Jean van Heijenoort, que hizo de secretario y de guardaespaldas de León Trotsky durante buena parte de su exilio, escribe en Con Trotsky, de Prinkipo a Coyoacán: «El grupo trotskista mexicano contaba con veinte o treinta miembros verdaderamente activos. A pesar de esa pequeña cantidad estaba dividido en facciones«. Y en el mismo libro recuerda cómo el propio Trotsky espetó a Natalia Sedova, su mujer: «¡Tú estás con mis enemigos!»

En estos días, que estoy leyendo diversos libros sobre revolucionarios trotskistas y comunistas, me doy cuenta de lo difícil que es seguir sin perderse el hilo de las escisiones de los diferentes grupúsculos y corrientes marxistas durante la primera mitad del siglo XX.

Es cierto que el estrés y las condiciones precarias en las que se movían los grupos revolucionarios, la brutal represión, la sensación de amenaza constante, la actividad de infiltrados de la policía y también de seguidores de otras corrientes eran propicios para crear un ambiente de paranoia. La lucha a muerte -a veces literalmente- entre socialistas y comunistas alemanes durante los años treinta, es decir, durante el auge del nazismo, no dejará de sorprender a quien se adentre en esa época. Lisa Fittko, joven antifascista alemana que se dedicó a guiar a perseguidos por el nazismo para que pasaran a España (entre otros a Walter Benjamin), expresa su escándalo en uno de sus dos libros autobiográficos porque, con Hitler ya en el poder, los distintos grupos antifascistas se dedicaban a combatirse mutuamente por razones ideológicas, debilitando la resistencia contra la dictadura nazi.

Es imposible no pensar en ese pasado de inquinas, rivalidades y purgas, y en sus trágicas consecuencias no solo para la izquierda, a la vista de lo que lleva ya años sucediendo, de forma menos sangrienta, en la izquierda española; la salida de Juan Carlos Monedero de Canal Red y las dimisiones anteriores de destacados líderes de Podemos en Madrid como Jesús Santos, Roberto Sotomayor o Carolina Alonso son solo las últimas consecuencias -vendrán más- de una serie de enfrentamientos internos, expulsiones, escisiones, denuncias en los tribunales y dimisiones, que han tenido como consecuencia el nacimiento de nuevos partidos de izquierda.

Si dejamos las noticias y nos asomamos a las redes sociales nos encontramos con una inquina entre los defensores de cada facción que parece más intensa que la que sienten hacia la extrema derecha: periodistas, columnistas y sencillos militantes o votantes se lanzan insultos propios de un Rafael Hernando, desplegando una exhibición dogmática, y a menudo narcisista, que desalienta a cualquiera. ¿Es en ese caldo de cultivo donde debe crecer la resistencia a la ultraderechización del espectro conservador, donde pueden plantearse alternativas que cierren el paso al desmantelamiento de nuestros derechos y de los avances sociales? ¿En serio es más importante tener razón y mostrar los errores del contrario -por reales que sean- que aparcar las diferencias para crear plataformas sólidas de gobierno? Es evidente que la autocrítica y la crítica son saludables y necesarias en cualquier partido. Pero es difícil comprender que se dediquen más tiempo, energía e invectivas a ellas que a la lucha contra unas fuerzas reaccionarias cada vez más radicales.

Es demasiado fácil hablar de egos, de ambición, de revanchas personales. Y quizá sería bueno dedicar más esfuerzo a entender por qué la izquierda es tan propensa a las luchas intestinas, hasta el punto de aceptar la irrelevancia y la desaparición antes que ceder terreno al compañero convertido en rival.

No es este el lugar para hacer un análisis profundo del tema, pero sí me gustaría avanzar una pista. En A sangre y fuego. De la guerra civil europea (1914-1945), (Publicacions de la Universitat de València, 2009), Enzo Traverso recuerda la distinción que hacía Max Weber entre ética de la responsabilidad y ética de la convicción: según algunos, la primera sería «la única capaz de tomar en cuenta las consecuencias de cada acción a fin de excluir aquellas que (a pesar de las intenciones de sus autores) desembocan en el mal.» La segunda consistiría en hacer aquello que se considera justo independientemente de las consecuencias. La primera parece más razonable, pero las cosas no son tan sencillas.

