Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, ha comparecido recientemente en la Comisión de Trabajo, Economía Social, Inclusión, Seguridad Social y Migraciones del Congreso de los Diputados y ha dedicado su intervención a desgranar las medidas que se propone acometer en la legislatura. Al comienzo de la sesión ha declarado algo que, probablemente, para ella es una obviedad que no admite discusión: «El trabajo no es una mercancía». Una afirmación que, además de sonar bien, parece obvia, incluso progresista, al contraponer mercancía y derechos laborales. Pero la cosa tiene miga y, en mi opinión, dice mucho del planteamiento de Yolanda Díaz y de Sumar.

A diferencia de lo sostenido por la ministra, el trabajo sí es evidentemente una mercancía. Y lo es porque, como todas las mercancías, se compra y se vende en el mercado, aun cuando se reconozca que el mismo tiene importantes singularidades que le diferencian claramente de otros intercambios mercantiles. Los trabajadores ofrecen su fuerza de trabajo a los propietarios de los medios de producción, que la compran a cambio de un salario. Esta es la quintaesencia del capitalismo; diría que, lejos de ser un asunto periférico o irrelevante, constituye una de las claves que explican el funcionamiento y la reproducción del sistema.

Desde esta perspectiva, es correcto utilizar la expresión “mercado de trabajo”, aunque es necesario, en este punto, hacer una puntualización. Porque los economistas conservadores la utilizan para colar la idea de que este mercado, como cualquier otro (idealizando el funcionamiento de los mercados realmente existentes), para que sea “eficiente”, tiene que operar con “flexibilidad”, que ellos interpretan como una mínima o incluso nula interferencia de los actores y las regulaciones públicas (los derechos a los que alude Yolanda Díaz). Un mercado donde, en definitiva, se enfrentarían en similares condiciones los oferentes (trabajadores) y los demandantes (empresarios).

Su buen funcionamiento precisaría, según esta visión, de la eliminación o reducción a su mínima expresión de las “rigideces” que lo lastrarían (el salario mínimo, el subsidio de desempleo, la negociación colectiva…). La conclusión es nítida y peligrosa: hay que reducir derechos laborales y salarios para crear empleo y también para promover un entorno macroeconómico estable.

Me encuentro a años luz de este enunciado -que no solo ha servido de justificación para lanzar un tsunami contra los derechos de los trabajadores, sino que ha tenido efectos devastadores sobre el funcionamiento de las economías, el cual no hay que confundir con los intereses de las elites-, pero hay que saber que, a diferencia de lo manifestado por la ministra, el trabajo es una mercancía esencial para entender la dinámica capitalista; y no me refiero al capitalismo que emergió hace un par de siglos, que también, sino al actual.

Los beneficios que obtiene el capital y los salarios que reciben los trabajadores, y su distribución, son la clave para entender el papel del consumo y la inversión en el engranaje económico. En este sentido, no está de más ser conscientes de que en las últimas décadas, en las economías española y europea, la participación de los ingresos salariales en la renta nacional se ha reducido mientras que la de las ganancias de capital han aumentado y que este es uno de los factores relevantes que explica las crisis económicas recientes. Una asimetría que, por supuesto, tiene mucho que ver con la desigual relación de fuerzas entre el trabajo y el capital.

Partir de que el trabajo es una mercancía que compran los dueños del capital supone reconocer que en ese mercado se enfrentan clases sociales con intereses diferentes y en muchos momentos antagónicos. Los trabajadores están objetivamente interesados en que los salarios aumenten o se mantengan en niveles decentes, mucho más cuando la inflación reduce continuamente su capacidad adquisitiva, mientras que la lógica de los capitalistas es hacer máximos los beneficios e intensificar la explotación de los asalariados.

Podemos introducir toda la complejidad que se nos antoje a estos principios básicos, y hay que hacerlo si queremos entender la operativa del capitalismo realmente existente, con estructuras sociales y laborales complejas que no admiten análisis reduccionistas, pero no es de recibo negar la mayor: que la quintaesencia del mismo es la explotación de una clase, la trabajadora, por otra, la de los capitalistas. Las clases sociales existen y sus posiciones no son coincidentes (o no lo son necesariamente).

Todo lo anterior no es una cuestión teórica ni estética. Partir de que, en efecto, el trabajo es una mercancía abre la puerta a la correcta caracterización de los intereses, diversos y enfrentados, presentes en la economía y la sociedad capitalista. ¿Cómo articular esa heterogeneidad para configurar una mayoría social progresista que haga posible una nueva hoja de ruta? ¿Cómo vencer las resistencias de los que disfrutan de posiciones de privilegio? Estas son algunas de las cuestiones relevantes a las que tiene que responder una izquierda realmente transformadora; preguntas que no se contestan apelando, como hace continuamente Yolanda Díaz, al diálogo, la concertación, el sentido común o a ser útiles en la acción política. Todas ellas son, desde luego, cualidades a reivindicar, pero convertirlas en el eje central de la acción política no sólo es claramente insuficiente, sino que da la medida de una izquierda complaciente.

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Yolanda Díaz afirma que el trabajo no es una mercancía: un grave error

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25.01.2024

Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, ha comparecido recientemente en la Comisión de Trabajo, Economía Social, Inclusión, Seguridad Social y Migraciones del Congreso de los Diputados y ha dedicado su intervención a desgranar las medidas que se propone acometer en la legislatura. Al comienzo de la sesión ha declarado algo que, probablemente, para ella es una obviedad que no admite discusión: «El trabajo no es una mercancía». Una afirmación que, además de sonar bien, parece obvia, incluso progresista, al contraponer mercancía y derechos laborales. Pero la cosa tiene miga y, en mi opinión, dice mucho del planteamiento de Yolanda Díaz y de Sumar.

A diferencia de lo sostenido por la ministra, el trabajo sí es evidentemente una mercancía. Y lo es porque, como todas las mercancías, se compra y se vende en el mercado, aun cuando se reconozca que el mismo tiene importantes singularidades que le diferencian claramente de otros intercambios mercantiles. Los trabajadores ofrecen su fuerza de trabajo a los propietarios de los medios de producción, que la compran a cambio de un salario. Esta es la quintaesencia del capitalismo; diría que, lejos de ser un asunto periférico o irrelevante, constituye una de las claves que explican el funcionamiento y la reproducción del sistema.

Desde esta perspectiva, es correcto utilizar la expresión “mercado de........

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