.

Pero resulta que, por el contrario, es muy necesario reparar en los términos que habitualmente se utilizan en economía -en las denominadas ciencias sociales, en general- y que con frecuencia se dan por buenos. Porque esos términos tienen casi siempre una intencionalidad, que puede ser difícil o incluso molesto desvelar, pero que es muy necesario hacerlo. En otras palabras, el lenguaje, en apariencia inocuo, delimita un terreno de juego y, de alguna manera, también las reglas del mismo, los diagnósticos y las alternativas. Y eso no es poca cosa.

Abundan los ejemplos, como cuando se habla de “flexibilidad laboral”, o de “moderación de los salarios”, o de “racionalidad” económica o se le pide a la ciudadanía “apretarse el cinturón”. Me detendré ahora en la palabra “austeridad”, que el sentido común reivindica, en oposición al despilfarro, como algo bueno, como una virtud a practicar. Siguiendo este enunciado, los gobiernos deben ser austeros en la gestión de lo común, al igual que hacen las familias cuando manejan su presupuesto. Con ese mismo sentido común, aplicado a la gestión de las cuentas públicas, se defiende que........

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