Traverso cita el ejemplo del gueto de Varsovia. El debate en el seno de la resistencia judía llevó a aplicar la ética de la convicción. «Sobre la base de un sencillo cálculo de la relación de fuerzas, los combatientes no tenían ninguna oportunidad de imponerse y su elección podía parecer puramente suicida. No es difícil reconocer, retrospectivamente, que la moral del sacrificio de estos insurgentes valía más que el sentido de la responsabilidad de los notables de Consejos judíos que, al colaborar, no actuaban siempre por oportunismo o conformismo (la obediencia a las autoridades como un habitus, como una norma interiorizada), sino, a menudo, por un cálculo erróneo de las consecuencias de su elección, por el afán de salvar vidas humanas».

La ética de la responsabilidad, en casos extremos, puede provocar atrocidades, como por ejemplo lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima a partir del cálculo de que se producirían más muertes en caso de alargarse la guerra (aunque en este caso el cálculo incluye que los muertos bajo la bomba atómica no serían norteamericanos). Pero también la ética de la convicción puede producir monstruos: el asesinato de los disidentes del estalinismo, las purgas que se vuelven imprescindibles para preservar el ideal de sociedad, para alcanzar la utopía.

La izquierda, sobre todo la izquierda revolucionaria o que bebe de esa fuente -la socialdemocracia contemporánea es a veces tan utilitarista que puede caer en el pragmatismo oportunista-, tiende a usar la ética de la convicción. Defender la propia visión del mundo, y de la táctica y la estrategia políticas, porque eso es lo honesto. Y si supone dividirse y ceder el terreno a la derecha, así sea. Todo antes que corromperse. Las acusaciones de falta de pureza izquierdista, de tibieza, de lacayos del capital, lanzadas por un lado; y de inoperancia, de dogmatismo que no tiene en cuenta las condiciones reales -tampoco el bienestar de los trabajadores-, por otro, reflejan las diferentes aproximaciones éticas a la política.

Un equilibrio entre la ética de la convicción y la de la responsabilidad debería ser posible, cuando pensamos en lo que nos espera. El lobo de VOX y de un PP cada vez más radical ya ha asomado la patita en ayuntamientos y Comunidades Autónomas. Ante las elecciones que se avecinan en 2024, habrá quien decida no votar, empujado por una inflexible ética de la convicción. Cuántas veces hemos leído/oído «yo ya no voy a votar al partido X por su postura en tal ley», de la misma manera que hay quien amenaza con rescindir el abono a una revista (no hablo de oídas) porque ha publicado un artículo del que difiere radicalmente. Este deseo de romper la baraja si no nos gustan todas las cartas me preocupa tanto que me vuelvo hoy predicador y os conmino a preguntaros por el precio de vuestra pureza ideológica, precio que pagarán, como siempre, los más vulnerables.

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¿Por qué se divide la izquierda?

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30.01.2024

Jean van Heijenoort, que hizo de secretario y de guardaespaldas de León Trotsky durante buena parte de su exilio, escribe en Con Trotsky, de Prinkipo a Coyoacán: «El grupo trotskista mexicano contaba con veinte o treinta miembros verdaderamente activos. A pesar de esa pequeña cantidad estaba dividido en facciones«. Y en el mismo libro recuerda cómo el propio Trotsky espetó a Natalia Sedova, su mujer: «¡Tú estás con mis enemigos!»

En estos días, que estoy leyendo diversos libros sobre revolucionarios trotskistas y comunistas, me doy cuenta de lo difícil que es seguir sin perderse el hilo de las escisiones de los diferentes grupúsculos y corrientes marxistas durante la primera mitad del siglo XX.

Es cierto que el estrés y las condiciones precarias en las que se movían los grupos revolucionarios, la brutal represión, la sensación de amenaza constante, la actividad de infiltrados de la policía y también de seguidores de otras corrientes eran propicios para crear un ambiente de paranoia. La lucha a muerte -a veces literalmente- entre socialistas y comunistas alemanes durante los años treinta, es decir, durante el auge del nazismo, no dejará de sorprender a quien se adentre en esa época. Lisa Fittko, joven antifascista alemana que se dedicó a guiar a perseguidos por el nazismo para que pasaran a España (entre otros a Walter Benjamin), expresa su escándalo en uno de sus dos libros autobiográficos porque, con Hitler ya en el poder, los distintos grupos antifascistas se dedicaban a combatirse mutuamente por razones ideológicas, debilitando la resistencia contra la dictadura nazi.

Es imposible no pensar en ese pasado de inquinas, rivalidades y purgas, y en sus trágicas consecuencias no solo para la izquierda, a la vista de lo que lleva ya años sucediendo, de forma menos sangrienta, en la........

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