Los españoles hemos sido unos pioneros en el arte de inventar objetos añadiéndoles un palo: la fregona, el Chupa Chups, el futbolín… Ya es hora de que inventemos un nombre para el palo que supone ver algunos espectáculos como el que nos ha provocado más bochorno que el cambio climático. Hablamos, cómo no, de la boda de Almeida.

Una boda a la que todos fuimos invitados, sólo como espectadores, pero en la que tuvimos que soltar la pasta de todas formas para que la televisión pública madrileña nos la retransmitiera. Lo que vendría a ser una ceremonia de colaboración público-privada, privada sobre todo de buen gusto, por lo que vimos. La revolución no será televisada, la involución sí.

Si Stendhal dio nombre a un famoso síndrome después de estar expuesto a la insoportable belleza de la ciudad de Florencia, en España deberíamos tener una forma propia para poder expresar la exposición a tanta fealdad insoportable.

El español es un idioma muy rico y el diccionario de la Real Academia de la Lengua ya recoge desde 2014 un término para definir esa sensación de vergüenza ajena que provocan espectáculos como la boda de Almeida: alipori. Una expresión que proviene de la unión de dos palabras latinas: alius, que significa otro, y pudor. Pudor de lo que haga otro.

Pero este tipo de esperpentos autóctonos va más allá del pudor, se merecen algo más que una simple palabra, que una mera entrada en el diccionario, se merecen un síndrome con el nombre de un artista propio, un síndrome con denominación de origen.

Síndrome de Berlanga, entre la arcada y la risotada

Propongo utilizar la expresión el síndrome de Berlanga para definir esa sensación entre la arcada y la risotada, entre la indignación y la estupefacción.

El síndrome de Berlanga vendría a definir ese ahogo por sobredosis de caspa, ese quedarse picueto ante tanta vergüenza ajena coral en plano secuencia, ese rubor que nos sube a las mejillas por la tremenda mezcla de surrealismo, costumbrismo y postfranquismo que tan bien reflejó el director valenciano en sus películas con la ayuda del guionista Rafael Azcona.

Este esperpento berlanguiano concreto de la boda de Almeida contaba con un casting de lujo. Una lista de invitados que haría las delicias de la Audiencia Nacional cercana.

A la entrada de la iglesia del Sagrado Corazón y San Francisco de Borja Osea y Arriba España se congregó mucha aristocracia, realeza, árboles genealógicos circulares y ocho apellidos francos. Alta suciedad, en general.

El paseíllo, porque algunos de ellos han sido muy de dar paseíllos, a la puerta del templo estaba compuesto por apellidos compuestos, valga la redundancia, y con guiones por medio.

Toda representación necesita su público, y este sainete no iba a ser menos. Frente a ellos, un corralito de espectadores que, irónicamente, eran los únicos que estaban encerrados y que aplaudían y vitoreaban como si no hubiese un mañana, cosa entendible por su edad media y porque estamos hablando de Madrid.

El emperador en esta ocasión no estaba desnudo, pero casi hubiera sido mejor viendo tanta familia “de bien” vestida tan mal.

La tendencia estilística dominante podría denominarse prêt à potar. Prendas en su mayor parte con un precio inversamente proporcional a su belleza y que sirven para confirmarnos que tener gusto y tener pasta son dos conceptos que casi nunca van de la mano.

Algunas pijipis incluso se atrevieron con vestidos florales y con motivos vegetales a pesar del sarpullido que le provocan las zonas verdes al alcalde de Madrid. De hecho, el grupo ecologista Greenpeace “felicitó” a Almeida por su trayectoria arboricida en la capital con un ramo de boda gigante hecho con las ramas y troncos de árboles talados en Madrid y con la dedicatoria: “Madrid ama los árboles. Hasta que la tala nos separe”.

En algunas invitaciones era evidente que se había optado en vez de por el protocolario “más uno” por un “menos uno”.

Los únicos delincuentes confesos con méritos para hacer el paseíllo en la puerta de la iglesia parece que eran los Premium, los de importación.

La representación en la boda de la remesa mala de la Familia Real era un retrato de los Borbones que ni los de Goya.

Tras la ceremonia, la celebración, que empezó como acabó la de la boda de la hija de Aznar, cerca de Soto del Real, en una finca familiar de la novia famosa por sus yeguadas.

La fiesta comenzó con un chotis, que se convirtió en redes en un choteo generalizado, y acabó con la tradicional barra libre, algo a lo que todos los invitados están ya muy acostumbrados en sus ámbitos profesionales y personales en nuestro país, su cortijo.

Una barra libre que se resume a la perfección en la frase del conductor acompañante de Esperanza Aguirre a la salida del sarao: “Hemos bebido mucho”.

Barra libre.

¿Nos hemos reído de esta horterada televisada? ¿De quienes llevan generaciones riéndose de nosotros gracias a sus prebendas y privilegios de clase ganados en muchos casos a golpe de Golpe –de Estado–?

Sí, por supuesto, el derecho al cachondeo Cayetano debería estar recogido en la Constitución Española.

Afortunadamente, son sólo carcajadas, no como hacían antes los que se reían de los oprimidos. En otra época, los poderosos comprimían a los condenados la garganta con otro palo español, el garrote vil. Y así se ve en El Verdugo, cómo no, una obra maestra de Berlanga.

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El síndrome de Berlanga

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09.04.2024

Los españoles hemos sido unos pioneros en el arte de inventar objetos añadiéndoles un palo: la fregona, el Chupa Chups, el futbolín… Ya es hora de que inventemos un nombre para el palo que supone ver algunos espectáculos como el que nos ha provocado más bochorno que el cambio climático. Hablamos, cómo no, de la boda de Almeida.

Una boda a la que todos fuimos invitados, sólo como espectadores, pero en la que tuvimos que soltar la pasta de todas formas para que la televisión pública madrileña nos la retransmitiera. Lo que vendría a ser una ceremonia de colaboración público-privada, privada sobre todo de buen gusto, por lo que vimos. La revolución no será televisada, la involución sí.

Si Stendhal dio nombre a un famoso síndrome después de estar expuesto a la insoportable belleza de la ciudad de Florencia, en España deberíamos tener una forma propia para poder expresar la exposición a tanta fealdad insoportable.

El español es un idioma muy rico y el diccionario de la Real Academia de la Lengua ya recoge desde 2014 un término para definir esa sensación de vergüenza ajena que provocan espectáculos como la boda de Almeida: alipori. Una expresión que proviene de la unión de dos palabras latinas: alius, que significa otro, y pudor. Pudor de lo que haga otro.

Pero este tipo de esperpentos autóctonos va más allá del pudor, se merecen algo más que una........

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